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En el anuncio se decía que los recién casados pasarían su luna de miel en México. Clay decidió hacer también un viaje. Si alguien se merecía pasar un mes en una isla, era él.

Su otrora formidable equipo había perdido un poco el rumbo. Quizá fuese a causa de las vacaciones, o del dinero. Cualquiera que fuese el motivo, Jonah, Paulette y Rodney se pasaban cada vez menos horas en el despacho.

Lo mismo hacía Clay. El bufete estaba dominado por la tensión y las disputas. Muchos clientes del Dyloft se mostraban desconformes con sus miserables indemnizaciones. El correo era brutal. Esquivar el teléfono se había convertido en un deporte. Varios clientes habían descubierto la ubicación del despacho y se habían presentado ante la señorita Glick exigiendo ver al señor Carter, quien daba la casualidad de que siempre se hallaba asistiendo a un importante juicio en algún sitio. Por regla general, permanecía oculto en su despacho con la puerta cerrada, capeando un nuevo temporal. Si el día se presentaba especialmente ajetreado, al final de la jornada llamaba a Patton French en demanda de consejo.

—Anímate, muchacho —le decía French—. Son los gajes del oficio. Estás ganando una fortuna con las demandas conjuntas, y eso es lo que de verdad les molesta. Hace falta tener un pellejo muy duro.

El pellejo más duro del bufete lo tenía Oscar Mulrooney, que seguía asombrando a Clay con su capacidad de organización y su ambición. Mulrooney trabajaba quince horas al día y estaba aguijoneando a su Sección de Yale para que cobrara el dinero del Dyloft lo antes posible. Y asumía de buen grado cualquier tarea desagradable que le encomendaran. Puesto que Jonah no ocultaba sus planes de lanzarse a navegar por el mundo mientras Paulette insinuaba su intención de pasarse un año en África para estudiar arte y Rodney seguía el ejemplo de ambos haciendo vagas alusiones a su deseo de dejarlo todo y largarse sin más, estaba claro que no tardaría en quedar espacio libre en la cumbre.

Tan claro como la voluntad de Oscar de convertirse en socio o, por lo menos, de participar directamente en las actividades del bufete. Había estudiado la acción conjunta contra las Skinny Ben, las píldoras adelgazantes que tan estrepitosamente habían fallado, y estaba convencido de que aún había por lo menos diez mil casos sueltos por ahí, a pesar de la incesante publicidad que se había estado haciendo a lo largo de cuatro años.

La Sección de Yale contaba ya con doce abogados, siete de los cuales habían estudiado, efectivamente, en Yale. En el Sudadero había doce auxiliares jurídicos, todos los cuales estaban hundidos hasta las cejas en fichas y papeleo. Clay no tuvo el menor reparo en dejar ambas unidades al mando de Mulrooney durante unas cuantas semanas. Estaba seguro de que, a su regreso, el bufete estaría en mejores condiciones que antes de su partida.

La época navideña se había convertido en un período que él procuraba ignorar, por mucho que le costara. No tenía familia con quien pasar el rato. Rebecca siempre había tratado por todos los medios de incluirlo en las actividades de los Van Horn para esas fechas, pero, a pesar de que él le agradecía el esfuerzo, lo cierto era que el hecho de permanecer solo en su desierto apartamento bebiendo vino barato y viendo viejas películas en Nochebuena siempre le había parecido un plan mucho mejor que abrir regalos con aquella gente. Cualquier regalo que él hiciese nunca era lo suficientemente bueno.

La familia de Ridley seguía en Georgia y lo más probable era que se quedase allí. Al principio, la chica no estaba segura de poder reorganizar sus obligaciones como modelo y dejar la ciudad durante varias semanas, pero su voluntad de intentarlo confortó el corazón de Clay. Ridley estaba deseando en serio largarse en un jet a las islas y jugar con él en la playa. Al final, le dijo a un cliente que la despidiera si así lo quería; le daba igual.

Era su primer viaje en jet. Clay descubrió que estaba deseando causarle la mejor impresión posible. Un vuelo directo de Washington a Santa Lucía, cuatro horas y un millón de kilómetros. El Distrito de Columbia estaba frío y gris cuando se fueron, y al bajar del aparato los recibieron el sol y el calor. Pasaron por la aduana sin que nadie los mirara, al menos a Clay. Todos los hombres volvieron la cabeza para contemplar a Ridley. Curiosamente, Clay ya estaba acostumbrándose y ella aparentaba no darse cuenta. Llevaba tanto tiempo soportando la situación que se limitaba a no hacerle caso a nadie, lo cual sólo servía para exacerbar los ánimos de sus admiradores. Una criatura tan perfecta y exquisita de la cabeza a los pies y, sin embargo, tan altiva e intocable.

Subieron a bordo de un pequeño aparato para el vuelo de quince minutos a Mustique, la exclusiva isla propiedad de los ricos y famosos, que tenía de todo menos una pista lo bastante larga para los jets privados. Astros del rock, actrices y multimillonarios tenían mansiones allí. La casa que ellos ocuparían durante una semana había pertenecido a un príncipe que se la había vendido a una empresa «punto com» que la alquilaba en ausencia de él.

La isla era una montaña rodeada por las tranquilas aguas del Caribe. Desde nueve mil metros de altura ofrecía una imagen de postal, oscura y lujuriante. Ridley buscó a tientas y se agarró a lo que pudo mientras el aparato iniciaba el descenso y aparecía ante sus ojos la estrecha pista. El piloto llevaba un sombrero de paja y habría podido aterrizar con los ojos vendados.

Marshall, el chofer/mayordomo, estaba esperándolos con una cordial sonrisa y un jeep abierto. Arrojaron el ligero equipaje en la parte de atrás y empezaron a subir por una tortuosa carretera. No había hoteles ni viviendas de propiedad horizontal ni turistas ni tráfico. Se pasaron diez minutos sin ver ningún otro vehículo. La casa se levantaba en la ladera de una montaña, tal como la calificaba Marshall, a pesar de que no era más que una colina. La vista era impresionante: setenta metros sobre el nivel del océano infinito. No se podía ver ninguna otra isla; no había barcos ni personas.

La casa disponía de cuatro o cinco dormitorios, Clay había perdido la cuenta, repartidos en torno a la construcción principal y conectados entre sí por medio de unas anchas pasarelas embaldosadas. Pidieron el almuerzo, que podía consistir en lo que quisieran, pues disponían de un chef a tiempo completo sólo para ellos. También había un jardinero, dos amas de llaves y un mayordomo, un servicio integrado por cinco personas —aparte Marshall— que vivían en algún lugar de la propiedad. Antes de deshacer el equipaje en la suite principal, Ridley se quitó prácticamente toda la ropa y se dio un chapuzón en la piscina. En topless, o totalmente desnuda de no haber sido por un tanga minúsculo. Justo cuando ya creía haberse acostumbrado a verla, Clay experimentó un repentino mareo.

Ridley se cubrió para el almuerzo. Mariscos frescos, naturalmente: camarones a la parrilla y ostras. Tras beberse dos cervezas, Clay se acercó haciendo eses a una hamaca para echar una larga siesta. El día siguiente era la víspera de Navidad, pero a él le daba igual. Rebecca estaba lejos en alguno de aquellos hoteles que eran simples trampas para turistas, amorosamente abrazada al pequeño Jason.

Y a él le importaba un bledo.

Dos días después de Navidad llegó Max Pace con una amiga. Se llamaba Valeria y era una ruda y curtida mujer acostumbrada al aire libre, con unas espaldas anchas, sin sombra de maquillaje y muy poco amiga de las sonrisas. Max era un hombre extremadamente apuesto, y sin embargo su amiga no tenía nada que pudiera resultar atractivo. Clay confiaba en que no se quitara la ropa para bajar a la piscina. Cuando Clay le estrechó la mano, percibió los callos de sus palmas. Bueno, por lo menos no sería una tentación para Ridley.

Pace no tardó en ponerse unos shorts y dirigirse a la piscina. Valeria sacó unas botas de excursión y quiso saber dónde podía hacer senderismo. Hubo que preguntárselo a Marshall, quien contestó que él no conocía ningún sendero. Esto no fue muy del agrado de Valeria, que de todos modos salió en busca de algunas rocas por las que trepar. Ridley desapareció en el salón de la casa principal, donde la esperaba un montón de vídeos.

Puesto que Pace carecía de antecedentes, apenas había tema de que hablar. Por lo menos, al principio. Sin embargo, muy pronto resultó evidente que Max tenía algo importante en la cabeza.

—Vamos a hablar de negocios —dijo tras echar una siesta bajo el sol.

Se dirigieron al bar, y Marshall les sirvió unas copas.

—Hay otro medicamento por ahí —dijo Pace, y Clay empezó a ver dinero—. Y es muy importante.

—Allá vamos otra vez.

—Pero ahora el plan será un poco distinto. Quiero un trozo del pastel.

—¿Para quién trabajas?

—Para mí. Y para ti. Yo cobraré un veinticinco por ciento sobre los honorarios brutos de los abogados.

—¿Y cuál es la ventaja?

—Podría ser algo mucho más importante que lo del Dyloft.

—En tal caso, tendrás tu veinticinco por ciento. E incluso más, si quieres.

Ambos compartían tantos trapos sucios que Clay no había podido decirle que no.

—El veinticinco me parece bien —dijo Max, alargando la mano para estrechar la de Clay.

El pacto acababa de sellarse.

—Suéltalo.

—Existe un medicamento hormonal femenino llamado Maxatil, que es utilizado por lo menos por cuatro millones de mujeres menopáusicas y posmenopáusicas de entre cuarenta y cinco y setenta y cinco años. Salió el marcado hace cinco años. Otro medicamento milagroso. Alivia los sofocos y demás síntomas de la menopausia. Muy eficaz. Se dice que también conserva la fortaleza de los huesos, reduce la hipertensión y disminuye el riesgo de enfermedades cardíacas. La compañía se llama Goffman.

—¿Goffman? ¿La de las cuchillas de afeitar y los colutorios?

—Exactamente. Veintiún mil millones de dólares en ventas el año pasado. Las acciones más seguras del mercado. Muy pocas deudas y una buena gestión. En la mejor tradición americana. Pero se dieron mucha prisa con el Maxatil. La historia es la de siempre: los beneficios serían cuantiosos, el medicamento parecía seguro, se las ingeniaron para conseguir una rápida autorización de la FDA y, durante los primeros años, pareció que todo el mundo estaba contento. A los médicos les encantaba y a las mujeres también, porque sus efectos son estupendos.

—¿Pero?

—Pero hay problemas, y de los gordos. Un estudio a nivel de todo el país ha estado siguiendo a veinte mil mujeres que llevan cuatro años tomando el medicamento. El estudio acaba de terminar, y dentro de unas semanas se dará a conocer un informe. Será devastador. En un determinado porcentaje de mujeres, el fármaco aumenta considerablemente el riesgo de cáncer de mama, infartos y apoplejías.

—¿Qué porcentaje?

—Aproximadamente un ocho por ciento.

—¿Y quién conoce este informe?

—Muy pocas personas. Yo tengo una copia.

—¿Por qué será que no me sorprendo?

Clay bebió un buen trago y miró alrededor en busca de Marshall. Se le había acelerado el pulso. De pronto, se había hartado de Mustique.

—Hay algunos abogados al acecho, pero no han visto el informe del Gobierno —añadió Pace—. Se ha presentado una demanda en Arizona, aunque no es una acción colectiva.

—¿Qué es?

—Un simple y anticuado caso individual de daños y perjuicios.

—Vaya aburrimiento.

—No creas. El abogado es un tal Dale Mooneyham, de Tucson. Los presenta de uno en uno y nunca pierde. Está a punto de ser el primero en demandar a Goffman, lo cual podría marcar la pauta de todo el acuerdo de indemnización. La clave consiste en presentar la primera acción conjunta. Eso tú ya lo aprendiste de Patton French.

—Podemos ser los primeros en presentar la demanda —dijo Clay, como si llevara años haciéndolo.

—Y lo puedes hacer tú solo sin necesidad de unirte a French y a esa caterva de estafadores. Preséntala en el Distrito de Columbia y después emite rápidamente los anuncios. Será impresionante.

—Como lo del Dyloft.

—Sólo que esta vez tú estarás al mando de la situación. Yo permaneceré en segundo plano, tirando de los hilos y haciendo el trabajo sucio. Tengo muchos contactos con los personajes turbios más indicados. La demanda será nuestra y, si ésta lleva tu nombre, Goffman se apresurara a buscar protección.

—¿Un acuerdo rápido?

—Probablemente no tan rápido como el del Dyloft, pero es que ése fue extremadamente rápido. Tendrás que hacer deberes, reunir las pruebas más apropiadas, contratar a expertos, demandar a los médicos que han estado recetando el fármaco e insistir en presentar la primera demanda. Tendrás que convencer a Goffman de que no te interesa llegar a un acuerdo de indemnización por daños, sino que quieres que se celebre un juicio, un juicio sensacional que se convierta en un espectáculo público en tu propio terreno.

—¿Algún inconveniente? —preguntó Clay, procurando aparentar un recelo que no sentía.

—Yo no veo ninguno, aparte de los millones que te costarán los anuncios y la preparación del juicio.

—Eso no es ningún problema.

—Parece que tienes un don especial para gastar dinero.

—Sólo he rascado un poco la superficie.

—Me gustaría cobrar un anticipo de un millón de dólares —dijo Pace—. Sobre mis honorarios. —Bebió un sorbo—. Aún estoy poniendo en orden algunos antiguos negocios en casa.

A Clay le pareció un poco raro que Pace quisiera dinero. Sin embargo, habiendo tantas cosas en juego y, con el secreto del Tarvan, no estaba en condiciones de negarse.

—De acuerdo —dijo.

Estaban tumbados en las hamacas cuando regresó Valeria, empapada de sudor y algo más relajada que al principio. Se quitó toda la ropa y se lanzó a la piscina.

—Una chica de California —explicó Pace en voz baja.

—¿Va en serio? —preguntó Clay con cierta cautela.

—Llevamos muchos años viéndonos esporádicamente —se limitó a contestar Pace.

La chica de California pidió una cena que no incluyera ni carne ni pescado ni pollo ni huevos ni queso. Tampoco bebía alcohol.

Clay pidió pez espada a la plancha para los demás. La cena terminó muy pronto, pues Ridley estaba deseando correr a esconderse en su habitación y Clay a su vez quería alejarse cuanto antes de Valeria.

Pace y su amiga se quedaron allí dos días, pero uno habría sido suficiente. El propósito del viaje había sido puramente de negocios y, una vez sellado el pacto, Pace ya deseaba irse. Clay los vio alejarse a toda prisa a bordo del vehículo que Marshall conducía más rápido que nunca.

—¿Algún otro invitado? —preguntó cautelosamente Ridley.

—No, por Dios.

—Fantástico.