Para la siguiente reunión del comité directivo de los demandantes contra el Dyloft, el acusado Patton French eligió un hotel del centro de Atlanta donde estaba participando en uno de sus muchos seminarios acerca de la manera de hacerse rico persiguiendo a los laboratorios farmacéuticos. Se trataba de una reunión de emergencia.
Como era de esperar, French ocupaba la suite presidencial, un hortera y malgastado espacio situado en el piso superior del hotel, y allí fue donde se celebró el encuentro. La reunión era un tanto insólita en el sentido de que no iban a dedicarse a comparar notas acerca de su más reciente automóvil de lujo o su rancho, y ninguno de los cinco se molestó en presumir de sus recientes victorias judiciales. La atmósfera se puso muy tensa en cuanto Clay entró en la suite, y no mejoró a lo largo de la reunión. Los chicos estaban muertos de miedo.
Y con razón. Carlos Hernández sabía de siete de sus demandantes del Grupo Uno contra el Dyloft que habían desarrollado tumores renales malignos. Éstos se habían incorporado a la acción conjunta y en esos momentos estaban representados por Helen Warshaw.
—Surgen como hongos —dijo, desesperado.
Daba la impresión de llevar varios días sin dormir. De hecho, los cinco se mostraban profundamente abatidos y agotados.
—Es una bruja implacable —señaló Wes Saulsberry mientras los otros asentían con la cabeza en señal de aquiescencia.
Estaba claro que la leyenda de Helen Warshaw era ampliamente conocida. Alguien había olvidado decírselo a Clay. Wes estaba siendo demandado en aquellos momentos por cuatro antiguos clientes suyos. Damon Didier por tres. French por cinco.
Clay respiró con alivio porque a él sólo lo había demandado uno, pero su alivio era sólo momentáneo.
—En realidad, han sido siete —le dijo French, entregándole un listado con su nombre en la parte superior de una lista de ex clientes reconvertidos en demandantes.
—Wicks, de Ackerman, me ha dicho que ya podemos prepararnos para una lista más larga —dijo French.
—¿Cómo están los ánimos por allí? —preguntó Wes.
—Por los suelos. Su medicamento está matando a la gente como moscas. Los de Philo piensan que ojalá jamás hubieran oído hablar de los laboratorios Ackerman.
—Y yo estoy con ellos —dijo Didier, mirando con expresión ceñuda a Clay, como diciéndole «Tú tienes la culpa».
Clay echó un vistazo a los siete nombres de la lista. Aparte de Ted Worley, no reconocía a ninguno de los demás. Kansas, Dakota del Sur, Maine, dos de Oregón, Georgia, Maryland. ¿Cómo había llegado a representar a aquella gente? Curiosa manera de ejercer la abogacía: ¡interponer demandas y llegar a acuerdos por daños y perjuicios en nombre de unas personas a las que jamás había visto! ¡Y ahora aquellas personas estaban demandándolo!
—¿Podemos asegurar que las pruebas médicas son irrefutables en estos casos? —preguntó Wes—. Quiero decir si hay posibilidad de luchar, de intentar demostrar que estos cánceres recurrentes no están relacionados con el Dyloft. En caso afirmativo, podríamos vernos libres de cualquier responsabilidad, y Ackerman también. No me gusta irme a la cama con unos payasos, pero eso es lo que estamos haciendo.
—¡No! Estamos jodidos —contestó French. A veces su dureza resultaba casi dolorosa. Era absurdo perder el tiempo—. Wicks me dice que el medicamento es más peligroso que un balazo en la cabeza. Sus propios investigadores están abandonándolos precisamente por eso. Las carreras de muchas personas se están yendo al carajo. Puede que la compañía no consiga sobrevivir.
—¿Te refieres a Philo?
—Sí, cuando Philo compró Ackerman pensó que serían capaces de controlar el desastre del Dyloft. Ahora parece que los Grupos Dos y Tres serán mucho más numerosos y seguirán aumentando. La empresa está tratando de escurrir el bulto.
—¿Acaso no estamos haciendo todos lo mismo? —intervino Carlos en voz baja, volviendo a mirar a Clay como si éste también se mereciera un tiro en la cabeza.
—Si somos responsables, no habrá manera de que podamos defender estos casos —dijo Wes, afirmando una verdad de Perogrullo.
—Tenemos que negociar —dijo Didier—. Aquí estamos hablando de supervivencia.
—¿Cuánto vale un caso? —preguntó Clay con voz todavía trémula.
—Delante de un jurado, entre dos y diez millones, según lo ejemplar que quieran que sea el castigo —respondió French.
—Eso es poco —señaló Carlos.
—A mí ningún jurado me verá la cara en una sala —dijo Didier—. Y mucho menos con toda esta serie de hechos.
—El demandante medio tiene sesenta y ocho años y está jubilado —dijo Wes—. Por consiguiente, desde el punto de vista económico los daños no son muy elevados cuando muere el demandante. El dolor y el sufrimiento aumentarán la suma. Pero, aislados de todo lo demás, estos casos podrían resolverse por un millón de dólares cada uno.
—Aquí no se puede aislar nada —replicó Didier.
—Es cierto —admitió Wes—, pero si todos estos preciosos acusados se toman en su conjunto como un atajo de codiciosos abogados especialistas en demandas colectivas por daños y perjuicios, el valor sube como la espuma.
—Preferiría estar de la parte de los demandantes que de la mía —dijo Carlos, frotándose los cansados ojos.
Clay observó que nadie estaba tomando ni una sola gota de alcohol; sólo café y agua. Necesitaba desesperadamente uno de los remedios a base de vodka de French.
—Lo más probable es que perdamos nuestra acción conjunta —dijo French—. Todos los que todavía están dentro de ella, quieren abandonarla. Como sabéis, son muy pocos los demandantes de los Grupos Dos y Tres que han aceptado el acuerdo y, por razones obvias, no quieren participar en esta demanda. Conozco por lo menos cinco grupos de abogados dispuestos a pedirle al tribunal que disuelva nuestra acción conjunta y nos eche a patadas. Y la verdad es que no se lo reprocho.
—Podemos enfrentarnos a ellos —dijo Wes—. Hemos cobrado unos honorarios. Y vamos a necesitarlos.
Sin embargo, no se veían con ánimos para luchar, por lo menos en aquel momento. Con independencia del dinero que alegaran tener, cada uno de ellos estaba preocupado, aunque a distintos niveles. Clay se limitaba en buena medida a escuchar y se sentía intrigado por la reacción de los otros cuatro. Patton French probablemente fuese el que más dinero tenía y parecía confiar en que sería capaz de resistir las presiones económicas de la demanda. Lo mismo cabía decir de Wes, que había ganado quinientos millones de dólares con el timo del tabaco. Carlos presumía a ratos, pero no lograba estarse quieto. El más asustado era el cariacontecido Didier.
Todos tenían más dinero que Clay, y Clay tenía más casos del Dyloft que ninguno de ellos. Y los cálculos matemáticos no le gustaban. Si su lista se quedaba en siete nombres, podría aguantar un golpe de unos veinte millones de dólares, pero como siguiera creciendo…
Clay planteó la cuestión de los seguros y se quedó pasmado al averiguar que ninguno de los cuatro los tenía. Sus pólizas habían sido anuladas años atrás. Pocas eran las aseguradoras por prácticas jurídicas abusivas que quisieran tener algo que ver con los abogados especializados en demandas colectivas por daños y perjuicios. Y el caso del Dyloft ejemplificaba a la perfección el motivo.
—Da gracias de que tienes los diez millones —dijo Wes—. Es un dinero que no tendrá que salir de tu bolsillo.
La reunión sólo fue una sesión de quejas y reprimendas. Querían estar juntos para sentirse acompañados en su desdicha, pero sólo por muy poco tiempo. Tomaron la vaga decisión de reunirse con Helen Warshaw en un futuro no especificado para explorar delicadamente la posibilidad de una negociación. Ella ya había dado a conocer su voluntad de no concertar ningún acuerdo. Quería celebrar juicios, unos grandes, indignos y sensacionalistas espectáculos en cuyo transcurso los pasados y los presentes Reyes de los Pleitos fueran arrastrados por los suelos y desnudados en presencia de los jurados.
Clay pasó una tarde y una noche en Atlanta, donde nadie lo conocía.
Durante sus años de trabajo en la ODO, Clay había hecho centenares de entrevistas preliminares, casi todas en la cárcel. El tono solía ser muy cauto al principio, pues el acusado, que casi siempre era negro, no sabía muy bien cuántas cosas podía decirle a su abogado blanco. La información acerca de los antecedentes suavizaba en cierto modo la situación, pero tanto los hechos como los detalles y la verdad acerca del presunto delito raras veces se facilitaban en el transcurso de la primera entrevista.
Era curioso que Clay, ahora convertido en acusado blanco, tuviera que mantener con los nervios a flor de piel su primera entrevista con su abogado defensor negro. A unos honorarios de setecientos cincuenta dólares la hora, más le valdría a Zack Battle estar preparado para escucharlo cuanto antes. Con semejante tarifa, ni hablar de rodeos, evasivas y contiendas con adversarios imaginarios. Battle averiguaría la verdad con tanta rapidez como pudiera tomar notas.
A Battle, sin embargo, le interesaban los chismes. Él y Jarrett habían sido compañeros de parrandas mucho antes de que decidiera dejar el alcohol y convertirse en el más destacado penalista del Distrito de Columbia. ¡Cuántas cosas hubiera podido contar sobre Jarrett Carter!
«Pero no a setecientos cincuenta dólares la hora», habría querido decir Clay. Que parase el maldito reloj y charlarían por los codos.
El despacho de Battle daba al parque Lafayette, y desde su ventana se veía la Casa Blanca. Él y Jarrett habían pillado una cogorza una noche y habían decidido beberse unas cervezas con los borrachines y los sin techo del parque. La policía les echó el guante pensando que eran unos pervertidos que andaban en busca de juerga. Ambos fueron detenidos y tuvieron que recurrir a toda la influencia del banco para que sus nombres no aparecieran en los periódicos. Clay se rió porque pensó que eso era lo que se esperaba que hiciera.
Battle, cuyo despacho olía a tabaco rancio porque había sustituido el alcohol por la pipa, le preguntó por su padre. Clay se apresuró a facilitarle una generosa y casi idílica imagen de Jarrett navegando por los mares del mundo.
Cuando finalmente entraron de lleno en el tema, Clay contó la historia del Dyloft, empezando con Max Pace y terminando con el FBI. No comentó lo del Tarvan, pero tendría que hacerlo de ser necesario. Curiosamente, Battle no tomó ninguna nota. Se limitó a escuchar, frunciendo el entrecejo y fumando su pipa con el rostro ensimismado y la mirada perdida ocasionalmente en la distancia, sin dejar traslucir ni por un instante lo que pensaba.
—Estas investigaciones robadas que tenía Pace —dijo, haciendo una pausa y dando a continuación una chupada a la pipa—, ¿obraban en tu poder cuando vendiste las acciones e interpusiste la demanda?
—Por supuesto que sí. Tenía que saber que podía demostrar la responsabilidad de Ackerman en caso de que tuviéramos que ir a juicio.
—Pues entonces eso se llama «información privilegiada». Eres culpable. Cinco años a la sombra. Pero dime cómo puede demostrarlo el FBI.
Cuando el corazón le volvió a latir con normalidad, Clay contestó:
—Supongo que Max Pace puede decírselo.
—¿Quién más está al corriente de las investigaciones?
—Patton French y tal vez uno o dos abogados más.
—¿Sabe Patton French que tú poseías esa información antes de presentar la demanda?
—Lo ignoro. Cuando la tuve en mis manos, no se lo dije.
—Entonces este tal Max Pace es el único que puede comprometerte.
La historia estaba muy clara. Clay había preparado la acción conjunta del Dyloft, pero no quería presentar la demanda a menos que Pace le facilitara las pruebas suficientes. Ambos lo discutieron varias veces. Un día Pace apareció con dos abultados maletines llenos de papeles y carpetas y le dijo:
—Aquí lo tienes, pero yo no te he dado nada.
Se marchó de inmediato. Clay examinó el material y le pidió a un antiguo amigo suyo del colegio universitario que estudiara la fiabilidad de los datos. El amigo era un conocido médico de Baltimore.
—¿Puedes fiarte de ese amigo? —preguntó Battle.
Antes de que Clay tuviera tiempo de contestar, Battle le echó una mano con la respuesta.
—Ésta es la esencia de todo, Clay. Si los del FBI no saben que disponías de esos documentos secretos cuando vendiste las acciones al descubierto, no pueden acusarte de haberte beneficiado de esa información privilegiada. Tienen los datos de las transacciones bursátiles, pero éstos no bastan por sí solos. Tienen que demostrar que tú disponías de información.
—¿Te parece que hable con mi amigo de Baltimore?
—No. Si los federales saben algo de él, podrían haberle pinchado los teléfonos, en cuyo caso no pasarías en la cárcel cinco años sino siete.
—¿Quieres hacer el favor de dejar de repetírmelo?
—Y si los federales no conocen su existencia —prosiguió Battle—, tú podrías conducirlos involuntariamente hasta él. Lo más seguro es que estén vigilándote, incluso que te hayan pinchado los teléfonos. Yo que tú me desharía de los informes de la investigación. Limpiaría mis ficheros, por si acaso se les ocurre presentarse con un requerimiento judicial. Y rezaría mucho, pidiendo que Max Pace esté muerto o escondido en Europa.
—¿Algo más? —preguntó Clay, dispuesto a ponerse a rezar.
—Ve a ver a Patton French, asegúrate de que la procedencia del informe sobre las investigaciones no se te pueda atribuir. A juzgar por su aspecto, este asunto del Dyloft no ha hecho más que empezar.
—Eso me dicen.
La dirección del remite era la de la cárcel. Aunque tenía a muchos antiguos clientes entre rejas, Clay no podía recordar a nadie que se llamara Paul Watson. Abrió el sobre y sacó una carta de una sola página, muy pulcra y escrita con un procesador de textos. La carta decía lo siguiente:
Apreciado señor Carter:
Es posible que usted me recuerde por el nombre de Tequila Watson. Me he cambiado de nombre porque el antiguo ya no encaja conmigo. Leo cada día la Biblia y mi personaje preferido es el apóstol Pablo, por eso he elegido su nombre. Tengo aquí a alguien que me hará legalmente el cambio.
Necesito un favor: que se ponga en contacto con la familia de Pumpkin y les diga que lamento mucho lo que ocurrió. He rezado a Dios y él me ha perdonado. Me sentiría mucho mejor si la familia de Pumpkin también lo hiciera. Sigo sin creer que pudiera matarlo sin más. Pienso que no fui yo quien lo mató sino el demonio. Pero no tengo excusa.
Sigo desenganchado. Circula mucha droga por la cárcel, muchas cosas malas, pero Dios me ayuda a superarlo todo.
Le agradecería que me escribiera. No recibo muchas cartas. Lamenté que tuviera que dejar de ser mi abogado. Pensaba que era usted un buen tío. Con mis mejores saludos,
PAUL WATSON
Espera un poco, Paul, murmuró Clay para sus adentros. Al paso que voy, puede que pronto seamos compañeros de celda. El timbre del teléfono lo sobresaltó. Era Ridley desde St. Barth. Quería volver a casa. ¿Podía Clay enviarle por favor el jet al día siguiente?
«Faltaría más, cariño». Hacer volar el maldito cacharro sólo costaba tres mil dólares la hora. Las cuatro horas del viajecito de ida y vuelta significaban veinticuatro mil dólares, pero eso no era más que una gota en un cubo de agua comparado con lo que ella estaba gastándose en el chalé.