La entrega de un Gulfstream 5 nuevo de fábrica tardaría un mínimo de veintidós meses y probablemente más, pero la demora no era el mayor de los obstáculos. Su precio en aquellos momentos ascendía a cuarenta y cuatro millones de dólares, totalmente equipado, como es natural con los más sofisticados artilugios y juguetes. Sencillamente, era demasiado dinero, aunque Clay sentía la tentación de comprarlo. El agente le explicó que casi todos los G-5 eran adquiridos por grandes empresas valoradas en miles de millones de dólares, las cuales hacían los pedidos de dos en dos y de tres en tres y mantenían los aparatos constantemente en el aire. Lo mejor para él, en calidad de único propietario, sería alquilar un aparato un poco más antiguo por unos seis meses para asegurarse de que era eso lo que efectivamente quería. Posteriormente podía convertir el alquiler en compra, aplicando al precio de venta el noventa por ciento de los alquileres ya pagados.
El agente tenía justo el aparato que él necesitaba. Era un modelo G-4 SP (Special Performance) de 1988 que una compañía perteneciente al grupo de las quinientas de Fortune había cambiado recientemente por un nuevo G-5. Cuando Clay lo vio majestuosamente estacionado en la rampa del Aeropuerto Nacional Reagan, sintió que el corazón le daba un vuelco y se le aceleraba el pulso. Era de color blanco con una elegante franja de color azul marino. París en seis horas. Londres en cinco.
Subió a bordo con el agente. Clay no supo distinguir si medía unos centímetros menos que el G-5 de Patton French. Había cuero, caoba y accesorios de latón por todas partes. Una cocina, un bar y unos aseos en la parte posterior; los más recientes adelantos aeronáuticos para los pilotos en la parte anterior. Un sofá cama. Por un fugaz instante, pensó en Ridley; ellos dos juntos bajo los cobertores a doce mil metros de altura. Complicados sistemas estereofónicos, videográficos y telefónicos. Fax, ordenador, acceso a Internet.
El aparato parecía nuevo y el vendedor explicó que acababa de salir del taller, donde habían vuelto a pintar el exterior y renovado el interior. Después de mucho insistir, el hombre dijo finalmente:
—Es suyo por treinta millones.
Se sentaron a una mesita para ultimar los detalles de la venta. Poco a poco, la idea del alquiler se escapó por la ventana. Con sus ingresos, Clay no tendría ninguna dificultad en conseguir un interesante paquete de financiación. Las cuotas apenas ascendían a trescientos mil dólares al mes, una cifra sólo ligeramente superior al alquiler, y en caso de que en algún momento quisiera cambiarlo, el agente volvería a comprárselo a la mejor tasación del mercado y le proporcionaría cualquier otra cosa que él quisiera.
Dos pilotos le costarían doscientos mil dólares anuales, incluyendo la seguridad social, el adiestramiento y todo lo demás. Clay también podía considerar la posibilidad de cederlo a una compañía de vuelos chárter empresariales.
—Según el tiempo que usted lo utilice, podría ganar hasta un millón de dólares al año en vuelos chárter —dijo el agente, disponiéndose a rematar la operación—. Con eso cubriría los gastos de los pilotos, el alquiler del hangar y el mantenimiento.
—¿Tiene usted idea de cuánto tiempo podría utilizarlo? —preguntó Clay mientras la cabeza le daba vueltas de tanto pensar en las posibilidades.
—He vendido muchos aviones a abogados —contestó el vendedor, echando mano de sus conocimientos—. Trescientas horas anuales es lo máximo. Podría usted alquilarlo por el doble.
«Vaya, —pensó Clay—. Eso podría llegar, a proporcionarme incluso algunos ingresos».
La voz de la razón le aconsejaba andarse con cuidado, pero ¿por qué esperar? Por otra parte, ¿a quién hubiera podido recurrir en busca de consejo? Las únicas personas con experiencia en tales asuntos que él conocía eran sus amigos de los daños y perjuicios, y todos ellos le habrían dicho: «¡Cómo! ¿Aún no tienes un jet? ¡Cómpratelo de una vez, hombre!»
Así pues, se lo compró.
Las ganancias del cuarto trimestre de Goffman eran superiores a las del año anterior, con unos impresionantes récords de ventas. Sus acciones se cotizaban a 65, el precio más alto en dos años. A partir de la primera semana de enero, la empresa había iniciado una insólita campaña de promoción, pero no de alguno de sus muchos productos, sino de sí misma. «Goffman siempre ha estado presente» era el lema constante, y cada anuncio de televisión consistía en una exhibición de conocidos productos utilizados para mayor comodidad y protección de Norteamérica: una madre aplicando un vendaje a la herida de su hijito; un apuesto joven con el consabido vientre plano, afeitándose feliz de la vida; una canosa pareja en la playa, felizmente libre de las hemorroides; un dolorido practicante de footing a punto de tomar un analgésico, etc. La lista de los productos de confianza de Goffman era muy larga.
Mulrooney estaba siguiendo la marcha de la empresa con mucho más detenimiento que un analista de mercado, y tenía el convencimiento de que la campaña de anuncios no era más que una estratagema para preparar a los inversores y a los consumidores para el escándalo del Maxatil. En el transcurso de sus investigaciones sobre la historia de las campañas de marketing de Goffman no había encontrado ningún otro mensaje de carácter tranquilizador. La empresa era uno de los cinco principales anunciantes del país, pero siempre había concentrado su dinero en un producto concreto a la vez, con resultados extraordinarios.
Su opinión era compartida por Max Pace, quien había fijado su residencia en el hotel Hay-Adams. Clay acudió a su suite para una cena tardía, servida por el servicio de habitaciones. Pace estaba nervioso y deseaba arrojar cuanto antes la bomba sobre Goffman. Había leído la más reciente revisión de la acción conjunta que iba a presentarse en el Distrito de Columbia. Como siempre, había hecho algunas anotaciones al margen.
—¿Cuál es el plan? —preguntó sin prestar la menor atención ni a la comida ni al vino.
En cambio, Clay estaba dando buena cuenta de ambos.
—El anuncio se emite a las ocho de la mañana —dijo con la boca llena de carne de ternera—. Una acción relámpago en ochenta mercados, de costa a costa. La línea directa está conectada; la página web, preparada, y mi pequeño bufete listo para el ataque. Sobre las diez me acercaré a pie al juzgado y presentaré personalmente la demanda.
—Me parece muy bien.
—Ya lo hemos hecho otras veces. El bufete jurídico de J. Clay Carter II es una máquina de daños y perjuicios colectivos, como muy bien sabes.
—¿Tus nuevos amigos están al corriente de ello?
—Por supuesto que no. ¿Por qué iba a decírselo? Nos fuimos juntos a la cama con el Dyloft, pero French y los demás también son mis competidores. Les pegué un susto entonces, y ahora volveré a pegárselo. Estoy deseando empezar.
—Recuerda que esto no es como lo del Dyloft. Con aquél tuviste suerte porque pillaste a una empresa débil en un mal momento. Goffman será mucho más dura de pelar.
Al final, Pace arrojó la demanda sobre la cómoda y se sentó a comer.
—Pero han fabricado un mal producto —dijo Clay—, y nadie se atreve a ir a juicio con un mal producto.
—En una acción colectiva, no. Mis fuentes me dicen que Goffman podría querer que el caso se resolviera en Flagstaff, pues se trata de un solo demandante.
—¿Te refieres al caso Mooneyham?
—Exacto. Si pierden, serán más flexibles en el acuerdo de indemnización. Si ganan, la batalla podría ser muy larga.
—Según tú, Mooneyham jamás pierde.
—Han transcurrido unos veinte años. Los jurados lo adoran. Usa sombreros vaqueros, chaquetas de ante, botas rojas y cosas por el estilo. Un vestigio de la época en que los abogados intervenían directamente en el juicio de sus casos. Es todo un espectáculo. Tendrías que ir a conocerlo. El viaje merecería la pena.
—Lo incluiré en mi lista.
El Gulfstream estaba esperando en el hangar, listo para volar. Sonó un teléfono y Pace se pasó cinco minutos hablando en voz baja al otro lado de la suite.
—Valeria —dijo al regresar a la mesa.
Clay evocó una fugaz visión de la asexuada criatura mascando una zanahoria. «Pobre Max. Podría haberse buscado algo mejor», pensó.
Clay dormía en el bufete. Había instalado un pequeño dormitorio y un cuarto de baño contiguos a la sala de conferencias. A menudo permanecía despierto hasta pasada la medianoche, dormía unas cuantas horas antes de darse una rápida ducha y a las seis ya estaba de nuevo en su despacho. Sus hábitos laborales estaban convirtiéndose en una leyenda, no sólo en el ámbito de su propio bufete sino también en toda la ciudad. Buena parte de los chismes que se comentaban en los círculos jurídicos giraban en torno a él y a sus agotadoras jornadas de trabajo de dieciséis horas, que los clientes de los bares y los invitados a los cócteles solían alargar hasta las dieciocho o las veinte.
¿Y por qué no trabajar a lo largo de las veinticuatro horas del día? Tenía treinta y dos años, era soltero y ningún compromiso serio le robaba tiempo. Gracias a la suerte y a su inteligencia se le había ofrecido la singular oportunidad de triunfar como sólo muy pocos habían triunfado. ¿Por qué no entregarse en cuerpo y alma a su bufete durante unos cuantos años y después dejarlo todo y pasarse el resto de la vida divirtiéndose?
Mulrooney llegó poco después de las seis de la mañana, ya con cuatro tazas de café en la tripa y cien ideas en la cabeza.
—¿El Día D? —preguntó, irrumpiendo en el despacho de Clay.
—¡Vamos a pegarle una patada en el trasero a alguien!
A las siete de la mañana, el bufete ya estaba lleno de asociados y auxiliares que consultaban los relojes a la espera de comenzar la invasión. Las secretarias iban de despacho en despacho, repartiendo tazas de café y bollos. A las ocho, se apretujaron todos en la sala de conferencias con la mirada fija en una pantalla gigante de televisión. La filial de ABC para el área metropolitana del Distrito de Columbia emitió el primer anuncio:
Una atractiva mujer de sesenta y tantos años, con el cabello entrecano muy bien cortado y gafas de diseño permanece sentada a una mesita de cocina, mirando tristemente a través de una ventana. Una voz en off [más bien siniestra]: «Si ha estado usted tomando la hormona femenina Maxatil, puede haber aumentado el riesgo de sufrir cáncer de mama, enfermedades cardíacas e ictus cerebrales». Primer plano de las manos de la mujer; sobre la mesa, un primer plano de un frasco de pastillas con el nombre de MAXATIL en letras mayúsculas. [Una calavera y unas tibias cruzadas no habrían resultado más aterradoras.] Voz en off: «Por favor, consulte inmediatamente con su médico. El Maxatil puede suponer una grave amenaza para su salud». Primer plano del rostro de la mujer, ahora todavía más triste, y, a continuación, unos ojos empañados. Voz en off. «Para más información, llame a la Línea Directa de Maxatil». Un número con el prefijo 800 aparece al pie de la pantalla. En la última imagen, la mujer se quita las gafas y se enjuga una lágrima que resbala por su mejilla.
Todos aplaudieron y lanzaron vítores como si un mensajero fuera a entregarles el dinero en un abrir y cerrar de ojos. Después Clay los envió a todos a sus puestos para empezar a atender las llamadas y captar clientes. Aquéllas empezaron a los pocos minutos. A las nueve en punto, de conformidad con el plan, las copias de la demanda se enviaron por fax a los periódicos y a los canales de información económica de televisión por cable. Clay telefoneó a su viejo amigo del Wall Street Journal y le filtró la noticia, añadiendo que en un par de días tal vez le concediera una entrevista.
Goffman abrió en la Bolsa a 65,25 dólares, pero cayó en picado nada más divulgarse la noticia de la presentación de la demanda contra el Maxatil en el Distrito de Columbia. Un reportero local fotografió a Clay en el momento de presentarla en el juzgado.
Al mediodía, las acciones de Goffman habían bajado a 61 dólares. La compañía se apresuró a emitir un comunicado de prensa en el que negaba rotundamente la posibilidad de que el Maxatil provocara los terribles efectos que se mencionaban en la demanda, manifestando su voluntad de defenderse del ataque con todas las armas de la ley.
«Patton French llamó durante el almuerzo». Clay estaba comiendo un bocadillo, de pie detrás de su escritorio, mientras contemplaba los mensajes telefónicos que iban acumulándose sobre éste.
—Espero que sepas lo que haces —le dijo de forma cautelosa French.
—Yo también lo espero, Patton. ¿Qué tal estás?
—Estupendamente. Hace unos seis meses echamos un buen vistazo al Maxatil y decidimos no arriesgarnos. El planteamiento de la demanda podría acarrear graves problemas.
Clay soltó el bocadillo y trató de respirar hondo. ¿Patton French rechazaba presentar una demanda conjunta contra una de las empresas más prósperas del país? Se dio cuenta de que se había producido una dolorosa brecha en la conversación.
—Bueno, es que nosotros lo vemos de otra manera, Patton. —Alargó la mano hacia atrás, buscando a tientas su sillón. Al final, se dejó caer en él.
—La verdad es que todos la han rechazado menos tú —dijo French—. Saulsberry, Didier, Carlos el de Miami. El tipo de Chicago tiene unos cuantos casos, pero todavía no los ha presentado. No sé, puede que tengas razón. Nosotros no lo vimos claro, eso es todo.
French estaba tratando de averiguar algo.
—Tenemos pruebas contra ellos —declaró Clay. Se refería al informe del Gobierno. Él lo tenía y French no. Al final, respiró hondo y la sangre volvió a circular por sus venas.
—Será mejor que prepares todas tus baterías, Clay. Esta gente tiene mucha fuerza. A su lado, el viejo Wicks y los chicos de Ackerman son niños de pecho.
—Te veo asustado, Patton, y me sorprende.
—No estoy asustado, pero como haya algún agujero en tu teoría de la responsabilidad, se te van a comer vivo. Y no se te ocurra soñar con un acuerdo rápido.
—¿Te apuntas?
—No. No me gustó hace seis meses y sigue sin gustarme ahora. Además, tengo muchos otros asuntos pendientes. Te deseo mucha suerte.
Clay cerró con llave la puerta de su despacho. Se acercó a la ventana y se pasó por lo menos cinco minutos sin percatarse del sudor frío que estaba pegándole la camisa a la espalda. Después se frotó la frente y descubrió que estaba sudando a mares.