Mientras los Orioles estaban seis carreras por detrás nada menos que ante los Devil Rays, el señor Ted Worley despertó de una siesta muy insólita en él y dudó entre levantarse para ir al lavabo o esperar hasta la séptima entrada. Llevaba una hora durmiendo, lo que no era muy frecuente, pues cada tarde hacía la siesta a las dos en punto. Los Orioles eran muy aburridos, pero jamás hasta el extremo de provocarle sueño.
Sin embargo, después de la pesadilla del Dyloft no quería forzar los límites de su vejiga. Prefería no tomar mucho líquido y había eliminado por completo la cerveza. No quería sentir la menor presión en las cañerías de allí abajo; si tenía que ir al lavabo, no lo dudaba ni por un instante. ¿Y si se perdía algún lanzamiento? Se encaminó hacia el pequeño cuarto de baño de invitados contiguo al dormitorio donde la señora Worley permanecía sentada en su mecedora, haciendo los bordados que ocupaban casi toda su vida. Cerró la puerta a su espalda, se bajó la bragueta y empezó a orinar. Una ligera sensación de ardor lo indujo a mirar hacia abajo y, en cuanto lo hizo, estuvo a punto de desmayarse.
Su orina era rojiza y oscura, del color de la herrumbre. Emitió un gemido y apoyó una mano contra la pared para no perder el equilibrio. Al terminar, no tiró de la cadena; en su lugar, se sentó en la taza y permaneció así unos minutos, tratando de serenarse.
—¿Qué estás haciendo ahí dentro? —le gritó su mujer.
—Eso no es asunto tuyo —contestó él en tono desabrido.
—¿Te encuentras mal, Ted?
—Estoy divinamente.
Pero no lo estaba. Se puso de pie, levantó la tapa, echó un nuevo vistazo a la mortífera tarjeta de visita que su cuerpo acababa de soltar, tiró finalmente de la cadena y regresó al estudio. Ahora los Devil Rays estaban a ocho, pero el partido ya había perdido cualquier interés que hubiera podido tener en la primera entrada. Veinte minutos después, tras haberse bebido tres vasos de agua, el señor Worley bajó disimuladamente al sótano y orinó en un pequeño cuarto de baño, lo más lejos posible de su mujer.
Llegó a la conclusión de que se trataba de sangre. Los tumores habían vuelto por sus fueros y, cualquiera que fuese su forma actual, estaba claro que eran mucho más graves que los anteriores.
A la mañana siguiente, mientras se tomaba una tostada con mermelada, le confesó la verdad a su mujer. Habría preferido ocultársela el mayor tiempo posible, pero ambos estaban tan unidos que los secretos, especialmente los relacionados con la salud, eran muy difíciles de guardar. Ella asumió de inmediato el mando de la situación, llamando al urólogo, pegándole ladridos a la secretaria y concertando una visita para poco después del almuerzo. Era un caso urgente y no podía esperar hasta el día siguiente.
Cuatro días después, los análisis revelaron la presencia de unos tumores malignos en los riñones del señor Worley. En el transcurso de las cuatro horas que duró la intervención, los cirujanos extirparon todos los tumores que pudieron encontrar.
El jefe de urología estaba siguiendo muy de cerca la evolución del paciente. Un colega de un hospital de Kansas City le había comentado un caso idéntico el mes anterior; se trataba de una aparición de tumores renales posteriores a la toma del Dyloft. El paciente de Kansas City estaba sometiéndose en aquellos momentos a sesiones de quimioterapia, pero su salud se deterioraba por momentos.
Lo mismo cabía esperar en el caso del señor Worley, a pesar de que el oncólogo se mostró mucho más cauto durante la primera visita tras la intervención. La señora Worley, sin dejar de bordar, se quejó de la calidad de la comida del hospital; no esperaba que fuese exquisita, pero habrían podido servirla un poco más caliente, ¿no? Con el precio que pagaban… El señor Worley se escondió bajo las sábanas de su cama y se entretuvo mirando la televisión. Tuvo la amabilidad de quitar el sonido cuando llegó el oncólogo, aunque estaba tan triste y deprimido que no le apetecía hablar con nadie.
Lo darían de alta en cuestión de una semana y, en cuanto hubiera recuperado suficientemente las fuerzas, iniciarían un agresivo tratamiento contra el cáncer. El señor Worley estaba llorando cuando terminó la reunión.
En el transcurso de una nueva conversación con su colega de Kansas City, el jefe de Urología se enteró de la existencia de un nuevo caso. Los tres pacientes habían sido incluidos en el Grupo Uno de los demandantes contra el Dyloft. Ahora estaban muriéndose. Se mencionó el nombre de un abogado. El paciente de Kansas City estaba representado por un pequeño bufete jurídico de la ciudad de Nueva York.
Para un médico, el hecho de poder facilitar el nombre de un abogado capaz de presentar una demanda contra otro constituía una experiencia de lo más insólita y gratificante, por cuyo motivo el jefe de Urología estaba firmemente decidido a disfrutar al máximo de aquel momento. Entró en la habitación del señor Worley, se presentó, pues no se conocían, y le explicó el papel que desempeñaría en el tratamiento. El señor Worley estaba harto de los médicos y, de no haber sido por los tubos que se entrecruzaban en su devastado cuerpo, habría recogido sus cosas y se habría largado. La conversación no tardó en centrarse en el Dyloft, después en el acuerdo de indemnización y, finalmente, en los fértiles campos de la profesión jurídica. Eso desató las iras del anciano; el rostro se le congestionó de rabia y la furia le arrancó destellos de los ojos.
El acuerdo de indemnización por daños y perjuicios, a pesar de lo exiguo de la suma, se concertó en contra de su voluntad. ¡Unos míseros cuarenta y tres mil dólares tras quedarse el abogado con su parte correspondiente! Tras llamar varias veces había conseguido hablar con un amable joven, quien le había aconsejado que leyese la letra pequeña del montón de documentos que había firmado. Una cláusula de autorización previa permitía al abogado llegar a un acuerdo siempre y cuando la suma superara un umbral tremendamente bajo. El señor Worley había enviado dos cartas envenenadas dirigidas al señor Carter, ninguna de las cuales había obtenido respuesta.
—Yo era contrario a la firma del acuerdo —repetía una y otra vez el señor Worley.
—Creo que ahora ya es demasiado tarde —añadía una y otra vez la señora Worley.
—Puede que no —dijo el médico, y les habló del paciente de Kansas, un hombre que se encontraba en una situación muy similar a la suya—. Ha contratado a un abogado para que demande a su abogado —explicó con gran satisfacción.
—Estoy de abogados hasta la coronilla —espetó el señor Worley. «Y también de los médicos si he de serle sincero», pensó, pero se abstuvo de decirlo.
—¿Puede darnos su número de teléfono? —preguntó la señora Worley.
Tenía las ideas mucho más claras que su marido. Por desgracia, ya se estaba adelantando a los acontecimientos de uno o dos años después, cuando Ted ya hubiera desaparecido.
El urólogo tenía casualmente el número.
Lo único que temían los abogados especializados en demandas colectivas por daños y perjuicios era la intervención de uno de los suyos. De un traidor que les siguiese la pista y descubriera sus errores. Se trataba de una subespecialización en la cual unos abogados extremadamente buenos y agresivos demandaban a sus compañeros de profesión por los malos acuerdos concertados. Helen Warshaw estaba escribiendo el manual de instrucciones.
Para ser una raza que alegaba profesar tanto amor a las salas de justicia, los abogados especializados en demandas colectivas por daños y perjuicios no se mostraban muy proclives a sentarse en la mesa de la defensa, mirando tímidamente a los miembros del jurado mientras su economía personal era vilmente maltratada. La vocación de Helen Warshaw consistía en sentarlos allí y ponerlos en su sitio.
Sin embargo, aquello raras veces ocurría. Por lo visto, sus gritos de «¡Vamos a demandar al mundo!» y «¡Nos encantan los jurados!» sólo se aplicaban a los demás. Enfrentado con la prueba de la responsabilidad, nadie se precipitaba a llegar a un acuerdo de indemnización con mayor rapidez que un abogado especialista en demandas colectivas. Nadie, ni siquiera un médico culpable de negligencia, eludiría más enérgicamente las salas de justicia que un abogado de esos que se anunciaban por televisión y en las vallas publicitarias cuando era atrapado concertando un acuerdo que era una pura estafa.
Warshaw tenía cuatro casos de Dyloft en su despacho de Nueva York y estaba sobre la pista de otros tres cuando recibió la llamada de la señora Worley. Su pequeño bufete tenía también un expediente sobre Clay Carter y otro mucho más voluminoso sobre Patton French. Seguía la marcha de los aproximadamente veinte bufetes especializados en demandas conjuntas del país y de docenas de las más importantes acciones legales colectivas. Tenía muchos clientes y cobraba sus buenos honorarios, pero nada la apasionaba tanto como el fiasco del Dyloft.
Tras conversar unos cuantos minutos con la señora Worley, Helen comprendió exactamente lo que había ocurrido.
—Estaré allí a las cinco —dijo.
—¿Hoy?
—Sí. Esta misma tarde.
Se dirigió al aeropuerto Dulles y cogió el puente aéreo. No disponía de un jet privado por dos motivos muy importantes: primero, era muy prudente con su dinero y consideraba que no había que despilfarrarlo; segundo, si alguna vez alguien llegaba a demandarla, no quería que un jurado oyese hablar de que tenía su propio avión. El año anterior, en el único caso que había conseguido llevar ante los tribunales, le había mostrado al jurado unas grandes fotografías en color de los jets del abogado demandado, vistos por dentro y por fuera. El jurado se había quedado de una pieza. Fijó una multa ejemplar de veinte millones de dólares.
Warshaw alquiló un automóvil —no una limusina— y localizó el hospital en Bethesda. La señora Worley había reunido todos los papeles, que Warshaw se pasó una hora examinando. Mientras tanto, el señor Worley echaba la siesta. Cuando despertó, se negó a hablar. Se mostraba muy reticente con los abogados y más todavía con las agresivas y entrometidas letradas de Nueva York. En cambio, su esposa disponía de tiempo y se sentía más cómoda hablando con una mujer.
Ambas bajaron al bar para tomarse un café y mantener de paso una larga conversación.
El principal culpable era y seguiría siendo Ackerman. Había fabricado un mal medicamento, se las había ingeniado para acelerar el procedimiento de autorización, no había llevado a cabo las pruebas adecuadas y había ocultado todo lo que sabía al respecto. Ahora el mundo estaba enterándose de que el Dyloft era todavía más peligroso de lo que se creía al principio. La señora Warshaw ya había reunido unas pruebas convincentes que demostraban la indudable relación entre los tumores recurrentes y el Dyloft.
El segundo culpable era el médico que había recetado el fármaco, si bien su responsabilidad debía considerarse más limitada. Había confiado en Ackerman. El medicamento obraba prodigios. Etcétera.
Por desgracia, los primeros dos culpables habían sido plena y totalmente exonerados de cualquier responsabilidad al dar el señor Worley su conformidad al acuerdo por daños y perjuicios a que se había llegado tras la presentación de la demanda colectiva en Biloxi. A pesar de que el médico que había recetado el medicamento para el tratamiento de la artritis no había sido demandado, el acuerdo global de exención de responsabilidades también lo incluía.
—Pero Ted no quería aceptar el acuerdo —repetía una y otra vez la señora Worley.
No importaba. Lo había aceptado. Había autorizado a su abogado a concertar el acuerdo. El abogado lo había hecho, convirtiéndose de esa manera en el tercer culpable. Y en el único que podía ser demandado.
Una semana después, la señora Warshaw presentó una demanda contra J. Clay Carter, F. Patton French, M. Wesley Saulsberry y todos los demás abogados conocidos y desconocidos que se habían apresurado a llegar a un acuerdo de indemnización por daños y perjuicios con el fabricante del Dyloft. El principal demandante era, una vez más, el señor Ted Worley, de Upper Marlboro, Maryland, en nombre de todas las personas perjudicadas, conocidas y desconocidas en aquel momento. La demanda se presentó ante el tribunal de distrito para el Distrito de Columbia, no demasiado lejos del bufete de JCC.
Tomando prestada una página del «reglamento de juego» del propio acusado, Helen Warshaw envió por fax fotocopias de su demanda a una docena de importantes periódicos quince minutos después de haberla presentado.
Un antipático y corpulento alguacil se presentó a la recepcionista del bufete de Clay y pidió ver al señor Carter.
—Es urgente —insistió.
Lo enviaron al fondo del pasillo, donde tuvo que vérselas con la señorita Glick. Ésta llamó a su jefe, quien salió a regañadientes de su despacho y recibió los documentos que iban a amargarle el día. Y muy probablemente el año.
Cuando Clay terminó de leer el texto de la demanda conjunta, los periodistas ya estaban llamando. Oscar Mulrooney se encontraba a su lado; la puerta del despacho estaba cerrada.
—Jamás había oído nada semejante —murmuró Clay, dolorosamente consciente de que había muchas cosas que no sabía acerca del negocio de las acciones colectivas por daños y perjuicios.
No tenía nada en contra de una buena emboscada, pero las empresas a las que él había demandado por lo menos sabían que podían tener problemas. Los laboratorios Ackerman estaban al corriente de que el Dyloft era peligroso antes de lanzarlo al mercado. La firma Hanna Portland Cement ya tenía a unos expertos estudiando sobre el terreno las reclamaciones iniciales en el condado de Howard. Goffman ya había sido demandado por Dale Mooneyham por el Maxatil, y otros abogados estaban estrechando el cerco. Pero ¿aquello? Clay no tenía la menor idea de que Ted Worley hubiera vuelto a ponerse enfermo. No tenía el menor conocimiento de que hubiera algún problema en el país entero. No era justo.
Mulrooney estaba tan aturdido que ni siquiera podía hablar.
A través del interfono la señorita Glick anunció:
—Clay, está aquí un reportero del Washington Post.
—Péguele un tiro a este hijo de puta —masculló Clay.
—¿Eso quiere decir que no vas a recibirlo?
—¡Eso quiere decir que se vaya a la mierda!
—Dígale que Clay no está —consiguió intervenir Oscar.
—Y llame al servicio de seguridad —añadió Clay.
La trágica muerte de un íntimo amigo no le hubiese producido mayor congoja. Hablaron de la mejor manera de afrontar la situación. ¿Cómo contestar y cuándo? ¿Convenía que prepararan rápidamente un agresivo mentís y lo presentaran aquel mismo día? ¿O que hicieran copias y las enviaran por fax a la prensa? ¿Y si Clay hablara con los reporteros?
No decidieron nada porque no podían tomar ninguna decisión. Los demás tenían la sartén por el mango, y ellos estaban pisando un territorio desconocido.
Oscar se ofreció a difundir la noticia en el bufete, presentándolo todo bajo una luz positiva para elevar la moral de la gente.
—Si me he equivocado, pagaré las consecuencias —dijo Clay.
—Esperemos que el señor Worley sea el único de ese bufete.
—Ésta es la gran pregunta, Oscar. ¿Cuántos Ted Worley hay ahí fuera?
Conciliar el sueño le resultó imposible. Ridley estaba en St. Barth dirigiendo las obras de reforma del chalé, y él se alegraba de que así fuera. Se sentía humillado y avergonzado, pero por lo menos ella no se había enterado.
Pensó en Ted Worley. No estaba enfadado con él, al contrario. Las reclamaciones en las demandas solían carecer de fundamento, pero no en ese caso. Su antiguo cliente no estaría alegando que padecía unos tumores malignos si éstos no existieran realmente. El cáncer del señor Worley no lo había provocado un mal abogado, sino un mal medicamento. Sin embargo, el hecho de haberse apresurado a concertar un acuerdo de sesenta y dos mil dólares en concepto de daños y perjuicios cuando el caso valía en último extremo varios millones de dólares olía a violación de cualquier principio ético y a codicia. ¿Quién hubiera podido reprocharle a aquel hombre que contraatacase?
Durante la larga noche, Clay no hizo más que compadecerse de sí mismo y sufrir por su orgullo herido, la humillación a que se vería expuesto ante sus colegas, amigos y empleados, el temor al mañana y al varapalo que le daría la prensa sin que nadie saliese en su defensa.
Había momentos en que sentía pánico. ¿Y si llegaba a perderlo todo? ¿Sería aquello el principio del fin? El juicio llamaría enormemente la atención del jurado, ¡que estaría a favor de la otra parte! Cada caso valdría millones.
Bobadas. Con los veinticinco mil casos del Maxatil que lo esperaban, resistiría lo que le echasen.
Al final, sin embargo, todos los pensamientos volvían al señor Worley, un cliente a quien su abogado no había protegido. El remordimiento era tan grande que experimentaba el impulso de llamar a aquel hombre y pedirle perdón. Quizá convendría que le escribiese una carta. Recordaba con toda claridad las que él le había enviado. Clay y Jonah se habían tronchado de risa leyéndolas.
Poco después de las cuatro de la madrugada se preparó la primera taza de café. A las cinco, se conectó a Internet y leyó el Post. En las últimas veinticuatro horas no se había producido ningún ataque terrorista. Ningún asesino en serie había hecho de las suyas. Los miembros del Congreso se habían ido a casa. El presidente estaba de vacaciones. Aquel día la prensa andaba un poco escasa de noticias, por consiguiente, ¿por qué no publicar en primera plana y a media página la fotografía del sonriente rostro del Rey de los Pleitos? El primer párrafo decía:
El abogado de Washington J. Clay Carter, el presunto y más reciente Rey de los Pleitos, tuvo que tomarse ayer una dosis de su propia medicina al ser demandado por algunos clientes suyos descontentos. La demanda alega que Carter, que al parecer el año pasado se embolsó 110 millones de dólares en honorarios, concertó precipitadamente un acuerdo por daños y perjuicios por unas sumas muy bajas, en lugar de los millones que habrían correspondido.
Los ocho párrafos restantes no eran mejores. Durante la noche había sufrido un grave ataque de diarrea, y de pronto tuvo que ir corriendo al cuarto de baño.
El reportero del Wall Street Journal echaba mano de toda la artillería pesada. En primera página, lado izquierdo, una horrible caricatura del sonriente y relamido rostro de Clay.
¿ESTÁ EL REY DE LOS PLEITOS A PUNTO DE SER DESTRONADO?, rezaba el titular. El tono del artículo daba a entender que existía la posibilidad de que Clay fuese acusado y encarcelado y no simplemente destronado. Todos los grupos empresariales de Washington se mostraban dispuestos a manifestar su opinión sobre el tema y a duras penas podían ocultar su satisfacción. Qué curiosa ironía que ahora estuvieran tan contentos de que hubiera otra demanda. El presidente de la Academia Nacional de Abogados no tenía ningún comentario que hacer.
¡Y se trataba del único grupo que jamás había vacilado en su inquebrantable apoyo a los abogados! El siguiente párrafo explicaba el porqué. Helen Warshaw era miembro activo de la Academia de Abogados de Nueva York. De hecho, sus méritos eran impresionantes. Abogada habilitada para actuar ante las más altas instancias judiciales. Editora de la Law Review de la Universidad de Columbia. Treinta y ocho años, aficionada a correr maratones y calificada por un antiguo contrincante como «brillante y tenaz».
«Una combinación letal», pensó Clay mientras corría de nuevo al cuarto de baño.
Sentado en la taza del váter, comprendió que en este caso los abogados no tomarían partido. Se trataba de una disputa familiar. No cabía esperar simpatía ni defensores.
Una fuente anónima señalaba que los demandantes eran doce. Se esperaba una certificación conjunta porque estaba previsto que el número creciese.
—¿Cuánto? —se preguntó Clay en voz alta mientras preparaba más café—. ¿Cuántos Worley hay aquí fuera?
El señor Carter, de treinta y dos años, no había podido ser localizado, y por consiguiente se ignoraba su opinión. Patton French había calificado la iniciativa de «frívola», un calificativo que, según el reportaje, había pedido prestado nada menos que de las ocho compañías a las que había demandado en el transcurso de los últimos cuatro años. Incluso se atrevía a afirmar que la demanda «olía a conspiración de los proponentes de la reforma de la legislación relativa a los daños y perjuicios y de sus benefactores, la industria aseguradora». Quizás el reportero hubiera pillado a Patton después de beberse unos cuantos vodkas.
Había que tomar una decisión. Puesto que estaba aquejado de una auténtica dolencia, Clay podía ocultarse en casa y capear el temporal desde allí. O bien podía presentarse ante el mundo cruel y enfrentarse con cuanto le echaran. Lo que de veras hubiera deseado hacer era tomarse un somnífero, regresar a la cama y despertar una semana más tarde cuando la pesadilla ya hubiera terminado. Mejor todavía, subir al avión y reunirse con Ridley.
A las siete ya estaba en el despacho con cara de pelea, cargado de café, brincando por los pasillos, gastando bromas y riéndose con los colaboradores del primer turno, haciendo chistes muy malos acerca de la llegada de otros oficiales del juzgado, de entrometidos reporteros husmeando por todas partes y citaciones judiciales de todas clases. Fue una actuación vibrante, sensacional, muy necesaria y apreciada por los miembros del bufete.
El número se prolongó hasta media mañana, cuando la señorita Glick lo dio bruscamente por terminado entrando en su despacho abierto para anunciar:
—Clay, los dos agentes del FBI están aquí otra vez.
—¡Estupendo! —exclamó él, frotándose las manos como si se dispusiera a propinarles una paliza a los dos.
Spooner y Lohse se presentaron con una sonrisa muy tensa y ni siquiera le estrecharon la mano. Clay cerró la puerta, apretó los dientes y decidió seguir adelante con su representación. Pero el cansancio estaba haciendo mella en él. Y también el miedo. Esta vez el que hablaba era Lohse mientras Spooner tomaba notas. La fotografía de Clay en la primera página del periódico seguramente les había hecho recordar que le debían una visita. El precio de la fama.
—¿Sabe algo de su amigo Pace? —preguntó Lohse para empezar.
—No, no ha dicho ni pío.
Y era cierto. Cuánto habría agradecido el consejo de Pace en aquel momento de crisis…
—¿Está seguro?
—¿Acaso está sordo? —le soltó Clay. Estaba perfectamente dispuesto a pedir que se marcharan en caso de que sus preguntas empezaran a resultarle embarazosas. Eran unos simples investigadores, no unos abogados de la investigación—. He dicho que no.
—Creemos que estuvo en la ciudad la semana pasada.
—Bien por ustedes. Yo no lo he visto.
—Usted presentó una demanda contra los laboratorios Ackerman el día 2 de julio del año pasado, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Poseía usted acciones de la empresa con anterioridad a la presentación de la demanda?
—No.
—¿Vendió usted al descubierto y después volvió a comprar a un precio más bajo?
Por supuesto que lo había hecho, siguiendo el consejo de su buen amigo Pace, y ellos ya conocían la respuesta a la pregunta. Estaba seguro de que debían de tener los datos de las transacciones. Tras su primera visita, Clay había estado estudiando a fondo toda la legislación relacionada con los fraudes bursátiles y la información privilegiada. En su opinión, su situación estaba poco clara, era un tanto confusa y habría sido mejor evitarla, pero él distaba mucho de ser culpable. Viendo las cosas retrospectivamente, más le hubiese valido no entrar en aquel negocio. Ojalá no lo hubiera hecho, pensó una y otra vez.
—¿Me están investigando por algo? —preguntó.
Spooner empezó a asentir con la cabeza antes de que Lohse contestara:
—Sí.
—Pues entonces, la reunión ha terminado. Mi abogado se pondrá en contacto con ustedes.
Clay se levantó y se encaminó hacia la puerta.