La señorita Glick parecía un poco alterada a través del interfono.
—Son dos, Clay —dijo casi en un susurro—. El FBI.
Los que son nuevos en el juego de las demandas conjuntas por daños y perjuicios suelen mirar a un lado y a otro como si lo que están haciendo fuera en cierto modo ilegal. Pero, con el tiempo, se les endurece tanto el pellejo que se creen de Teflon. Clay dio un respingo ante la sola mención del FBI, y de inmediato se avergonzó de su propia cobardía. Estaba seguro de no haber hecho nada malo. Eran dos jóvenes y pulcros agentes que exhibieron sus placas, y parecían especialmente entrenados para impresionar a cualquiera que estuviese mirando. El negro se llamaba Spooner y el blanco, Lohse. Pronunciado «lush». Se desabrocharon la chaqueta al mismo tiempo mientras se acomodaban en el «rincón de los poderosos» del despacho de Clay.
—¿Conoce usted a un hombre llamado Martin Grace? —preguntó Spooner.
—No.
—¿Y a Mike Packer?
—No.
—¿Nelson Martin?
—No.
—¿Max Pace?
—Sí.
—Todos son la misma persona —explicó Spooner—. ¿Tiene usted alguna idea de dónde puede estar?
—No.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
Clay se acercó a su escritorio, tomó un calendario y regresó a su sillón. Procuró buscar alguna evasiva mientras intentaba organizar sus pensamientos. No estaba obligado, bajo ningún pretexto, a responder a las preguntas de aquellos dos. Podía rogarles en cualquier momento que se marcharan y regresasen cuando él contara con la presencia de otro abogado. En caso de que mencionaran el asunto del Tarvan, pondría punto final a la entrevista.
—No estoy seguro —contestó, pasando las páginas—. Han transcurrido varios meses. Más o menos hacia mediados de febrero.
Lohse era el encargado de tomar nota; Spooner era el de las preguntas.
—¿Dónde lo conoció?
—Durante una comida en el hotel en que se alojaba.
—¿Qué hotel?
—No lo recuerdo. ¿Por qué se interesan ustedes por Max Pace? Hubo un rápido intercambio de miradas entre los agentes.
—Eso forma parte de una investigación de la Comisión de Bolsa y Valores —repuso Spooner—. Pace tiene antecedentes de fraude bursátil y uso de información privilegiada. ¿Conoce usted sus antecedentes?
—Pues la verdad es que no. Siempre se mostraba muy impreciso.
—¿Cómo y por qué trabó usted conocimiento con él?
Clay arrojó el calendario sobre la mesa baja.
—Digamos que fue por un asunto de negocios.
—Casi todos los socios de sus negocios van a parar a la cárcel.
Será mejor que busque otra explicación.
—Con eso es suficiente, por el momento. ¿Por qué están ustedes aquí?
—Estamos investigando a los testigos. Sabemos que permaneció un tiempo en el Distrito de Columbia. Sabemos que le hizo una visita en Mustique las pasadas Navidades. Sabemos que en enero vendió al descubierto una considerable cantidad de acciones de Goffman a sesenta y dos dólares y un cuarto la acción la víspera de que usted presentara una importante demanda. Volvió a comprarlas a cuarenta y nueve y ganó varios millones de dólares. Creemos que tuvo acceso a un informe confidencial del Gobierno sobre cierto medicamento de Goffman llamado Maxatil y que utilizó dicha información para cometer fraude bursátil.
—¿Alguna otra cosa?
Lohse dejó de tomar nota y preguntó:
—¿Vendió usted al descubierto acciones de Goffman antes de presentar la demanda?
—No.
—¿Ha tenido alguna vez acciones de Goffman?
—No.
—¿Las han tenido algún familiar, socio del bufete, empresas fantasma, fondos de paraísos fiscales controlados por usted?
—No, no, no.
Lohse se guardó el bolígrafo en el bolsillo. Los buenos policías procuraban ser breves en sus entrevistas iniciales, para que el testigo/objetivo/sujeto sudara un poco y cometiera, tal vez, una tontería. La segunda entrevista sería mucho más larga.
Ambos se levantaron y se encaminaron hacia la puerta.
—Si tuviera alguna noticia de Pace, nos gustaría saberlo —dijo Spooner.
—No cuenten con ello —repuso Clay.
Jamás podría traicionar a Pace, pues ambos compartían demasiados secretos.
—Vaya si contamos, señor Carter. La próxima vez hablaremos de los laboratorios Ackerman.
Después de dos años y de ocho mil millones de dólares en concepto de indemnización por daños y perjuicios, Healthy Living arrojó la toalla. En su opinión, la empresa había tratado de buena fe de poner fin a la pesadilla de sus píldoras adelgazantes Skinny Ben. En una actitud valerosa, había procurado compensar al aproximadamente medio millón de personas perjudicadas que habían confiado en su agresiva campaña publicitaria en la que se advertía debidamente a los consumidores de este medicamento de los posibles riesgos. Había soportado pacientemente los brutales ataques de los tiburones especializados en demandas colectivas por daños y perjuicios y los había hecho ricos. Destrozada, vapuleada y pendiente de un hilo, la empresa había logrado recuperarse, pero ya no podía resistir más.
La gota que había colmado el vaso eran dos descabelladas demandas colectivas presentadas por unos abogados, todavía más sospechosos que los anteriores, que actuaban en representación de varios miles de «pacientes» que habían estado tomando Skinny Ben pero no habían experimentado efectos adversos. Exigían para ellos millones de dólares en concepto de resarcimiento de daños por el simple hecho de haber tomado las píldoras, estar preocupados por esa causa y tal vez seguir estándolo en el futuro, con el consiguiente efecto negativo sobre su ya delicada salud emocional.
Healthy Living se declaró en quiebra al amparo del Capítulo Once y se libró del desastre. Tres de sus divisiones estaban implicadas y la empresa no tardaría en desaparecer. Dejó plantados a todos sus abogados y a todos sus clientes y abandonó el edificio.
La noticia constituyó una sorpresa en el mundillo económico, pero el grupo más sorprendido fue el de los abogados especializados en acciones conjuntas. Al final, habían matado a la gallina de los huevos de oro. Oscar Mulrooney lo vio por Internet, sentado a su escritorio, y cerró la puerta. Según su maravilloso plan, el bufete se había gastado 2,2 millones en anuncios y en pruebas médicas que, hasta el momento, le había permitido captar a doscientos quince clientes legítimos de Skinny Ben. A un acuerdo promedio de ciento ochenta mil dólares, los casos generarían por lo menos cinco millones de dólares en honorarios de abogados, los cuales constituirían la base de su esperada bonificación de finales de año.
En el transcurso de los últimos tres meses no había conseguido que el administrador de la demanda colectiva aprobara sus reclamaciones. Corrían rumores acerca de ciertas desavenencias entre los incontables abogados y asociaciones de consumidores. Otros tenían problemas para cobrar el dinero que, al parecer, estaba a su disposición.
Sudando a mares, se pasó una hora hablando por teléfono, llamando a otros abogados de la demanda conjunta, tratando de ponerse en contacto con el administrador y después con el juez. Un abogado de Nashville que tenía varios centenares de casos, todos ellos presentados con anterioridad a los de Oscar, le confirmó sus peores temores.
—Estamos jodidos —dijo el abogado—. El pasivo de HL es cuatro veces superior a su activo y no dispone de efectivo.
Oscar trató de serenarse, se ajustó el nudo de la corbata, se abrochó los botones de las mangas, se puso la chaqueta y fue a decírselo a Clay.
Una hora después preparó una carta para cada uno de sus doscientos quince clientes sin darles ninguna falsa esperanza. Las cosas se habían puesto francamente feas. El bufete controlaría muy de cerca la quiebra y la actuación de la empresa, y buscaría agresivamente cualquier posible medio de compensación.
Pero había muy pocos motivos para el optimismo.
Dos días después, Nora Tackett recibió la carta. Puesto que el cartero la conocía, éste sabía que había cambiado de domicilio. Ahora Nora vivía en una caravana nueva de doble anchura, más cerca de la ciudad. Como siempre, estaba viendo culebrones en su nuevo televisor de pantalla gigante, comiendo galletitas bajas en grasa, cuando el cartero le dejó en el buzón una carta de un bufete de abogados, tres facturas y unos folletos publicitarios. Había estado recibiendo montones de cartas de los abogados del Distrito de Columbia y todo el mundo en Larkin sabía por qué. Al principio, corrieron rumores de que su acuerdo de indemnización con la empresa fabricante de las píldoras rondaría los cien mil dólares, después ella le comentó a alguien del banco que, a lo mejor, serían doscientos mil dólares. La suma fue creciendo a medida que la gente la iba comentando por todo Larkin.
Ear Jeter, al sur de la ciudad, le vendió la nueva caravana en la certeza de que Nora cobraría cerca de doscientos cincuenta mil dólares de un momento a otro. Además, su hermana MaryBeth había firmado el pagaré a noventa días.
El cartero sabía que el dinero estaba causándole a Nora muchísimos problemas. Todos los Tackett del país la llamaban y le pedían dinero para las fianzas cada vez que se producía alguna detención. A sus hijos o, mejor dicho, a los niños que tenía a su cargo, los traían a maltraer en la escuela porque su madre era muy rica y muy gorda. El padre, que llevaba dos años sin dejarse ver por allí, había regresado de repente a la ciudad y había comentado en la barbería que Nora era la mujer más dulce con la que jamás se hubiera casado. El padre de Nora había amenazado con matarlo, y ésa era otra de las razones de que ella permaneciese en el interior de la caravana, con las puertas cerradas.
Pero casi todas las facturas eran atrasadas. Nada menos que el viernes anterior alguien del banco había comentado, al parecer, que no había ni rastro del acuerdo. ¿Dónde estaba el dinero de Nora? Ésa era la gran pregunta que todos se formulaban en Larkin, Virginia. A lo mejor, estaba dentro del sobre.
Nora salió arrastrando los pies una hora más tarde, tras cerciorarse de que no había nadie en las inmediaciones. Sacó el sobre del buzón y volvió a entrar en la caravana. Sus llamadas al señor Mulrooney no obtuvieron respuesta. Su secretaria le dijo que no se encontraba en la ciudad.
La reunión se celebró muy tarde, justo cuando Clay estaba a punto de abandonar su despacho. Empezó con un asunto muy desagradable y no mejoró.
Crittle entró con la cara muy seria y anunció:
—El agente de nuestro seguro de responsabilidad civil nos comunica que va a cancelar la cobertura.
—¡Cómo! —gritó Clay.
—Ya me ha oído.
—¿Y por qué me lo dice ahora? Estoy llegando tarde a una cena.
—Me he pasado todo el día hablando con ellos.
Clay arrojó la chaqueta sobre el sofá y se acercó a la ventana.
—¿Por qué? —preguntó.
—Han hecho una valoración de su actuación y no les gusta lo que han visto. Los veinticuatro mil casos del Maxatil los asustan. Si algo fallara, el riesgo sería excesivo. Es probable que sus diez millones no fueran más que una gota en un vaso, y por eso prefieren abandonar el barco.
—¿Y pueden hacerlo?
—Por supuesto que sí. Una aseguradora puede retirar la cobertura en cualquier momento. Tendrán que hacer una devolución, pero eso es pura calderilla. Aquí estamos totalmente desprotegidos. No habrá cobertura.
—No vamos a necesitarla.
—De acuerdo, pero sigo estando preocupado.
—También estaba preocupado por el Dyloft, si mal no recuerdo.
—Y me equivoqué.
—Pues le aseguro que también se equivoca con el Maxatil. Cuando Mooneyham termine con Goffman en Flagstaff, ya verá cómo querrán concertar cuanto antes un acuerdo. Ya están reservando miles de millones para hacer frente a la demanda conjunta. ¿Tiene usted alguna idea de lo que podrían valer esos veinticuatro mil casos? A ver si lo adivina.
—Sorpréndame.
—Cerca de mil millones de dólares, Rex. Y Goffman puede pagarlos.
—Sigo estando preocupado. ¿Y si falla algo?
—Tenga un poco de fe, amigo mío. Estas cosas llevan tiempo. El juicio de allí está fijado para septiembre. Cuando termine, el dinero volverá a llover.
—Nos hemos gastado ocho millones de dólares en anuncios y análisis médicos. ¿Podríamos, por lo menos, ir un poco más despacio? ¿Por qué no puede plantarse en los veinticuatro mil casos?
—Porque no son suficiente —respondió Clay con una sonrisa. Cogió la chaqueta, le dio a Crittle una palmada en la espalda y se fue a cenar.
Tenía que reunirse con un antiguo compañero suyo de habitación del colegio universitario en el Old Ebbitt Grille, de la Quince, a las ocho y media. Se pasó casi una hora esperando en el bar hasta que, al final, sonó su móvil. Su compañero estaba atrapado en una reunión que no tenía visos de terminar y le pedía las consabidas disculpas.
Cuando ya estaba a punto de abandonar el local, Clay miró hacia el restaurante y vio a Rebecca cenando con otras dos mujeres. Volvió sobre sus pasos, se sentó de nuevo en su taburete de la barra y pidió otra cerveza. Era consciente de que, una vez más, Rebecca lo había obligado a detenerse en seco. Deseaba con toda el alma hablar con ella, pero estaba firmemente decidido a no inmiscuirse en sus asuntos. Una visita a los servicios le vendría de perlas.
Mientras pasaba por su lado, Rebecca levantó la vista y de inmediato esbozó una sonrisa. Le presentó a sus dos amigas y él le explicó que estaba en la barra, esperando a un viejo conocido para cenar. El chico estaba retrasándose y tal vez aún tardara un poco, «perdón por la interrupción. Bueno, tengo que irme corriendo. Me he alegrado mucho de verte».
Quince minutos después, Rebecca se dirigió a la abarrotada barra y se situó cerca de él. Muy cerca.
—Sólo tengo un minuto —dijo—. Están esperándome —añadió, señalando con la cabeza el restaurante.
—Tienes una pinta estupenda —dijo Clay, y le costó reprimir el impulso de abrazarla.
—Tú también.
—¿Dónde está Myers?
Rebecca se encogió de hombros como si le importara un bledo.
—Trabajando. Él siempre está trabajando.
—¿Cómo es tu vida de casada?
—Muy solitaria —contestó ella, apartando la mirada.
Clay bebió un sorbo de cerveza. De no haber estado en aquella barra tan llena de gente y con unas amigas esperando allí cerca, Rebecca se lo habría contado todo. Tenía tantas cosas que decirle…¡El matrimonio no funciona! Clay hizo un esfuerzo para no sonreír.
—Sigo esperando —dijo.
Rebecca tenía los ojos empañados cuando se inclinó para darle un beso en la mejilla. Después se fue sin pronunciar palabra.