La compañía Hanna Portland Cement se había fundado en Reedsburg, Pensilvania, en 1946, justo a tiempo para beneficiarse de la explosión inmobiliaria de la posguerra. No tardó en convertirse en la empresa que más empleo creaba en aquella pequeña ciudad. Los hermanos Hanna la dirigían con mano de hierro, pero se portaban bien con sus obreros, que además eran sus vecinos. Cuando el negocio iba bien, los obreros cobraban salarios elevados. Cuando las cosas flojeaban, todo el mundo se apretaba el cinturón y se las arreglaba como podía. Los despidos no eran frecuentes, y sólo se utilizaban como último recurso. Los trabajadores estaban contentos y jamás se habían afiliado a los sindicatos.
Los Hanna invertían los beneficios en la empresa, en equipamientos y en la comunidad. Habían construido un centro cívico, un hospital, un teatro y el mejor campo de fútbol americano de todos los institutos de la zona. Un par de veces a lo largo de los años habían estado a punto de vender la empresa, cobrar una paletada de dinero e irse a jugar al golf, pero los hermanos Hanna jamás habían obtenido la promesa de que la fábrica se quedaría en Reedsburg, por cuyo motivo decidieron conservarla.
Después de cincuenta años de buena gestión, la compañía daba empleo a once mil habitantes de la ciudad y las ventas anuales ascendían a sesenta millones de dólares, aunque los beneficios se mostraban un poco esquivos. La fuerte competencia del extranjero y un cierto estancamiento de los nuevos proyectos urbanísticos estaban dejando sentir su efecto en la cuenta de resultados. Se trataba de un negocio de carácter muy cíclico, algo que los Hanna más jóvenes habían tratado infructuosamente de remediar mediante la diversificación en productos afines. Y en aquellos momentos el balance reflejaba un endeudamiento superior al habitual.
Marcus Hanna era el director general, aunque él jamás utilizaba aquel título. Era simplemente el jefe, el ejecutivo número uno. Su padre había sido uno de los fundadores y él se había pasado toda la vida en la fábrica. En la dirección había nada menos que otros ocho Hanna, y varios de la siguiente generación estaban en la fábrica fregando suelos y llevando a cabo las mismas humildes tareas que también les habían exigido a sus padres.
Cuando llegó la demanda, Marcus estaba reunido con su primo hermano Joel Hanna, el abogado no oficial de la casa. Un alguacil se abrió paso entre la recepcionista y las secretarias de la entrada y se presentó ante Marcus y Joel sosteniendo un abultado sobre en la mano.
—¿Es usted Marcus Hanna? —preguntó.
—Sí. ¿Quién es usted?
—Un oficial del juzgado. Aquí tiene su demanda. La entregó y se marchó.
Era una acción legal presentada en el condado de Howard, Maryland, exigiendo el resarcimiento de unos daños no especificados sufridos por unos propietarios de viviendas a causa de un mortero de cemento portland defectuoso fabricado por Hanna. Joel lo leyó muy despacio, hizo un resumen para que Marcus lo entendiera y, una vez que hubo terminado, ambos permanecieron un buen rato sentados, maldiciendo a los abogados en general.
Una rápida investigación llevada a cabo por una secretaria permitió descubrir una impresionante serie de artículos recientes acerca del abogado de los demandantes, un tal Clay Carter del Distrito de Columbia.
No era de extrañar que hubiese problemas en el condado de Howard. Unos cuantos años atrás una partida defectuosa de su cemento portland había ido a parar allí. A través de los canales normales, el cemento había sido utilizado por varios contratistas de obras en la aplicación de ladrillos en viviendas de nueva construcción. Las quejas eran recientes; la empresa estaba tratando de establecer el alcance del problema. Al parecer, al cabo de unos tres años el cemento se disgregaba y los ladrillos empezaban a desprenderse. Tanto Marcus como Joel se habían desplazado al condado de Howard y se habían reunido con sus proveedores y con los contratistas. Habían examinado varias viviendas. Según sus cálculos, el número de posibles reclamaciones era de quinientos y el coste de la reparación de cada unidad ascendía a unos doce mil dólares. La compañía tenía un seguro de responsabilidad civil de productos que cubriría los primeros cinco millones de las reclamaciones. Pero la demanda insinuaba una acción conjunta de «por lo menos dos mil demandantes potenciales», cada uno de los cuales exigía veinticinco mil dólares en concepto de daños y perjuicios.
—Eso son cincuenta millones —dijo Marcus.
—Y el muy cabrón del abogado se llevará el cuarenta por ciento de la suma que perciban los demandantes.
—No puede hacer eso —masculló Marcus.
—Lo hacen a cada momento.
Más maldiciones generalizadas contra los abogados. Y otras más concretas dirigidas contra el señor Carter. Joel se fue con la demanda. Le comunicaría la noticia a su agente de seguros, quien se pondría en contacto con un bufete jurídico, probablemente de Filadelfia. Ocurría por lo menos una vez al año, pero jamás con tal magnitud. Puesto que la indemnización por daños y perjuicios que se reclamaba era muy superior a la cobertura del seguro, Hanna Portland Cement se vería obligada a contratar los servicios de un bufete para que trabajara en colaboración con la compañía de seguros. Ninguno de los abogados resultaría barato.
El anuncio a toda plana en la Larkin Gazette causó una gran conmoción en la pequeña ciudad escondida en las montañas del suroeste de Virginia. En Larkin había tres fábricas, y su número de habitantes superaba ligeramente los diez mil, lo cual constituía un considerable núcleo urbano en una zona minera. Diez mil era el umbral que Oscar Mulrooney había establecido para los anuncios a toda plana y las exploraciones médicas relacionadas con las píldoras adelgazantes Skinny Ben. Había estudiado los anuncios y había llegado a la conclusión de que los mercados más pequeños no recibían la debida atención. Sus investigaciones también le habían permitido descubrir que las mujeres rurales y las mujeres de los montes Apalaches estaban más gruesas que las de las ciudades. ¡El territorio de Skinny Ben!
Según el anuncio, las pruebas médicas tendrían lugar al día siguiente en un motel situado al norte de la ciudad, y las llevaría a cabo un médico de verdad. Todo era gratuito y estaba a la disposición dé cualquier persona que hubiera tomado benafoxadil, alias Skinny Ben. Los datos tendrían carácter confidencial y era probable que, gracias a ello, muchas personas pudiesen exigir una indemnización al fabricante del medicamento.
En la parte inferior de la página y en letra más pequeña se indicaba el nombre, la dirección y el número de teléfono del bufete jurídico de J. Carter II, del Distrito de Columbia, aunque para cuando llegaban allí casi todos los lectores o bien lo habían dejado correr o bien estaban demasiado interesados en las pruebas médicas.
Nora Tackett vivía en una caravana a un kilómetro y medio de Larkin. No vio el anuncio porque no leía los periódicos. De hecho, no leía nada. Se dedicaba a mirar la televisión dieciséis horas al día, casi siempre comiendo. Nora vivía con los dos hijos adoptivos que le había dejado su ex marido cuando se había largado dos años atrás. Eran los hijos de él, y ella aún no estaba muy segura de cómo demonios había acabado por quedárselos. Pero el caso era que él se había ido sin decir una palabra, sin dejar ni diez centavos para la manutención de los niños, sin enviar ni una postal ni una carta y sin llamar ni una sola vez por teléfono para saber qué tal estaban los dos mocosos que había dejado a su espalda al largarse. Y por eso ella se dedicaba a comer.
Se convirtió en clienta de J. Clay Carter cuando su hermana vio el anuncio en la Larkin Gazette y decidió ir a buscarla para que le hicieran las pruebas. Nora llevaba un año tomando Skinny Ben cuando el médico había dejado de recetárselas tras la retirada del mercado del medicamento. No sabía si había adelgazado con las píldoras.
Su hermana la cargó en su minifurgoneta y le puso delante de las narices el anuncio a toda plana.
—Lee eso —dijo MaryBeth.
MaryBeth había empezado a rodar por el camino de la obesidad veinte años atrás, pero un ataque cerebral sufrido a los veintiséis años había sido un toque de atención. Estaba cansada de echarle sermones a Nora; ambas llevaban años discutiendo. Que era lo que hacían mientras cruzaban Larkin para dirigirse al motel.
La secretaria de Oscar Mulrooney había elegido el Village Inn porque, al parecer, se trataba del motel más nuevo de la ciudad. Por lo menos, era el único que aparecía en Internet y por algo sería. Oscar había dormido allí la víspera y, mientras se tomaba un temprano desayuno en la sucia cafetería, se preguntó una vez más cómo era posible que hubiese llegado tan bajo tan rápido.
¡El tercero de su promoción en la facultad de Derecho de Yale! Agasajado con vinos y cenas por las empresas más importantes de Wall Street y los pesos pesados de Washington. Su padre era un conocido médico de Buffalo. Su tío era juez del Tribunal Supremo de Vermont. Su hermano era socio de uno de los bufetes jurídicos del mundo del espectáculo más prósperos de Manhattan.
Su mujer se avergonzaba de que se largara a cada dos por tres en busca de casos. ¡Y él también!
Su compañero de equipo era un médico interno boliviano que hablaba inglés pero con un acento tan marcado que hasta un simple «buenos días» resultaba difícil de entender. Tenía veinticinco años pero aparentaba dieciséis, a pesar de la bata verde de hospital que Oscar había insistido en que se pusiera para conferir más credibilidad a su actuación. Los estudios de medicina los había cursado en la isla caribeña de Granada. Oscar había encontrado al doctor Livan en los anuncios de demandas e iba a pagarle la suma fija de dos mil dólares diarios.
Oscar se encargaría de la recepción y Livan de la atención. La única sala de reuniones del motel disponía de una tenue cortina de separación que ambos procuraron extender en el centro de la estancia para dividir ésta aproximadamente en dos mitades. Cuando Nora entró en la zona de recepción a las ocho y cuarenta y cinco, Oscar consultó su reloj y después le dijo con la mayor amabilidad posible:
—Buenos días, señora.
Nora había llegado con quince minutos de adelanto, pero ellos siempre estaban en su puesto antes de la hora de apertura.
Tratar a las mujeres de «señora» era algo que había aprendido a fuerza de practicar mientras recorría con su automóvil el Distrito de Columbia. Nadie le había enseñado nunca a utilizar esa palabra.
«Más dinero en el banco —pensó al ver a Nora—. Por lo menos ciento veinte kilos, y quizá más bien cerca de los ciento cincuenta». Lamentaba ser capaz de adivinar el peso de las mujeres igual que un charlatán de feria. Y lamentaba tener que hacerlo.
—¿Es usted el abogado? —preguntó MaryBeth con recelo.
Oscar ya había pasado mil veces por aquella situación.
—Sí, señora. El doctor está dentro. Yo tengo que rellenar unos impresos. —Le entregó un cuestionario destinado a personas de bajo nivel cultural—. Si tienen ustedes alguna pregunta que formular, díganmelo.
MaryBeth y Nora retrocedieron para sentarse en unas sillas plegables. Nora, que ya estaba sudando, se dejó caer pesadamente en la suya. Ambas hermanas no tardaron en concentrarse en los formularios. Todo estaba muy tranquilo hasta que volvió a abrirse la puerta y otra mujer voluminosa asomó la cabeza. Al instante miró a Nora, quien le devolvió la mirada como un ciervo deslumbrado por los faros de un coche. Dos gordinflonas atrapadas en su búsqueda de una indemnización por daños y perjuicios.
—Adelante —dijo Oscar con una cordial sonrisa en los labios, ahora ya casi convertido en un vendedor de automóviles. La ayudó a cruzar la puerta, le soltó los formularios y la acompañó al otro extremo de la estancia. Entre ciento diez y ciento veinte kilos.
Cada prueba costaba mil dólares. Una de cada diez pacientes se convertiría en clienta del Skinny Ben. Un caso en término medio valía entre ciento cincuenta mil y doscientos mil dólares. Y ellos estaban recogiendo las sobras, porque el ochenta por ciento de los casos ya había sido captado por otros bufetes jurídicos a lo largo y ancho del país.
No obstante, las sobras seguían valiendo una fortuna. No tanto como la del Dyloft, pero sí muchos millones.
Una vez rellenados los cuestionarios, Nora consiguió levantarse. Oscar cogió los formularios, los revisó, se cercioró de que la mujer hubiera estado tomando efectivamente Skinny Ben y después estampó su firma al pie.
—Por esta puerta, señora, el doctor está esperándola.
Nora pasó a través de una ancha abertura de la cortina de separación; MaryBeth se quedó en la zona de recepción y se puso a conversar con el abogado.
Livan se presentó a Nora, quien no entendió ni una sola palabra de lo que le dijo. Él tampoco la entendió a ella. Le tomó la tensión y empezó a menear la cabeza en gesto de preocupación. Ciento ochenta y ciento cuarenta. El pulso era de ciento treinta por minuto. Le señaló una báscula industrial y ella subió a la misma a regañadientes: ciento sesenta kilos.
Cuarenta y cuatro años de edad. Al paso que iba, tendría suerte de llegar a los cincuenta.
Livan abrió una puerta lateral y la acompañó al exterior, donde había una furgoneta equipada con material médico.
—Las pruebas las haremos aquí, —dijo.
La portezuela posterior de la furgoneta estaba abierta; dos especialistas esperaban, ambos enfundados en batas blancas. Ayudaron a Nora a subir a la furgoneta y la tumbaron en la camilla.
—¿Qué es eso? —preguntó Nora aterrorizada, señalando el aparato que tenía más cerca.
—Es un ecocardiógrafo —contestó uno de los especialistas, expresándose en un inglés que ella pudo entender.
—Con eso le examinamos el tórax —explicó el otro, que era una mujer—, y tomamos una imagen digital de su corazón. Terminaremos en diez minutos.
—Es indoloro —dijo el otro.
Nora cerró los ojos y rezó, pidiendo a Dios que la ayudara a sobrevivir.
La demanda contra el Skinny Ben era muy lucrativa porque las pruebas resultaban muy fáciles de obtener. Con el tiempo, el medicamento que en los últimos tiempos apenas servía para adelgazar, debilitaba la aorta. Y los daños eran permanentes. Una insuficiencia aórtica, o un reflujo de la válvula mitral, de por lo menos un veinte por ciento, daba automáticamente lugar a una demanda.
El doctor Livan leyó la impresión de Nora mientras ésta seguía rezando y miró a los especialistas, levantando los pulgares de ambas manos: veintidós por ciento. A continuación, le llevó el resultado a Oscar, que estaba repartiendo formularios entre todos los posibles clientes que abarrotaban la zona de recepción. Oscar regresó con él a la parte de atrás, donde en ese momento Nora permanecía sentada con el rostro muy pálido, bebiéndose un zumo de naranja. Deseó querer decirle: «Enhorabuena, señora Tackett, su aorta ya ha sufrido daños suficientes», pero las enhorabuenas estaban reservadas exclusivamente a los abogados. Oscar llamó a MaryBeth y explicó a las hermanas el procedimiento que se iba a seguir, subrayando tan sólo los puntos más destacados.
El ecocardiograma sería estudiado por un cardiólogo cuyo informe se entregaría al administrador de la acción conjunta. El juez ya había aprobado el baremo de las indemnizaciones.
—¿Y de cuánto será? —preguntó MaryBeth, quien parecía más preocupada por el dinero que por su hermana. Nora seguía rezando.
—Sobre la base de la edad de Nora, algo así como cien mil dólares —contestó Oscar, omitiendo, por el momento, que un treinta por ciento de dicha cantidad iría a parar al bufete jurídico de J. Clay Carter II.
—¡Cien mil dólares! —exclamó Nora, despertando de golpe.
—Sí, señora.
Al igual que un cirujano antes de llevar a cabo una intervención de rutina, Oscar había aprendido a minimizar sus posibilidades de éxito. Procuraba que las expectativas de los clientes no fueran muy altas para que el sobresalto de los honorarios de los abogados no resultase tan brutal.
Nora ya estaba pensando en una nueva caravana más amplia y en una nueva antena parabólica. MaryBeth estaba pensando en una carretada de Ultra Slim-Fast. Una vez terminado el papeleo, Oscar les dio las gracias por su visita.
—¿Cuándo cobraremos el dinero? —quiso saber MaryBeth.
—¿Cómo que cobraremos? —preguntó Nora.
—Antes de sesenta días —contestó Oscar, acompañándolas a la puerta lateral.
Por desgracia, las aortas de los siguientes diecisiete no habían sufrido los daños suficientes y Oscar estaba deseando beber algo. Sin embargo, tuvo suerte con el número diecinueve, un joven que dio un peso de doscientos cuarenta kilos. Su ecocardiograma era precioso: una insuficiencia de un cuarenta por ciento. Llevaba dos años tomando Skinny Ben. Puesto que tenía veintiséis años y, por lo menos desde un punto de vista estadístico, su esperanza de vida era de treinta y un años más con un corazón lesionado, su caso valdría por lo menos quinientos mil dólares.
A última hora de la tarde se produjo un desagradable incidente. Una fornida dama se puso hecha una furia cuando el doctor Livan le comunicó que su corazón se encontraba en perfecto estado. No presentaba la menor lesión. Pero ella había oído decir en la ciudad que Nora Tackett iba a cobrar cien mil dólares. Se lo habían comentado, concretamente, en el salón de belleza, y, aunque no pesaba tanto como Nora, ella también había tomado las píldoras y tenía derecho a la misma indemnización.
—Es que me hace mucha falta el dinero —insistía.
—Lo siento —repetía una y otra vez el doctor Livan.
Llamaron a Oscar. La joven se estaba poniendo muy pesada, por lo que, para que se largara del motel, Oscar le prometió que mandaría revisar su ecocardiograma.
—Haremos un segundo estudio y nos encargaremos de que los médicos de Washington lo revisen —dijo, como si supiera de qué estaba hablando.
Sus palabras la tranquilizaron lo suficiente para que decidiera retirarse.
«¿Qué estoy haciendo aquí?», se preguntaba Oscar una y otra vez. Dudaba que alguien de Larkin hubiera estudiado en Yale, pero aun así se moría de miedo. Como se corriera la voz, sería su ruina. «El dinero, tú sólo piensa en el dinero», se repetía sin cesar.
Examinaron a cuarenta y un consumidores de Skinny Ben en Larkin. Tres cumplían los requisitos, Oscar les hizo firmar el contrato y abandonó la ciudad, pensando alegremente en los doscientos mil dólares de los honorarios. No estaba nada mal. Se alejó a toda velocidad en su BMW y regresó directamente al Distrito de Columbia. Su siguiente incursión en la zona del interior sería un viaje similar a Virginia Occidental, en el mayor secreto. Tenía previstos doce viajes para el mes siguiente.
«Tú limítate a ganar dinero. Eso es un timo puro y duro. No tiene nada que ver con el ejercicio de la abogacía. Búscalos, encárgate de que firmen el contrato, concierta el acuerdo, toma el dinero y corre».