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El 1 de mayo, Rex Crittle abandonó la empresa de contabilidad en la que llevaba dieciocho años trabajando y se instaló en el piso de arriba para convertirse en director de finanzas de JCC. Ante la oferta de un impresionante aumento de sueldo y beneficios, sencillamente no había podido negarse. El bufete jurídico era tremendamente próspero, pero crecía con tal rapidez en medio del caos que el negocio estaba fuera de control. Clay le otorgó amplios poderes y lo instaló en un despacho situado al otro lado del pasillo justo delante del suyo.

Aunque apreciaba enormemente el sueldo que cobraba, Crittle se mostraba un tanto escéptico a propósito de los ingresos de los demás. En su opinión, que por el momento se reservaba, casi todos los empleados ganaban demasiado. El bufete disponía ahora de catorce abogados, todos los cuales ganaban por lo menos doscientos mil dólares anuales; de veintiún auxiliares jurídicos, que cobraban setenta y cinco mil cada uno; de veintiséis secretarias, que cobraban cincuenta mil, excepto la señorita Glick, que se llevaba sesenta mil; aproximadamente una docena de administrativos de todo tipo, que ganaban un promedio de veinte mil dólares; y cuatro ordenanzas a quince mil dólares cada uno. Un total de setenta y siete personas, sin contar a Crittle y Clay. Si a ello se añadía el coste-beneficio, el total anual de la nómina ascendía a 8,4 millones de dólares, y aumentaba prácticamente cada semana.

El alquiler era de setenta y dos mil dólares mensuales. Los gastos de oficina —ordenadores, teléfonos, servicios, la lista era muy larga— de unos cuarenta mil dólares mensuales. El Gulfstream, que era el mayor despilfarro de todos los que se estaban haciendo y el único elemento del que Clay no podía prescindir, le costaba a la empresa trescientos mil dólares en pagos mensuales y otros treinta mil para los pilotos, el mantenimiento y los gastos de hangar. Los beneficios del alquiler que Clay esperaba aún no figuraban en los libros. Uno de los motivos era que él no quería que nadie más utilizase su avión.

Según los números que Crittle controlaba a diario, el bufete desembolsaba al mes un millón trescientos mil dólares en gastos generales, lo que significaba unos 15,6 millones anuales, más o menos. La suma hubiera sido suficiente para aterrorizar a cualquier contable, pero, después del sobresalto del acuerdo del Dyloft y los cuantiosos honorarios que éste había generado, él no estaba precisamente en condiciones de quejarse. Todavía no, por lo menos. Ahora se reunía con Clay por lo menos tres veces a la semana y cualquier comentario acerca de algún gasto discutible recibía la consabida respuesta: «Hay que gastarlo para ganarlo».

Y vaya si lo gastaban. Si los gastos generales le provocaban temblores, los anuncios y las pruebas médicas le producían úlceras de estómago. En el caso del Maxatil, el bufete se había gastado durante los primeros cuatro meses 6,2 millones de dólares en anuncios en la prensa, la radio, la televisión e Internet. Crittle había puesto reparos. «Avante a toda máquina —había sido la respuesta de Clay—. ¡Quiero captar veinticinco mil casos!»

Habían llegado a los dieciocho mil, aproximadamente, pero resultaba casi imposible controlar la situación, porque ésta variaba a cada hora.

Según una hoja informativa on line que Crittle estudiaba a diario, la razón de que el bufete de Carter en el Distrito Federal estuviera captando tantos casos de Maxatil se debía a que muy pocos abogados los buscaban con tanta agresividad. Pero Crittle se guardaba los chismes para él.

—El Maxatil será mucho más rentable que el Dyloft —repetía Clay por todo el despacho para arengar a la tropa. Y parecía creerlo en serio.

El Skinny Ben estaba costándole al bufete mucho menos, pero los gastos se iban acumulando, mientras que los honorarios, no. El 2 de mayo ya se habían gastado seiscientos mil dólares en anuncios y casi otro tanto en pruebas médicas. El bufete tenía ciento cincuenta clientes y Oscar Mulrooney había redactado un memorándum señalando que cada caso valdría un promedio de ciento ochenta mil dólares. Al treinta por ciento, Mulrooney preveía unos honorarios de unos ocho millones de dólares en cuestión de «pocos meses».

El hecho de que una sección del bufete estuviera a punto de generar semejantes resultados, tenía a todo el mundo en ascuas, pero la espera empezaba a ser preocupante. No se había cobrado ni un solo centavo del acuerdo de indemnización de la demanda colectiva del Skinny Ben, un proceso que, en teoría, debería haber sido automático. Centenares de abogados participaban en la acción legal y, como era de prever, ya habían empezado a producirse importantes desacuerdos. Crittle no entendía las complejidades jurídicas, pero ya estaba aprendiendo. Dominaba el tema de los gastos generales y de la insuficiencia de honorarios.

Al día siguiente de la llegada de Crittle al bufete, se produjo la salida de Rodney, aunque no hubo la menor relación entre ambos acontecimientos. Rodney se limitó a recoger sus ganancias e irse a vivir a una bonita casa de una calle muy segura de un barrio residencial con una iglesia en un extremo y una escuela en el otro y un parque a la vuelta de la esquina. Tenía previsto dedicarse en exclusiva a supervisar la formación de sus cuatro hijos. Quizá más adelante viniese un empleo, o quizá no. Se había olvidado de la facultad de Derecho. Con diez millones de dólares en el banco libres de impuestos, no había forjado ningún plan en concreto, su único propósito era ser un buen padre y marido y convertirse en un tacaño. Él y Clay salieron sin que nadie los viera y se dirigieron a un delicatessen de unas puertas más abajo antes de que él abandonara el bufete para siempre, y allí se dijeron adiós. Habían trabajado juntos durante seis años, cinco en la ODO y el último en el nuevo bufete.

—No te lo gastes todo, Clay —le advirtió Rodney a su amigo.

—No puedo. Hay demasiado.

—No cometas locuras.

Lo cierto era que el bufete ya no necesitaba a alguien como Rodney. Los chicos de Yale y los demás abogados se mostraban corteses y atentos con él, sobre todo en atención a su amistad con Clay, pero en realidad era sólo un auxiliar jurídico. Y, por su parte, Rodney ya no necesitaba el bufete. Quería esconder su dinero y protegerlo. En su fuero interno se sentía consternado por la forma en que Clay estaba malgastando semejante fortuna. El despilfarro se acaba pagando.

Puesto que Jonah estaba navegando en un velero y Paulette se encontraba todavía escondida en Londres y, al parecer, no tenía intención de regresar a casa, el antiguo clan ya no existía. Era una pena, pero Clay estaba demasiado ocupado para entregarse a la nostalgia.

Patton French había decidido celebrar una reunión del comité directivo cuya organización exigió un mes por problemas logísticos. Clay preguntó por qué razón no podían hacer las cosas por teléfono, fax y correo electrónico o bien a través de las secretarias, pero French contestó que convenía que los cinco se reunieran un día en la misma habitación. Puesto que la demanda se había presentado en Biloxi, los quería a todos allí.

Ridley era partidaria del viaje. Su trabajo como modelo había tocado prácticamente a su fin; se pasaba el día en el gimnasio y dedicaba varias horas al día a ir de compras. Clay no se quejaba de que dedicase tanto tiempo al gimnasio, pues era algo así como la guinda del pastel; en cambio, las compras lo preocupaban, por más que ella hiciera gala de una considerable moderación. Se podía pasar horas y horas visitando comercios y gastar sólo una modestísima suma.

Un mes antes, después de un largo fin de semana en Nueva York, habían regresado a Washington y se habían dirigido hacia la casa de él. Ella pasó la noche allí; no era la primera vez, ni, evidentemente, sería la última. Aunque ni por un instante se habló de que se fuera a vivir con él, sencillamente ocurrió. Clay no recordaba cuándo se había dado cuenta de que la bata, el cepillo de dientes, los cosméticos y la ropa interior de ella estaban allí. Nunca la vio trasladando sus cosas al apartamento, sino que éstas se materializaron allí. Ella era muy discreta. Pasó allí tres noches seguidas, haciendo siempre lo que debía, casi sin cruzarse en su camino. Por fin, susurró que necesitaba pasar una noche en su propia casa. Durante un par de días ni se hablaron por teléfono. Después, regresó.

Jamás se hablaba de boda, por más que él ya hubiera comprado joyas y ropa suficientes para equipar un harén. No daba la impresión de que ninguno de los dos anduviera en busca de algo más permanente. Ambos disfrutaban de la mutua compañía y camaradería, pero se les iban los ojos detrás de los representantes del sexo opuesto. Ridley estaba envuelta en unos misterios en los que Clay no quería ahondar. Era simpática y guapa a rabiar, no estaba mal en la cama y no parecía ávida de bienes materiales. Pero tenía secretos.

Clay también los tenía. El mayor de ellos era el de que, si Rebecca lo llamaba en el momento apropiado, él lo vendería todo menos el Gulfstream, la subiría a bordo de éste y huiría con ella a Marte.

En lugar de ello, volaría a Biloxi con Ridley, que había elegido para el viaje una minifalda de ante que apenas le cubría lo imprescindible, aunque ella no tenía el menor interés en cubrir nada, pues ambos viajarían solos en el aparato. Mientras sobrevolaban Virginia Occidental, a Clay le pasó fugazmente por la cabeza la idea de arrojársele encima y hacerle el amor. La idea perduró en su mente, pero finalmente consiguió apartarla, en parte por simple frustración. ¿Por qué tenía que ser invariablemente él quien empezara con los juegos y la diversión? Ella siempre se mostraba dispuesta, pero nunca tomaba la iniciativa.

Además, llevaba el maletín lleno de papeles relacionados con el comité directivo.

Una limusina los recogió en el aeropuerto de Biloxi. El vehículo recorrió unos cuantos kilómetros hasta llegar al puerto, donde una lancha rápida estaba esperándolos. Patton French se pasaba casi todo el día en su yate anclado en el Golfo, a quince millas de la costa. En esos momentos estaba batallando con dos esposas. Tenía en marcha un desagradable divorcio. La mujer actual quería la mitad de su dinero y todo su tesoro escondido. La vida era mucho más tranquila en su barquito, tal como él calificaba a su yate de lujo de sesenta metros de eslora.

Los recibió descalzo y en shorts. Wes Saulsberry y Damon Didier ya estaban allí con sendas copas en la mano. Carlos Hernández de Miami estaba al llegar. French los acompañó en un breve recorrido en cuyo transcurso Clay contó por lo menos ocho personas, todas enfundadas en impecables atuendos blancos de marinero, todas a punto para cualquier cosa que él pudiera necesitar. La embarcación tenía cinco niveles y seis camarotes, le había costado veinte millones de dólares, etcétera. Ridley se encerró en un camarote y empezó a probarse ropa.

Los chicos se reunieron para tomar unas copas en «el porche», una pequeña cubierta de madera del nivel superior. En cuestión de dos semanas, French intervendría en un juicio, algo insólito en él, pues por regla general las compañías demandadas preferían soltarle dinero por miedo a lo que pudiera ocurrir. French les dijo que ya estaba deseando empezar y, mientras se bebían una ronda de vodka, aburrió a todos con los detalles.

French se interrumpió en mitad de una frase y quedó boquiabierto al ver algo abajo. En una cubierta inferior acababa de aparecer Ridley en topless y, a primera vista, también sin braguita. En realidad llevaba un bikini tan fino como la seda dental adherido de alguna manera al lugar apropiado. Los tres hombres de más edad se pusieron de pie de un salto y se quedaron sin respiración.

—Es europea —explicó Clay, a la espera del primer infarto—. Cuando se acerca al agua, se quita la ropa.

—Pues entonces, cómprale un barco —dijo Saulsberry.

—Mejor todavía, que se quede con éste —apostilló French, tratando de recuperarse del sobresalto.

Ridley levantó la vista, advirtió la conmoción que estaba causando y se retiró. No cabía la menor duda de que todos los camareros y los miembros del personal de a bordo debieron de seguirla.

—¿Dónde estaba? —preguntó French, volviendo a respirar con normalidad.

—Habías terminado de contarnos una historia —le recordó Didier.

Se estaba acercando otra lancha motora. Era Hernández, acompañado no de una señorita sino de dos. En cuanto subieron a bordo y French los hubo instalado debidamente, Carlos se reunió con los demás en el porche.

—¿Quiénes son las chicas? —preguntó Wes.

—Mis auxiliares jurídicas —contestó Carlos.

—No las conviertas en socias —le dijo French.

Se pasaron unos cuantos minutos hablando de mujeres. Estaba claro que los cuatro habían pasado por varias esposas. Quizá por eso seguían trabajando tanto. Clay permanecía en silencio, dedicado por entero a escuchar.

—¿Qué pasa con el Maxatil? —preguntó Carlos—. Tengo mil casos y no sé muy bien qué hacer con ellos.

—¿Me estáis preguntando qué hacer con vuestros casos? —inquirió Clay.

—¿Cuántos tienes? —quiso saber French.

Acababa de producirse un espectacular cambio de atmósfera; ahora las cosas iban en serio.

—Veinte mil —contestó Clay, tirándose un farol.

La verdad era que no sabía cuántos casos tenía en el despacho. ¿Qué más daba exagerar un poco ante los chicos de los daños y perjuicios?

—Pues yo no he presentado los míos —dijo Carlos—. La demostración de causa efecto podría ser una pesadilla.

Clay ya estaba harto de escuchar aquellas palabras, y no quería volver a hacerlo. Se había pasado casi cuatro meses esperando a que otro peso pesado se arrojara al pozo del Maxatil.

—A mí sigue sin gustarme demasiado —reconoció French—. Ayer estuve hablando con Scotty Gaines en Dallas. Tiene dos mil casos, pero tampoco sabe muy bien qué hacer con ellos.

—Es muy difícil demostrar la existencia de una relación de causa efecto basada exclusivamente en un estudio —intervino Didier mirando a Clay casi como si estuviera soltándole un sermón—. A mí tampoco me gusta.

—El problema es que las enfermedades que provoca el Maxatil también pueden deberse a otros muchos factores —estaba diciendo Carlos—. Yo he tenido a cuatro expertos estudiando el fármaco. Todos aseguran que, cuando una mujer está tomando el Maxatil y desarrolla un cáncer de mama, es imposible establecer un nexo entre la enfermedad y el medicamento.

—¿Se sabe algo de Goffman? —preguntó French.

Clay, que lo que deseaba en ese momento era arrojarse por la borda, bebió un buen trago de vodka y procuró dar la impresión de tener a la compañía acorralada.

—Nada —contestó—. El proceso de presentación de pruebas acaba de empezar. Creo que todos estamos esperando a Mooneyham.

—Ayer estuve hablando con él —dijo Saulsberry.

No les gustaba el Maxatil, pero no lo perdían de vista.

En su breve carrera como abogado especializado en daños y perjuicios, Clay había averiguado que no existía mayor temor que el de perderse algún caso importante. Y el Dyloft le había enseñado que la mayor emoción que uno podía experimentar era la de lanzar un ataque por sorpresa mientras todos los demás estaban durmiendo.

—Conozco muy bien a Mooneyham, —dijo Saulsberry—. Hace años intervinimos juntos en algunos juicios.

—Es un fanfarrón —dijo French, como si la mayor cualidad de un abogado especializado en pleitos fuese la discreción y el que alguien fuera un bocazas constituyese una vergüenza para la profesión.

—Sí, pero es muy bueno. El tío lleva veinte años sin perder un juicio.

—Veintiuno —puntualizó Clay—. Por lo menos, eso fue lo que dijo.

—Bueno, los que sean —replicó Saulsberry, en cuya opinión había cosas más importantes de que hablar—. Tienes razón, Clay, todo el mundo está pendiente de Mooneyham. Incluso Goffman. El juicio se ha fijado más o menos para septiembre. Ellos afirman que quieren ir a juicio. Si Mooneyham logra establecer una relación de causa efecto y demostrar la responsabilidad, es muy posible que la compañía elabore un plan nacional de compensación de daños. Pero si el jurado se pone de parte de Goffman, entonces se desatará una guerra, porque la empresa no querrá pagar ni un centavo a nadie.

—¿Eso según el propio Mooneyham? —preguntó French.

—Sí.

—Es un bocazas.

—Bueno, eso a mí también me lo han dicho —terció Carlos—. Una fuente de información me ha dicho exactamente lo mismo que ahora está diciendo Wes.

—Yo jamás he oído hablar de un demandado que quiera ir a juicio —dijo French.

—Los de Goffman son muy duros de pelar —observó Didier—. Yo los demandé hace quince años. Si consigues demostrar la responsabilidad, aceptarán un acuerdo razonable de indemnización por daños y perjuicios. Pero, como no puedas, estás jodido.

Una vez más, Clay experimentó el impulso de lanzarse al agua. Por suerte, el Maxatil quedó inmediatamente olvidado cuando las dos auxiliares jurídicas cubanas aparecieron en la cubierta de abajo prácticamente desnudas.

—Auxiliares jurídicas y un cuerno —dijo French, forzando la vista para verlas mejor.

—¿Cuál es la tuya? —preguntó Saulsberry, inclinándose hacia delante en su silla.

—Están a vuestra disposición, muchachos —dijo Carlos—. Son unas profesionales. Las he traído como regalo. Nos las iremos pasando unos a otros.

Al oír aquello, los charlatanes de la cubierta superior enmudecieron de golpe.

Una tormenta estalló poco antes del amanecer, quebrando el silencio del yate. French, con una resaca descomunal y una auxiliar jurídica desnuda bajo las sábanas, llamó al patrón desde la cama y le ordenó regresar a la costa. El desayuno se aplazó, lo que careció de importancia, pues nadie tenía apetito. La cena había sido un maratón de cuatro horas de duración, amenizado por historias bélicas judiciales, chistes verdes y las consabidas disputas de última hora de la noche, provocadas por el exceso de alcohol. Clay y Ridley se retiraron muy pronto y cerraron la puerta con dos vueltas de llave.

Mientras el yate permanecía amarrado en el puerto de Biloxi capeando el temporal, los miembros del comité directivo consiguieron revisar todos los documentos y los memorandos que tenían que revisar. Había varias instrucciones destinadas al administrador de la acción conjunta y docenas de espacios en blanco a rellenar con las correspondientes firmas. Para cuando terminaron, Clay estaba mareado y deseaba con toda el alma bajar a tierra.

A pesar de tanto papeleo, los reunidos no habían olvidado el más reciente calendario de los honorarios. Clay, o más exactamente su bufete, no tardaría en percibir otros cuatro millones más de dólares. No cabía duda de que se alegraba de ello, pero no sabía muy bien si los haría efectivos cuando los recibiera. Supondrían un alivio, aunque sólo transitorio.

Sin embargo, le serviría para quitarse de encima a Rex Crittle durante unas cuantas semanas. Rex paseaba nerviosamente arriba y abajo por los pasillos como un hombre a punto de ser padre, a la espera de que se recibieran nuevos honorarios.

Nunca más, se prometió Clay en cuanto desembarcó del yate. Jamás volvería a encerrarse una noche con gente que no fuera de su gusto. Una limusina los trasladó al aeropuerto. Y el Gulfstream los trasladó al Caribe.