El titular del Daily Profit proclamaba a los cuatro vientos:
UNOS COCHINOS CIEN MILLONES NO SON SUFICIENTE.
Y, a continuación, la cosa iba a peor. El reportaje empezaba con un breve párrafo acerca de la «frívola» demanda presentada la víspera en el Distrito de Columbia contra la compañía Goffman, uno de los mejores fabricantes de productos de gran consumo de Estados Unidos. Su prodigioso fármaco Maxatil había ayudado a numerosas mujeres a superar la pesadilla de la menopausia, pero ahora el medicamento estaba siendo atacado por los mismos tiburones que habían provocado la quiebra de A.H. Robbins, Johns Manville, Owens-Illinois y prácticamente toda la industria norteamericana del amianto.
El reportaje recuperaba su habitual sosiego al referirse al principal tiburón, un joven y audaz personaje del Distrito de Columbia llamado Clay Carter que, según las fuentes de la propia publicación, jamás había actuado en un juicio civil delante de un jurado. Pese a ello, el año anterior había ganado más de cien millones de dólares en la lotería de las demandas colectivas por daños y perjuicios. Estaba claro que el reportero disponía de todo un equipo de fuentes fidedignas deseosas de expresar su opinión. La primera de ellas era un ejecutivo de la Cámara de Comercio de Estados Unidos que empezó a despotricar contra los litigios en general y los abogados en particular. «Los Clay Carter de este mundo sólo sirven para inducir a otros a presentar estas demandas artificiales y efectistas. En este país hay un millón de abogados. Si un desconocido como el señor Carter puede ganar tanto dinero con tanta rapidez, ninguna empresa honrada está a salvo». Un profesor de Derecho de una universidad de la que Clay jamás había oído hablar señalaba: «Estos sujetos son despiadados. Su codicia no tiene límites y, como consecuencia de ello, acabarán por matar a la gallina de los huevos de oro». Un presuntuoso congresista de Connecticut aprovechaba la ocasión para abogar por la inmediata aprobación del proyecto de ley de reforma de las acciones conjuntas que él mismo había presentado. Tendrían lugar unas vistas de un comité y era probable que el señor Carter fuese llamado a declarar ante el Congreso.
Unas fuentes anónimas de la propia compañía Goffman señalaban que la empresa se defendería enérgicamente, no cedería al chantaje de las acciones conjuntas y, a su debido tiempo, exigiría el pago de los honorarios de sus abogados y de las costas del litigio originadas por el escandaloso y frívolo carácter de las reclamaciones.
Las acciones de la compañía habían bajado un once por ciento, lo que equivalía a una pérdida del capital de los accionistas cifrada en unos dos mil millones de dólares como consecuencia de aquel caso artificial. «¿Por qué los accionistas de Goffman no se querellan contra los tipos como Clay Carter?», se preguntaba el profesor de la desconocida facultad de Derecho.
Era un tema de difícil lectura, pero Clay no podía ignorarlo. Un editorial de Investment Times pedía que el Congreso estudiara a fondo la reforma de los litigios y hacía especial hincapié en el hecho de que el joven señor Carter hubiera ganado una inmensa fortuna en menos de un año. Éste no era más que un «matón» cuyas mal adquiridas ganancias darían lugar a que otros estafadores callejeros empezaran a presentar demandas contra todo quisque.
El apodo de «matón» circuló unos cuantos días por el bufete, sustituyendo transitoriamente al de «Rey». Clay sonreía y se comportaba como si constituyese un honor.
—Hace un año, nadie hablaba de mí —presumía—. Ahora, en cambio, no paran de hablar.
Sin embargo, tras la puerta cerrada de su despacho se sentía inquieto y preocupado por la precipitación con que había presentado la demanda contra Goffman. El hecho de que otros especialistas en demandas conjuntas no se hubieran unido a él le dolía profundamente. La prensa hostil lo atacaba sin piedad. Hasta el momento, nadie nadie lo había defendido. Pace había desaparecido, lo cual, sin ser insólito, no era precisamente lo que Clay necesitaba en aquellos momentos.
Seis días después de la presentación de la demanda, Pace llamó desde California.
—Mañana es el gran día —anunció.
—Necesito que me den buenas noticias —dijo Clay—. ¿El informe del Gobierno?
—No puedo decírtelo —contestó Pace—. Y ya basta de llamadas telefónicas. Alguien podría estar escuchando. Te lo explicaré más adelante, cuando regrese a la ciudad.
¿Que alguien podía estar escuchando? ¿En qué extremo de la línea, en el suyo o en el de Pace? ¿Y quién, si podía saberse? Pasó otra noche en vela.
El estudio del Consejo Americano sobre el Envejecimiento se había propuesto inicialmente examinar a veinte mil mujeres de edades comprendidas entre los cuarenta y cinco y los setenta y cinco años a lo largo de un período de siete años. El grupo había sido dividido en dos subgrupos iguales, uno de los cuales tomaba una dosis diaria de Maxatil mientras que el otro tomaba un placebo. Al cabo de cuatro años los investigadores abandonaron el proyecto a causa de los malos resultados obtenidos. Se había detectado un aumento de los cánceres de mama, las enfermedades cardíacas y los ictus cerebrales en un inquietante porcentaje de las participantes. En las mujeres que tomaban el medicamento, el riesgo de cáncer de mama se incrementaba en un 33 por ciento, el de infartos en un 21 por ciento y el de ictus cerebrales en un 20 por ciento.
El estudio predecía que, por cada cien mil mujeres que utilizaran el Maxatil durante cuatro años o más, cuatrocientas desarrollarían cáncer de mama, trescientas sufrirían enfermedades cardíacas en mayor o menor grado y se registrarían trescientos casos de ictus cerebral de moderados a graves.
El informe se publicó a la mañana siguiente. Las acciones de Goffman volvieron a bajar a 51 dólares como consecuencia de la noticia. Clay y Mulrooney se pasaron la tarde controlando las páginas web y los canales de televisión por cable, a la espera de alguna respuesta de la compañía, pero no hubo ninguna. Los reporteros de las publicaciones económicas que habían dado un varapalo a Clay tras la presentación de la demanda no llamaron para conocer su reacción ante la publicación del estudio. Se limitaron a mencionar el informe al día siguiente. El Post publicaba un árido resumen del mismo sin mencionar para nada el nombre de Clay, quien se sintió justificado pero ignorado. Hubiera tenido muchas cosas que decir en respuesta a sus críticos, pero nadie quería escucharlo.
El aluvión de llamadas telefónicas de consumidores del Maxatil lo tranquilizó.
Al final, el Gulfstream tuvo que escapar. Tras haberlo dejado ocho días en el hangar, Clay estaba deseando viajar. Se llevó a Ridley y tomó rumbo al oeste, primero a Las Vegas, aunque nadie del bufete sabía que haría una escala allí. Era un viaje de negocios, y muy importante, por cierto. Tenía una cita con el gran Dale Mooneyham de Tucson para hablar del Maxatil.
Pasaron dos noches en Las Vegas, en un hotel con panteras y leopardos de verdad en una falsa reserva cinegética situada delante de la entrada principal. Clay perdió treinta mil dólares jugando al black jack y Ridley se gastó veinticinco mil en prendas de diseño de las boutiques del vestíbulo del hotel. El Gulfstream voló a Tucson.
Mott & Mooneyham había convertido una vieja estación de tren del centro de la ciudad en una suite de despachos de aspecto deliberada y gratamente destartalado. El vestíbulo era la antigua sala de espera, una estancia alargada y abovedada en cuyos extremos sendas secretarias permanecían ocultas en un rincón, como si tuvieran que estar separadas para no pelearse. Vistas más de cerca, sin embargo, no daban la impresión de que pudieran pelearse demasiado: ambas tenían setenta y tantos años y estaban como perdidas en sus propios mundos. Era una especie de museo, una colección de los productos que Dale Mooneyham había llevado a juicio y mostrado a los jurados. En una alta vitrina había un calentador de agua a gas y la placa de bronce colocada por encima de la puerta indicaba el nombre del caso y la suma decretada en el veredicto: cuatro millones y medio de dólares, octubre de 1988, condado de Stone, Arkansas. Un vehículo defectuoso de tres ruedas le había costado a la Honda tres millones de dólares en California, y un rifle barato había provocado semejante indignación en los miembros de un jurado de Tejas que éste había decidido indemnizar al demandante con once millones de dólares. Había docenas de productos, entre ellos un cortacésped, la carrocería de un Toyota Celica destruida por el fuego, una taladradora, un chaleco salvavidas defectuoso, una escalera de mano rota… Y, en las paredes, recortes de prensa y fotografías ampliadas del gran hombre, entregando los cheques a sus perjudicados clientes. Clay, solo porque Ridley se había ido de compras, pasaba de una vitrina a otra, admirando todas aquellas conquistas sin percatarse de que llevaba casi una hora esperando. Al final, un empleado fue a buscarlo y lo acompañó por un ancho pasillo flanqueado por espaciosos despachos. Las paredes estaban cubiertas de fotografías ampliadas de titulares de prensa y reportajes acerca de emocionantes victorias judiciales. Quienquiera que fuese Mott, estaba claro que no era más que un jugador insignificante. El membrete únicamente mencionaba a otros cuatro abogados.
Dale Mooneyham estaba sentado detrás de su escritorio y sólo hizo ademán de medio levantarse cuando Clay entró sin ser previamente anunciado, sintiéndose algo así como un vagabundo. El apretón de manos fue gélido y rutinario. Clay comprendió que no era muy bienvenido en aquel lugar y la recepción lo desconcertó. Mooneyham tenía por lo menos setenta años y era un hombre corpulento, de tórax ancho y vientre voluminoso. Vaqueros, vulgares botas rojas, arrugada camisa tejana y, como no podía ser de otra forma, ni sombra de corbata. Por lo visto, se teñía el cabello de negro, pero necesitaba un retoque, pues las patillas eran blancas mientras que la parte superior, peinada hacia atrás con demasiada brillantina, conservaba el tono oscuro. El rostro era ancho y alargado, y tenía ojos de bebedor, hinchados.
—Qué bonito despacho —dijo Clay, tratando de romper un poco el hielo—. Francamente original.
—Lo compré hace cuarenta años —explicó Mooneyham—. Por cinco mil dólares.
—Y menuda colección de recuerdos tiene usted ahí fuera.
—No me ha ido nada mal, muchacho. Hace veintiún años que no pierdo ningún juicio ante un jurado. Supongo que ahora me toca perder, por lo menos eso es lo que no paran de repetir mis adversarios.
Clay, sentado en un bajo y vetusto sillón de cuero, miró alrededor y procuró tranquilizarse. El despacho era por lo menos cinco veces más grande que el suyo y las paredes estaban cubiertas de trofeos de caza que observaban todos sus movimientos. No sonaba ningún teléfono ni se oía el zumbido de ningún fax en la distancia. En el despacho de Mooneyham tampoco se veía ordenador alguno.
—Supongo que he venido para hablar del Maxatil —dijo Clay, temiendo que fueran a echarlo de allí de un momento a otro.
Un leve titubeo sin el menor movimiento, exceptuando un indiferente reajuste de los ojillos negros.
—Es un mal producto —se limitó a decir Mooneyham como si Clay no tuviera le menor idea al respecto—. Presenté una demanda hace unos cinco meses en Flagstaff. Aquí en Arizona tenemos un carril de adelantamiento rápido, conocido como el «programa-cohete», y supongo que el juicio se celebrará a principios de otoño. A diferencia de usted, yo no presento la demanda sin antes haber investigado y preparado exhaustivamente el caso y estar listo para el juicio. Si lo haces así, la otra parte nunca consigue darte alcance. He escrito un libro acerca de la preparación previa al juicio. Y sigo leyéndolo, constantemente. Usted también debería hacerlo.
«¿Quiere que me retire?», deseó preguntar Clay, pero se contuvo.
—¿Qué puede decirme de su clienta? —preguntó en cambio.
—Sólo tengo ésta. Las acciones conjuntas son una estafa, por lo menos tal como usted y sus amigos las llevan. Las demandas colectivas son un timo, un atraco al consumidor, una lotería organizada por la codicia que algún día nos perjudicará a todos. La codicia sin freno hará oscilar el péndulo en el sentido opuesto. Se llevarán a cabo reformas y serán muy fuertes. Ustedes se quedarán sin trabajo, pero les dará igual, porque ya tienen dinero. Los que se perjudicarán serán los futuros demandantes que hay por ahí, toda esa gente humilde que no podrá presentar una querella contra los malos productos porque ustedes se han cargado la ley.
—Le he preguntado por su clienta.
—Una mujer blanca de sesenta y seis años, no fumadora, que se pasó cuatro años tomando Maxatil. La conocí hace un año. Aquí nos tomamos las cosas con calma; antes de empezar a disparar hacemos los deberes.
Clay tenía intención de plantear importantes cuestiones, hablar de grandes ideas, como, por ejemplo, cuántas posibles clientas del Maxatil podía haber, qué esperaba Mooneyham que hiciese Goffman y qué clase de expertos pensaba utilizar en el juicio. En lugar de ello, se sorprendió buscando la manera de largarse cuanto antes.
—¿No espera llegar a un acuerdo de indemnización? —preguntó, fingiendo estar muy atareado.
—Yo no llego a ningún acuerdo, muchacho. Eso mis clientes lo saben desde el principio. Yo acepto tres casos al año, todos cuidadosamente elegidos por mí. Me gusta variar, los productos y las teorías que jamás he tocado. Los juzgados que jamás he visto. Puedo elegir porque los abogados me llaman a diario. Y siempre voy a juicio. Cuando acepto un caso, sé que no se llegará a un acuerdo. Eso me quita de encima una molestia muy desagradable. Al demandado le digo de entrada: «No perdamos el tiempo pensando en un acuerdo, ¿le parece?» —Desplazó un poco el peso del cuerpo hacia un lado, como si le doliera la espalda o algo así—. Eso es una buena noticia para usted, muchacho. Yo seré el primero en golpear a Goffman, y si el jurado ve las cosas tal como yo las veo, dictará un veredicto muy favorable para mi clienta. Ustedes los imitadores podrán ponerse en fila, subirse al carro, captar más clientes por medio de anuncios, llegar a un acuerdo por unas sumas ridículas y cobrar sus buenos honorarios descontándolos de las cantidades obtenidas. Yo les ayudaré a ganar otra fortuna.
—Me gustaría ir a juicio —dijo Clay.
—Si lo que he leído es cierto, usted ni siquiera sabe dónde está el juzgado.
—Ya lo encontraré.
Mooneyham se encogió de hombros.
—Es probable que no tenga que hacerlo. Cuando yo termine con Goffman, la compañía huirá de todos los jurados como del diablo.
—No tengo por qué llegar a un acuerdo.
—Pero lo hará. Reunirá miles de casos. Le faltarán arrestos para ir a juicio. —Mooneyham se levantó muy despacio, alargó una displicente mano y añadió—: Tengo trabajo que hacer.
Clay abandonó a toda prisa el despacho, bajó por el pasillo, cruzó aquel vestíbulo que más parecía un museo y salió al ardiente calor del desierto.
Mala suerte en Las Vegas y un desastre en Tucson, pero el viaje se salvó en cierto modo del fracaso a quince mil metros de altura sobre Oklahoma. Ridley estaba durmiendo en el sofá bajo los cobertores, completamente ajena al mundo que la rodeaba, cuando el fax empezó a emitir un zumbido. Clay se dirigió a la parte posterior de la oscura cabina y sacó una transmisión de una página. Era de Oscar Mulrooney, desde el despacho. Había descargado una información de Interriet: el ranking anual de bufetes y honorarios de la revista American Attorney. En la lista de los veinte abogados mejor pagados del país figuraba el señor Clay Carter, ocupando nada menos que un impresionante octavo lugar, con unos ingresos estimados de ciento diez millones de dólares el año anterior. Incluso aparecía una pequeña fotografía suya con un pie que rezaba «El Novato del Año».
No andaban muy descaminados, pensó Clay, aunque, por desgracia, treinta millones de dólares del acuerdo del Dyloft se habían ido en el pago de bonificaciones a Paulette, Jonah y Rodney, unas recompensas que al principio le habían parecido generosas pero que ahora, vistas retrospectivamente, le parecían una auténtica barbaridad. Nunca más. La gente del American Attorney no sabía nada de aquellas sensacionales bonificaciones dictadas por su buen corazón. A pesar de todo, Clay no podía quejarse. Ningún otro letrado del Distrito de Columbia figuraba en la lista de los veinte abogados mejor pagados.
El número uno era una leyenda de Amarillo llamado Jock Ramsey que había llevado el caso de un vertedero de productos tóxicos en el que estaban implicadas varias compañías petroleras e industrias químicas. El juicio había durado nueve años y se calculaba que los honorarios de Ramsey habían sido de cuatrocientos cincuenta millones de dólares. Un abogado de Palm Beach que había demandado a una tabaquera había ganado cuatrocientos millones. El número tres era uno de Nueva York que había ganado trescientos veinticinco millones. Patton French ocupaba el cuarto lugar, lo cual, sin duda, le habría causado un tremendo disgusto.
Sentado en la intimidad de su Gulfstream mientras leía el artículo de la revista en el que se incluía su fotografía, Clay se repitió una vez más que todo aquello era un sueño. En el Distrito de Columbia había setenta y seis mil abogados, y él era el número uno. Un año atrás, jamás había oído hablar del Tarvan, del Dyloft ni del Maxatil, y tampoco sentía demasiado interés por las demandas colectivas. Un año atrás su mayor sueño era poder escapar de la ODO y encontrar trabajo en un bufete respetable que le pagara lo suficiente para comprarse algunos trajes nuevos y otro automóvil. Su nombre en un membrete habría impresionado a Rebecca y mantenido a raya a los padres de ésta. Un despacho más bonito y unos clientes de mayor categoría le habrían permitido dejar de eludir a sus compañeros de la facultad de Derecho. Unos sueños muy modestos.
Decidió no mostrarle el artículo a Ridley. La chica estaba reaccionando ante tanto dinero y se mostraba cada vez más interesada en las joyas y los viajes. Jamás había estado en Italia y había empezado a lanzar algunas insinuaciones sobre Roma y Florencia.
En Washington todo el mundo comentaría la inclusión del nombre de Clay en la lista de los 20 principales. Pensó en sus amigos y en sus rivales, en sus compañeros de la facultad de Derecho y en el viejo grupo de la ODO. Pero, por encima de todo, pensó en Rebecca.