El piso de arriba de su bufete quedó vacío al terminar el año. Clay alquiló la mitad del mismo y consolidó sus actividades, instalando allí a los doce auxiliares jurídicos y a las cinco secretarias del Sudadero. Los miembros de la Sección de Yale también fueron trasladados a la avenida Connecticut, la tierra de las rentas más altas, donde ellos se sentían más a gusto. Quería que la totalidad de sus empleados estuvieran bajo el mismo techo y más a mano, pues tenía previsto hacerlos trabajar hasta caer rendidos.
Se enfrentó al nuevo año con un programa de actividades brutal: a las seis de la mañana ya estaba en el despacho, con el desayuno, el almuerzo y a veces hasta la cena sobre su escritorio. Por regla general permanecía allí hasta las ocho o las nueve de la noche, y dejaba bien claro que esperaba una dedicación similar por parte de todos los que quisieran seguir trabajando con él.
Jonah no quería. Se marchó a mediados de enero, dejó libre su despacho y se despidió rápidamente de todos. El velero lo esperaba. «No te molestes en llamar —dijo—. Hazme una transferencia a una cuenta de Aruba».
Oscar Mulrooney empezó a medir el despacho de Jonah antes de que éste cruzara la puerta. Era más grande y tenía mejores vistas, lo cual no significaba nada para él, pero estaba más cerca del de Clay, y eso sí que le importaba. Mulrooney olfateaba dinero, unos honorarios más altos. Se había perdido el caso del Dyloft, pero no volvería a perderse nada. Él y los demás chicos de Yale se habían dejado seducir por el derecho de sociedades, una especialidad que les habían enseñado a practicar, y estaban firmemente dispuestos a ganar una fortuna como desquite. ¿Y qué mejor medio que el de la captación directa y la falta de escrúpulos? Nada habría podido repugnar más a la conciencia de los arrogantes socios de los bufetes de sangre azul. Las demandas conjuntas por daños y perjuicios no eran una forma de ejercicio de la abogacía, sino una manera desvergonzada de hacer negocio.
El anciano playboy griego que se había casado con Paulette Tullos para abandonarla después se había enterado de que ésta era rica. Tras presentarse en el Distrito de Columbia, la había llamado a la lujosa vivienda que él le había regalado y le había dejado un mensaje en el contestador. Cuando Paulette oyó su voz, huyó de su casa y voló a Londres donde había pasado las vacaciones y todavía permanecía escondida. Le envió a Clay doce e-mails a Mustique, explicándole la apurada situación en que se encontraba y dándole instrucciones sobre la mejor manera de encargarse de su divorcio cuando regresase. Clay presentó la documentación necesaria, pero no había manera de encontrar al griego. Y tampoco a Paulette. Quizás ésta regresara en cuestión de unos meses, o quizá no.
—Lo siento, Clay —dijo Paulette al otro lado de la línea—, pero es que ya no quiero seguir trabajando.
Así pues, Mulrooney se convirtió en el confidente y ambicioso socio no oficial de Clay. Él y su equipo habían estado estudiando el cambiante paisaje de las demandas conjuntas. Se aprendieron las leyes y los procedimientos. Leyeron los doctos artículos de los profesores y las historias de las guerras de trincheras de los abogados. Había docenas de páginas web. Una aseguraba contar con la lista de todas las acciones conjuntas pendientes de acuerdo en Estados Unidos, un total de once mil; otra enseñaba a los posibles demandantes la manera de incorporarse a una demanda conjunta y cobrar una indemnización; otra estaba especializada en juicios relacionados con la salud de las mujeres; otra estaba dedicada a los hombres; había varias dedicadas al fracaso de las píldoras adelgazantes Skinny Ben; y un buen número que se centraban en las demandas contra la industria tabaquera. Jamás tanta capacidad intelectual, respaldada por tanto dinero, se había dirigido contra los fabricantes de malos productos.
Mulrooney había elaborado un plan. Tras haber ejercido tantas acciones conjuntas, el bufete podía permitirse el lujo de invertir sus cuantiosos recursos en la captación de nuevos clientes. Puesto que Clay tenía dinero más que suficiente para gastarlo en anuncios y mercadotecnia, podían elegir las demandas conjuntas más lucrativas y concentrarse en los posibles demandantes que todavía no hubieran sido captados. Al igual que en el caso del Dyloft, casi todos los litigios que se habían resuelto mediante un acuerdo entre las partes se habían dejado abiertos por un período de varios años para permitir que los nuevos demandantes cobraran la indemnización que les correspondiera. El bufete de Clay podría limitarse a recoger las sobras de otros abogados especializados en acciones conjuntas, pero a cambio de unos honorarios elevados. Utilizó el ejemplo de las Skinny Ben. La estimación del número de demandantes en potencia rondaba los trescientos mil, y cabía la posibilidad de que todavía hubiese nada menos que cien mil sin identificar y sin representación legal. El litigio se había resuelto y la compañía, aunque a regañadientes, estaba soltando el dinero. Lo único que tenía que hacer un demandante era presentarse al administrador de la acción conjunta, demostrar documentalmente los daños médicos sufridos y cobrar el dinero.
Como un general al mando de sus tropas, Clay asignó un abogado y dos auxiliares al frente de las Skinny Ben. Era menos de lo que Mulrooney le había pedido, pero ocurría que Clay tenía otros planes más ambiciosos. Expuso la estrategia bélica contra el Maxatil, una acción legal que pensaba dirigir personalmente. El informe del Gobierno, que aún no había sido dado a conocer y que Max Pace evidentemente había robado, tenía una extensión de ciento cuarenta páginas y estaba lleno de resultados demoledores. Clay lo leyó dos veces antes de pasárselo a Mulrooney.
Una noche de finales de enero, ambos se quedaron a trabajar hasta pasada la medianoche y después establecieron un detallado plan de ataque. Clay asignó a Mulrooney y a otros dos abogados, dos auxiliares jurídicos y tres secretarias al caso del Maxatil.
A las dos de la mañana, mientras la nieve azotaba fuertemente los cristales de la ventana de la sala de conferencias, Mulrooney dijo que tenía que discutir un asunto un poco desagradable.
—Necesitamos más dinero.
—¿Cuánto? —preguntó Clay.
—Ahora aquí somos trece, todos procedentes de importantes bufetes en los que las cosas nos iban bastante bien. Diez de nosotros estamos casados, la mayoría con hijos, y nos hallamos sometidos a una fuerte presión, Clay. Firmamos contigo unos contratos de un año con un sueldo de setenta y cinco mil dólares, y te aseguro que nos alegramos mucho de poder cobrarlos. Pero no tienes ni idea de lo que significa estudiar en Yale o en una universidad parecida, que los grandes bufetes te agasajen con vinos y cenas, que consigas un empleo y te cases y después te quedes en la calle sin nada. Eso es muy duro para el ego, ¿sabes?
—Lo comprendo.
—Tú me doblaste el sueldo y te lo agradezco mucho más de lo que te imaginas. Yo me las voy arreglando, pero los otros tienen dificultades. Y son muy orgullosos.
—¿Cuánto?
—No quisiera perder a ninguno de ellos. Son inteligentes y trabajan muy duro.
—Vamos a hacerlo de la siguiente manera, Oscar. Últimamente me he vuelto muy generoso. Os firmaré a todos un nuevo contrato de doscientos mil dólares anuales. A cambio, quiero recibir toneladas de horas. Estamos a punto de conseguir algo muy grande, mucho más grande que lo del año pasado. Vosotros cumplís y yo os concedo bonificaciones. Unas bonificaciones sensacionales. Por razones obvias, me encantan las bonificaciones, Oscar. ¿De acuerdo?
—Trato hecho, jefe.
La nevada era tan intensa que no se podía circular en automóvil, por cuyo motivo ambos siguieron adelante con su maratón. Clay disponía de unos informes preliminares sobre la compañía de Reedsburg, Pensilvania, que estaba fabricando un mortero defectuoso. Wes Saulsberry le había pasado el expediente secreto que le había mencionado en Nueva York. El cemento para la construcción no era tan emocionante como los tumores en la vejiga, los coágulos de sangre o las válvulas cardíacas deterioradas, pero el dinero tenía el mismo color en todos los casos. Encomendaron a dos abogados y a un auxiliar jurídico la tarea de preparar la acción conjunta y captar a unos cuantos demandantes.
Se pasaron diez horas seguidas juntos en la sala de conferencias, bebiendo café, comiendo bollos rancios, viendo cómo la nevada se transformaba en ventisca mientras ellos planificaban el año.
La sesión que se había iniciado como un simple intercambio de ideas se había acabado convirtiendo en algo mucho más importante. Acababa de nacer un nuevo bufete jurídico, plenamente consciente de adónde quería ir y en qué iba a transformarse.
¡El presidente lo necesitaba! A pesar de que aún faltaban dos años para la reelección, sus enemigos ya estaban reuniendo dinero a carretadas. Había apoyado con firmeza a los abogados desde sus tiempos como senador novato y, de hecho, él mismo había trabajado durante un tiempo como letrado en una pequeña ciudad y aún se enorgullecía de ello, pero ahora necesitaba la ayuda de Clay para luchar contra los egoístas intereses de los grandes. El vehículo que proponía para conocer personalmente a Clay era algo llamado Revisión Presidencial, un selecto grupo de poderosos abogados y dirigentes capaces de firmar cheques por valor de cuantiosas sumas y pasar un buen rato conversando sobre cuestiones candentes.
Los enemigos estaban preparando un nuevo ataque en gran escala llamado Reforma de Daños y Perjuicios. Pretendían poner coto no sólo a los daños y perjuicios efectivos sino también a las sumas adicionales fijadas por los jueces en concepto de castigo ejemplar. Querían desmantelar el sistema de acciones legales conjuntas que tan buen resultado les había dado (a los chicos especializados en daños y perjuicios) e impedir, entre otras cosas, que la gente demandara a sus médicos.
El presidente se mantendría firme como siempre, pero necesitaba ayuda. La elegante carta de tres páginas escrita en relieve dorado terminaba con una petición de dinero, y mucho. Clay llamó a Patton French que, por extraño que pareciera, se encontraba casualmente en su despacho de Biloxi. French se mostró tan brusco como de costumbre.
—Extiende el maldito cheque —dijo.
Hubo un intercambio de llamadas entre Clay y el director de Revisión Presidencial. Más tarde, Clay no pudo recordar la suma que inicialmente pensaba aportar, pero sí recordó que ésta no se acercaba ni de lejos a los doscientos cincuenta mil dólares que figuraban en el cheque que finalmente firmó. Un mensajero lo recogió y lo entregó en la Casa Blanca. Cuatro horas más tarde, otro mensajero le entregó a Clay un sobre procedente de aquélla. Era una tarjeta personal del presidente, con una nota escrita a mano:
Querido Clay:
Estoy en una reunión del Gabinete (procurando no quedarme dormido), de lo contrario, habría llamado. Gracias por el apoyo. Vamos a comer juntos y a saludarnos.
Iba firmada por el presidente.
Muy bonito, pero a cambio de un cuarto de millón de dólares no esperaba menos. Al día siguiente, otro mensajero entregó una voluminosa invitación de la Casa Blanca. En la parte exterior rezaba: «Se ruega respuesta urgente». Se invitaba a Clay y acompañante a asistir a una cena de gala en honor del presidente de Argentina. De etiqueta, naturalmente. RSVP de inmediato, pues sólo faltaban cuatro días para el acontecimiento. Era curioso lo que uno podía comprar en Washington por doscientos cincuenta mil dólares.
Lógicamente, Ridley necesitaría un vestido apropiado y, puesto que quien pagaba era Clay, éste se fue de compras con ella. Y lo hizo sin quejarse, pues quería intervenir en la elección de lo que la chica se pusiera. De haber dejado el asunto en sus manos, quizás hubiera escandalizado a los argentinos y a todos los demás asistentes a la cena con tejidos transparentes y cortes de falda hasta la cintura. Ni hablar. Clay quería ver el modelo antes de comprarlo.
Sin embargo, Ridley se mostró sorprendentemente recatada tanto en el gusto como en los gastos. Todo le sentaba bien; a fin de cuentas, era una modelo, aunque cada vez trabajaba menos. Se decidió por un impresionante vestido rojo que dejaba al aire mucha menos piel de la que normalmente exhibía. Por tres mil dólares, era una ganga. Los zapatos, un collar de perlas de pequeño tamaño y una pulsera de oro y brillantes supusieron para Clay unos daños un poco por debajo de los quince mil dólares. Sentada en la limusina delante de la Casa Blanca, a la espera de que un enjambre de guardias de seguridad comprobara la identidad de los invitados que los precedían, Ridley dijo:
—No puedo creer lo que estoy haciendo. Yo, una pobre chica de Georgia, voy a la Casa Blanca.
Estaba enroscada alrededor del brazo de Clay, que mantenía la mano apoyada en su muslo. El acento de Ridley era más pronunciado, tal como solía ocurrirle cuando estaba nerviosa.
—Sí, cuesta creerlo —dijo Clay, también muy emocionado.
Cuando descendieron de la limusina bajo un toldo del Ala Este, un infante de Marina con uniforme de gala tomó a Ridley del brazo y la escoltó hasta el Salón Este de la Casa Blanca, donde los invitados se estaban congregando y tomando una copa. Clay los siguió, contemplando el trasero de Ridley y disfrutando al máximo del espectáculo. El infante de Marina la soltó a regañadientes y se retiró para escoltar a otra invitada. Un fotógrafo les tomó una fotografía. Se acercaron al primer grupo de invitados y se presentaron a unas personas a las que jamás volverían a ver. Se anunció la cena y los invitados se dirigieron al Comedor de Gala, donde quince mesas para diez comensales cada una estaban cubiertas con más piezas de porcelana, plata y cristal de las que jamás se hubieran reunido en un lugar. Los sitios estaban preasignados y nadie se sentaba al lado de su consorte o acompañante. Clay acompañó a Ridley hasta su mesa, buscó su asiento, la ayudó a sentarse y después le dio un ligero beso en la mejilla diciendo:
—Buena suerte.
Ella esbozó una sonrisa de modelo, radiante y confiada, pero Clay sabía que en aquellos momentos no era más que una asustada chiquilla de Georgia. Clay no se había alejado ni tres metros de su mesa cuando dos hombres se acercaron presurosos a Ridley y se presentaron dándole cordialmente la mano.
Clay ya estaba preparado para la larga noche que tenía por delante. A su derecha se sentaba una reina de la alta sociedad de Manhattan, una arrugada y vieja arpía con cara de ciruela pasa que llevaba tanto tiempo matándose de hambre que parecía un cadáver. Estaba sorda como una tapia y hablaba a grito pelado. A su izquierda estaba la hija de un magnate de unas galerías comerciales del Medio Oeste que había estudiado en la Universidad con el presidente. Clay le dedicó su atención y se esforzó todo lo que pudo durante cinco minutos hasta darse cuenta de que la chica no tenía nada que decir.
El tiempo pareció detenerse.
Sentado de espaldas a Ridley, no tenía ni idea de cómo se las estaba arreglando ésta para sobrevivir.
El presidente pronunció unas palabras y enseguida se sirvió la cena. Un cantante de ópera sentado enfrente de Clay empezó a experimentar los efectos del vino y se lanzó a contar chistes subidos de tomo. Hablaba en voz alta y tono gangoso con un acento de algún lugar de las montañas, y no tenía el menor reparo en utilizar palabrotas en presencia de las damas, y nada menos que en la Casa Blanca.
Tres horas después de haberse sentado, Clay se levantó y se despidió de todos sus nuevos y maravillosos amigos. La cena había terminado; una orquesta estaba afinando sus instrumentos al fondo del Salón Este. Cogió a Ridley del brazo y ambos se dirigieron hacia el lugar de donde procedía la música. Pasada la medianoche, cuando los invitados se habían reducido a unas pocas docenas, el presidente y la primera dama se reunieron con los más valientes para uno o dos bailes. El presidente pareció alegrarse sinceramente de conocer al señor Clay Carter.
—He estado leyendo lo que dice la prensa sobre usted, muchacho. Buen trabajo —dijo.
—Gracias, señor presidente.
—¿Quién es el bomboncito?
—Una amiga.
¿Qué habrían dicho las feministas si hubiesen sabido que el presidente había utilizado el término «bomboncito»?
—¿Puedo bailar con ella?
—Desde luego, señor presidente.
Y así fue cómo la señorita Ridal Petashnakol, la antigua estudiante de veinticuatro años de Georgia en régimen de intercambio estudiantil, fue estrujada, abrazada y conectada a la red del presidente de Estados Unidos.