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Habían alquilado el chalé para una semana, aunque Clay dudaba que pudiera ausentarse tanto tiempo de su despacho. Se levantaba en la ladera de una colina y miraba al animado puerto de Gustavia, un lugar con mucho tráfico, atestado de turistas y de toda clase de barcos que iban y venían. Ridley lo había descubierto en un catálogo de residencias exclusivas en régimen de alquiler. Se trataba de una bonita casa construida de acuerdo con la tradicional arquitectura caribeña, con tejas rojas y largos porches y galerías. Había tantos dormitorios y cuartos de baño que no se podían ni contar, y tenía un chef, dos doncellas y un jardinero. Se instalaron rápidamente y Clay empezó a hojear unas guías inmobiliarias que alguien había tenido la amabilidad de dejar por allí.

El encuentro inicial de Clay con una playa nudista constituyó para él una gran decepción. La primera mujer desnuda que vio era una abuela, un vejestorio arrugado que, debidamente aconsejado, habría tenido que tapar mucho más de lo que enseñaba. Poco después se acercó su marido, con un voluminoso vientre colgante que le cubría las partes, un salpullido en el trasero y cosas peores. La desnudez estaba pagando injustamente el pato. Como era de esperar, Ridley se encontraba en su elemento, y se pasó un buen rato paseando por la playa mientras la gente volvía la cabeza para mirarla. Tras permanecer un par de horas allí, ambos huyeron del calor y disfrutaron de un exquisito almuerzo de dos horas en un fabuloso restaurante francés. Los mejores restaurantes eran franceses, y estaban repartidos por toda la isla.

En Gustavia reinaba un gran ajetreo. Hacía calor, y aunque estaban en temporada alta, alguien había olvidado decírselo a los turistas. Éstos ocupaban todas las aceras entrando y saliendo de las tiendas y llenando las calzadas con sus todoterrenos y sus vehículos de alquiler. El puerto era un hervidero de pequeñas embarcaciones de pesca que navegaban sorteando los yates de los ricos y famosos.

Mientras que Mustique era un lugar discreto y apartado, St. Barth había sufrido los efectos de un desarrollo inmobiliario desmedido y de un exceso de visitantes, lo cual no impedía que siguiese siendo una isla encantadora. A Clay le gustaban ambos lugares por igual. Ridley, que estaba mostrando un gran interés por las propiedades de las islas, prefería St. Barth por las tiendas y la comida. Le gustaban las ciudades animadas y la gente. Necesitaba que alguien la admirase.

Pasados tres días, Clay se quitó el reloj de pulsera y adquirió la costumbre de dormir en una hamaca del porche. Ridley leía libros y se pasaba largas horas viendo viejas películas. El aburrimiento ya estaba empezando a dejar sentir sus efectos cuando Jarrett Carter entró en el puerto de Gustavia a bordo de su soberbio catamarán, el Ex Litigator. Clay se había sentado en un bar de las inmediaciones del muelle y bebía un refresco mientras esperaba a su padre.

La tripulación estaba integrada por una alemana cuarentona con unas piernas tan largas como las de Ridley y un instructor de navegación, un viejo y picarón escocés llamado MacKenzie. Irmgard, la mujer, fue descrita en un primer tiempo como «compañera» de su padre lo que en términos náuticos resultaba un tanto impreciso. Clay los subió a todos a su todoterreno y se los llevó a su chalé, donde se dieron una buena ducha y tomaron unas copas mientras el sol se hundía en el mar. MacKenzie se pasó con el bourbon y no tardó en tumbarse a roncar en una hamaca.

El negocio de la navegación había sido tan flojo como el del alquiler de aviones. El ExLitigator había sido alquilado cuatro veces en seis meses. Su travesía más larga había sido un viaje de ida y vuelta de Nassau a Aruba, tres semanas que reportaron treinta mil dólares de una pareja de jubilados británicos. La más corta había sido una excursión a Jamaica, donde habían estado a punto de perder la embarcación en el transcurso de una tormenta. MacKenzie, que en aquellos momentos no estaba bebido, los había salvado.

Cerca de Cuba se habían tropezado con unos piratas. Las historias se sucedían sin descanso.

Como era de prever, Jarrett quedó deslumbrado al ver a Ridley, y se sintió muy orgulloso de su hijo. Irmgard parecía conformarse con beber, fumar y contemplar las luces de Gustavia allí abajo.

Mucho después de la cena, cuando las mujeres ya se habían retirado a descansar, Clay y Jarrett se dirigieron a otro porche para beber una nueva ronda.

—¿Dónde la has encontrado? —preguntó Jarrett, y Clay le contó una breve historia.

Vivían prácticamente juntos, pero ninguno de los dos pensaba en la posibilidad de una relación más permanente. Irmgard también era un apaño provisional.

En el plano jurídico, Jarrett tenía cien preguntas que formular. Estaba preocupado por el tamaño del nuevo bufete de Clay y se sentía obligado a darle unos consejos gratuitos acerca de la mejor manera de llevar los asuntos. Clay lo escuchó pacientemente. El velero disponía de un ordenador con acceso a Internet, por lo que Jarrett estaba al corriente de la demanda contra el Maxatil y de la mala prensa que la había acompañado. Cuando Clay reveló que ahora tenía veinte mil casos, su padre pensó que eran demasiados para que un solo bufete pudiera llevarlos.

—Es que tú no sabes lo que son las demandas conjuntas por daños y perjuicios —dijo Clay.

—Eso a mí me parece puro exhibicionismo colectivo —replicó Jarrett—. ¿Cuál es tu límite de prácticas abusivas y procedimientos contrarios a la ética?

—Diez millones de dólares.

—No es suficiente.

—Es todo lo que una compañía de seguros podría darme. Tranquilízate, papá, sé lo que hago.

Jarrett no pudo discutir con el éxito. El dinero que su hijo estaba ganando le hacía echar de menos sus días de gloria en las salas de justicia. Aún le parecía oír las lejanas y mágicas palabras del presidente del jurado: «Señoría, nosotros, los miembros de este jurado, fallamos a favor del demandante y le otorgamos una indemnización por daños y perjuicios por valor de diez millones de dólares». Entonces él, Jarrett Carter, abrazaba al demandante, dirigía unas corteses palabras al abogado de la defensa y abandonaba la sala con un nuevo trofeo.

Ambos permanecieron un buen rato en silencio, pues estaban muertos de sueño. Jarrett se levantó y se acercó al extremo del porche.

—¿Has pensado alguna vez en aquel muchacho negro —preguntó, clavando la mirada en la oscuridad de la noche—, el que empezó a pegar tiros sin saber por qué?

—¿Te refieres a Tequila?

—Sí, me hablaste de él en Nassau cuando compramos el barco.

—Sí, pienso en él de vez en cuando.

—Muy bien. El dinero no lo es todo.

Tras decir aquello, Jarrett se fue a la cama.

La excursión alrededor de la isla les ocupó buena parte de la jornada. El patrón parecía haber comprendido los elementos esenciales del gobierno del barco y la forma en que el viento lo afectaba, pero, de no haber sido por MacKenzie se habrían perdido en alta mar y probablemente nunca los hubieran encontrado. El patrón se esforzaba al máximo en gobernar su barco, pero también se distraía contemplando a Ridley, quien se pasaba casi todo el día tostándose desnuda bajo el sol. Jarrett tampoco podía quitarle los ojos de encima. Y lo mismo le ocurría a MacKenzie, sólo que éste era capaz de gobernar un velero incluso dormido.

Almorzaron en una recóndita cueva del norte de la isla. Cerca de St. Marteen, Clay se puso al timón mientras su padre se bebía una cerveza. Se había pasado casi ocho horas medio mareado, e interpretar el papel de patrón no era precisamente lo más apropiado para aliviar su malestar. Él no estaba hecho para vivir a bordo de un barco. La idílica perspectiva de navegar por todo el mundo no lo atraía; hubiera vomitado en todos los grandes océanos. Prefería los aviones.

Tras permanecer dos noches en tierra, Jarrett ya estaba deseando regresar al mar. Padre e hijo se despidieron a primera hora de la mañana siguiente y, a continuación, el catamarán abandonó el puerto de Gustavia sin rumbo fijo. Clay oyó discutir a su padre y a MacKenzie mientras se adentraban en el mar.

Nunca supo cómo se había presentado la agente inmobiliaria en el porche del chalé. A su regreso, se encontró con una encantadora francesa charlando con Ridley mientras saboreaba una taza de café. Explicó que vivía allí cerca y que se había dejado caer un momento para ver cómo estaba la casa, la cual pertenecía a unos clientes suyos, una pareja canadiense metida de lleno en un divorcio muy desagradable. ¿Qué tal iba todo?

—No podría ir mejor —contestó Clay, sentándose—. Es una casa preciosa.

—¿Verdad que sí? —dijo la agente, extasiada—. Es una de las propiedades más bonitas que tenemos. Ahora mismo estaba diciéndole a Ridley que la mandaron construir hace apenas cuatro años, y que sus dueños sólo han estado aquí un par de veces. A él le empezaron a ir mal los negocios y ella empezó a salir con su médico, un auténtico desastre allí arriba en Ottawa, y entonces decidieron ponerla a la venta a un precio muy razonable.

Ridley le dirigió una mirada de complicidad. Clay formuló la pregunta que estaba en el aire.

—¿Cuánto?

—Sólo tres millones de dólares. Empezamos con cinco, pero la verdad es que ahora el mercado está un poco flojo.

Cuando la agente se fue, Ridley atacó a Clay en el dormitorio. El sexo matinal era algo inaudito, pero aun así ambos disfrutaron como fieras. Y lo mismo ocurrió por la tarde. A lo largo de la cena en un estupendo restaurante, ella no le quitó las manos de encima. La sesión de medianoche empezó en la piscina, siguió en el jacuzzi y se prolongó en el dormitorio. Después de toda una noche de orgía, la agente regresó poco antes del almuerzo.

Clay estaba hecho polvo y no parecía muy dispuesto a comprar más propiedades, pero a Ridley le gustaba tanto la casa que acabó por comprarla. En realidad, el precio era más bien bajo, una auténtica ganga, por lo que cuando el mercado volviera a subir podría venderla y obtener un buen beneficio.

Durante la firma de los papeles, Ridley le preguntó a Clay en un aparte si no convendría escriturar la casa a nombre de ella, por motivos tributarios. Ridley sabía tanto sobre los regímenes impositivos francés y estadounidense como él acerca de las leyes de sucesión de Georgia, en caso de que efectivamente las hubiera. «No, qué caray», se dijo para sus adentros, pero a ella le contestó con firmeza:

—No, eso no serviría de nada a efectos tributarios.

Ridley pareció ofenderse, pero el disgusto se le pasó enseguida, en cuanto él se convirtió en propietario. Clay acudió solo a un banco de Gustavia y transfirió el dinero desde una cuenta de un paraíso fiscal. Cuando se reunió con el abogado de la propiedad, lo hizo sin Ridley.

—Me gustaría quedarme aquí un poco más —dijo ella mientras ambos se pasaban una nueva tarde en el porche. Clay tenía previsto marcharse a la mañana siguiente y daba por supuesto que la chica lo acompañaría—. Quisiera arreglar un poco la casa —añadió—. Hablar con el decorador… y simplemente descansar una semana más.

«¿Por qué no? —pensó Clay—. Ahora que soy propietario de la maldita casa, no está mal que alguien la aproveche».

Regresó solo al Distrito de Columbia y, por primera vez en varias semanas, disfrutó de la soledad de su casa de Georgetown.

Durante varias semanas Joel Hanna había considerado la posibilidad de actuar en solitario, él solo a un lado de la mesa, delante de un pequeño ejército de abogados con sus ayudantes al otro lado. Presentaría el plan de viabilidad de la empresa; no necesitaría que nadie lo ayudara al respecto, pues el invento era suyo. Pero Babcock, el abogado de su compañía aseguradora, insistió en implicarse personalmente. Su cliente estaba en primera línea por valor de cinco millones de dólares, por lo que, si él quería estar presente, Joel no podía impedírselo.

Juntos se dirigieron al edificio de la avenida Connecticut. El ascensor se detuvo en el cuarto piso, y entraron en la lujosa e impresionante suite del bufete jurídico de J. Clay Carter II. El logotipo de «JCC» se proclamaba a los cuatro vientos con unas grandes letras de bronce fijadas en la parte superior de una pared que parecía de madera de cerezo, o tal vez de caoba. El mobiliario de la zona de recepción era de elegante estilo italiano. Una agraciada joven rubia detrás de un escritorio de metal cromado y cristal los saludó con una sonrisa profesional y les indicó una estancia al fondo del pasillo. Un abogado llamado Wyatt los recibió en la puerta, los acompañó al interior, se encargó de hacer las presentaciones al grupo del otro lado y viceversa. Mientras Joel y Babcock abrían sus maletines, apareció otra agraciada joven como llovida del cielo para atender sus peticiones de café. Les sirvió con un juego de café de plata con el logotipo JCC grabado en la cafetera y en las tazas de porcelana. Cuando estuvieron satisfactoriamente instalados y todos los preparativos hubieron sido llevados a cabo, Wyatt le ladró a un ayudante:

—Dígale a Clay que ya estamos aquí.

Transcurrió un embarazoso minuto mientras el señor JCC los tenía a todos esperando. Al final, éste entró precipitadamente, sin chaqueta, y volviendo la cabeza para decirle algo a una secretaria, como si con semejante actitud quisiera dar a entender lo muy ocupado que estaba. Se acercó directamente a Joel Hanna y a Babcock y se presentó como si todos estuvieran allí voluntariamente, listos para ponerse a trabajar por el bien común. Después se situó al otro lado del escritorio y se acomodó en su trono real, rodeado por su equipo a una distancia de dos metros y medio.

«Este tío ganó cien millones de dólares el año pasado», no pudo evitar pensar Joel Hanna.

Babcock pensó lo mismo, pero añadió a ello los rumores según los cuales aquel muchacho jamás había intervenido en un litigio civil. Se había pasado cinco años con adictos al crack en los tribunales de lo penal, pero jamás se había visto en el trance de pedirle ni cinco centavos a un jurado. A pesar de la fachada, Babcock detectó ciertas señales de nerviosismo.

—Han dicho ustedes que tenían un plan —dijo el señor JCC—. Oigámoslo.

El plan de viabilidad era muy sencillo. La empresa estaba dispuesta a reconocer, sólo a los efectos de aquella reunión, que había fabricado una partida defectuosa de cemento portland para la industria de la construcción y que, como consecuencia de ello, determinado número de casas de nueva construcción del área de Baltimore tendría que reemplazar sus ladrillos. Habría que crear un fondo de indemnización para resarcir a los propietarios de las viviendas sin ahogar simultáneamente a la empresa. A pesar de la sencillez del plan, Joel tardó media hora en exponerlo.

Babcock habló en representación de la aseguradora. Reconoció que había una cobertura de cinco millones, algo que raras veces revelaba en las primeras fases de un litigio. Su cliente y la firma Hanna crearían un fondo común.

Joel Hanna explicó que su empresa no tenía mucho efectivo, pero estaba dispuesta a endeudarse para resarcir a los damnificados.

—El error es nuestro y tenemos intención de corregirlo —dijo varias veces.

—¿Conoce el número exacto de viviendas de aquí? —preguntó Clay mientras uno de sus ayudantes lo anotaba todo.

—Novecientas veintidós —contestó Joel—. Hemos acudido a los mayoristas, después a los contratistas de obras y finalmente a los subcontratistas. Creo que el número es correcto, pero podría haber una diferencia de un cinco por ciento.

JCC estaba tomando notas. Al terminar, dijo:

—Por consiguiente, si aceptamos una cantidad de veinticinco mil dólares para resarcir debidamente a cada cliente, el total sumaría algo más de veintitrés millones de dólares.

—Estamos seguros de que el arreglo de cada una de las viviendas no costará veinte mil dólares —dijo Joel.

Un ayudante le tendió un documento a JCC.

—Disponemos de los informes de cuatro subcontratistas de obras del condado de Howard. Cada uno de ellos ha examinado los daños in situ y nos ha hecho llegar un presupuesto. El más bajo es de dieciocho mil novecientos dólares y el más alto de veintiún mil quinientos. El promedio de los cuatro es de veinte mil dólares.

—Me gustaría ver esos presupuestos —dijo Joel.

—Puede que más adelante. Además, hay que tener en cuenta otros daños. Los propietarios de estas viviendas tienen derecho a ser resarcidos por su frustración, su desconcierto, la pérdida del disfrute de la propiedad y la angustia emocional. Uno de nuestros clientes sufre graves jaquecas por este motivo. Otro perdió una lucrativa posibilidad de venta a causa del desprendimiento de los ladrillos de la casa.

—Nosotros hemos elaborado unos presupuestos en torno a los doce mil dólares —dijo Joel.

—No aceptaremos un acuerdo de doce mil dólares —declaró JCC, lo que provocó que los del otro lado meneasen la cabeza.

Quince mil dólares habría sido una justa solución de compromiso que permitiría reponer los ladrillos de todas las casas, pero sólo hubiese dejado nueve mil dólares para cada cliente, una vez deducido el tercio correspondiente a los honorarios de JCC. Con diez mil dólares únicamente podrían retirarse los ladrillos viejos y transportar los nuevos a las casas, pero no se podría pagar a los albañiles encargados de terminar el trabajo. Diez mil dólares no servirían más que para agravar la situación: la casa con la capa de yeso al aire, el jardín convertido en un cenagal y montones de ladrillos nuevos en el sendero de entrada pero sin nadie para colocarlos.

Novecientos veintidós casos a cinco mil dólares cada uno equivaldrían a 4,6 millones de dólares en honorarios. JCC hizo rápidamente los cálculos, sorprendiéndose de lo bien que se le daba juntar ceros. El noventa por ciento sería para él, pues tendría que compartirlo con unos pocos abogados que se habían incorporado a última hora a la acción conjunta. No eran unos malos honorarios. Cubrirían el precio del nuevo chalé de St. Barth, donde Ridley aún permanecía escondida sin el menor interés por volver a casa, y después de impuestos apenas quedaría nada.

Con quince mil dólares por demandante, Hanna lograría sobrevivir. Descontando los cinco millones del cliente de Babcock, la empresa podría añadir unos dos millones de dólares en efectivo, que era lo que tenía a mano en aquellos momentos, y destinarlos a la fábrica y el equipamiento. Se necesitaría un fondo común de quince millones de dólares para cubrir todas las posibles reclamaciones. Los ocho millones restantes se podrían pedir prestados a los bancos de Pittsburgh. Sin embargo, Hanna y Babcock se guardaron de transmitir semejante información. Aquélla sólo era la primera reunión, y el momento de jugar todas las cartas aún no había llegado.

Todo acabaría reduciéndose a la suma que exigiría JCC a cambio de su esfuerzo. Éste podía negociar un buen acuerdo, tal vez reducir un poco su porcentaje pero seguir ganando un buen puñado de millones, proteger a sus clientes, permitir la supervivencia de una antigua y honrada empresa y cantar victoria.

O bien podía seguir una línea dura que sólo sirviera para provocar el sufrimiento de todos.