La portada de diciembre de Capitol Magazine mostraba a Clay Carter muy guapo y bronceado con su traje de Armani, sentado en un rincón de su bien amueblado y decorado despacho. Había sido una precipitada sustitución de última hora de un reportaje titulado «Navidad en el Potomac», el tradicional artículo navideño en el cual un rico y anciano senador y su más reciente y espectacular esposa abren las puertas de su nueva mansión privada en Washington para que todo el mundo la contemple. La pareja y sus adornos, sus gatos y sus recetas culinarias preferidas habían sido relegados a las páginas interiores de la revista porque el Distrito de Columbia era siempre y por encima de todo una ciudad que giraba en torno al dinero y el poder. ¿Cuántas veces tendría la revista ocasión de revelar la increíble historia de un joven abogado sin un centavo que se había hecho rico prácticamente de la noche a la mañana?
En una de las imágenes, Clay aparecía en su patio con un perro que le había pedido prestado a Rodney, en otra se lo veía posando al lado de la tribuna del jurado de una desierta sala de justicia, como si acabara de arrancar impresionantes veredictos contra los malos, y también, como no podía ser menos, lavando su nuevo Porsche. Confesaba que su pasión era la vela, por lo que la revista también mostraba una espléndida embarcación amarrada en las Bahamas. Por el momento no mantenía ningún idilio significativo, razón por la cual la revista se apresuraba a calificarlo como uno de los solteros más codiciados de la ciudad.
En las páginas del final se mostraban fotografías de novias, seguidas del anuncio de sus inminentes bodas. Todas las debutantes y las ex alumnas de escuelas privadas, así como las representantes de la alta sociedad de los clubes de campo soñaban con el momento en que aparecerían en las páginas de Capitol Magazine. Cuanto mayor fuese el tamaño de la fotografía, tanto más importante era la familia. Todo el mundo sabía que muchas madres ambiciosas utilizaban una regla para medir el tamaño de las fotografías de sus hijas y las de sus rivales, y después presumían o se pasaban años rumiando en secreto su rencor.
Allí estaba la resplandeciente Rebecca Van Horn, cómodamente instalada en un sofá de mimbre de un jardín de algún sitio, en una preciosa fotografía estropeada por el rostro de su prometido y futuro esposo, el ilustre Jason Shubert Myers IV, amorosamente sentado a su lado y disfrutando a todas luces de la cámara. Las bodas eran para las novias, no para los novios; así pues, ¿por qué se empeñaban en incluir también los rostros de estos últimos en los anuncios?
Bennett y Barbara habían tirado de los hilos necesarios; el anuncio de la boda de Rebecca era el segundo más grande de entre aproximadamente una docena. Seis páginas más allá, Clay vio un anuncio a toda plana del BVH Group. El soborno.
Clay disfrutó del dolor que la revista estaría causando en aquel momento en el hogar de los Van Horn. La boda de Rebecca, el gran acontecimiento social en el que Bennett y Barbara tanto dinero iban a gastarse para impresionar al mundo, estaba siendo rebajado por su antigua pesadilla. ¿Cuántas veces podría su hija insertar el anuncio de su boda en Capitol Magazine? Con lo mucho que ellos habían trabajado para asegurarle un lugar destacado. Y ahora todo se iba al garete por culpa de la traca de Clay.
Y su glorificación aún no había terminado.
Jonah ya había anunciado que su retiro era una auténtica posibilidad. Se había pasado diez días en Antigua, con dos chicas en lugar de una, y al regresar al Distrito de Columbia en medio de una nevada de principios de diciembre le había revelado a Clay que se sentía mental y psicológicamente incapaz de seguir ejerciendo la abogacía. Tenía todo lo que podía desear. Su carrera jurídica había terminado. Él también estaba echando un vistazo a los veleros. Había conocido a una chica muy aficionada a la vela y, puesto que todavía estaba bajo los efectos de un mal matrimonio, también necesitaba vivir una buena temporada en el mar. Jonah era de Annapolis y, a diferencia de Clay, se había pasado la vida navegando.
—Necesito un bombón, rubia a ser posible —dijo Clay, sentándose en un sillón frente al escritorio de Jonah.
La puerta estaba cerrada. Eran más de las seis de la tarde de un miércoles y Jonah acababa de abrir la primera botella de cerveza. La norma tácita del despacho era no beber hasta después de las seis de la tarde. De lo contrario, Jonah hubiese empezado a hacerlo inmediatamente después del almuerzo.
—¿El soltero más codiciado de la ciudad tiene problemas para encontrar chicas?
—Es que estoy desentrenado. Voy a la boda de Rebecca y necesito una chica espectacular que le arrebate el protagonismo.
—Me encanta —dijo Jonah entre risas mientras abría un cajón de su escritorio.
Sólo Jonah era capaz de tener un fichero de mujeres. Hurgó entre los papeles y encontró lo que buscaba. Arrojó un periódico doblado al otro lado de la mesa. Era un anuncio de lencería de unos grandes almacenes. La joven y espléndida diosa no llevaba apenas nada de cintura para abajo y a duras penas se cubría los pechos con los brazos cruzados. Clay recordaba claramente haber visto aquel anuncio la primera mañana que se publicó. La fecha correspondía a cuatro meses atrás.
—¿La conoces?
—Pues claro que la conozco. ¿Acaso crees que guardo anuncios de ropa interior sólo para deleitarme con ellos?
—No me sorprendería.
—Se llama Ridley. Por lo menos, así se la conoce.
—¿Vive aquí?
Clay aún estaba boquiabierto de asombro ante la impresionante belleza en blanco y negro que sostenía en la mano.
—Es de Georgia.
—Ah, una chica sureña.
—No, una chica rusa. Del país de Georgia. Vino aquí en un programa de intercambio estudiantil y se quedó.
—Aparenta dieciocho años.
—Veintitantos.
—¿Qué estatura tiene?
—Metro setenta y cinco o algo así.
—Sus piernas parecen medir metro cincuenta.
—¿Y te quejas?
En un intento de aparentar indiferencia, Clay arrojó de nuevo el periódico sobre la mesa.
—¿Algún defecto?
—Sí, corren rumores de que es aficionada a los cambios.
—¿A qué?
—Es bisexual. Le gustan los chicos y las chicas.
—Vaya por Dios.
—No está confirmado, pero muchas modelos son así. Quizá sólo se trate de un rumor, por lo que sé.
—Has salido con ella.
—No. Un amigo de un amigo. Figura en mi lista. Estoy a la espera de que me lo confirmen. Pruébalo. Si no te gusta, buscamos a otra nena.
—¿Puedes llamarla?
—Pues claro, no hay problema. Será muy fácil, ahora que eres el Señor Portada, el soltero más codiciado, el Rey de los Pleitos. ¿Sabrán lo que son los daños y perjuicios allá en Georgia?
—Si tienen suerte, seguro que no. Haz esa llamada.
Se reunieron para cenar en el restaurante del mes, un local japonés frecuentado por los jóvenes y ricos. Ridley era aún más guapa en persona que en fotografía. Las cabezas se volvieron y los cuellos giraron mientras los acompañaban al centro de la sala y los ubicaban en una mesa muy importante. Las conversaciones quedaron interrumpidas a media frase. Los camareros se arremolinaron a su alrededor. Su inglés, aunque con leve acento extranjero, era impecable, y justo lo bastante exótico para añadir un poco más de sexo al conjunto, de haberlo necesitado.
Los trapos de segunda mano de los mercadillos le habrían sentado a Ridley de maravilla. Su desafío consistía en vestir sencillo de tal manera que la ropa no compitiese con su cabello rubio, sus ojos color verde mar, sus pómulos marcados y el resto de sus rasgos perfectos.
Su verdadero nombre era Ridal Petashnakol, y ella tuvo que deletrearlo dos veces para que Clay lo entendiera. Por suerte, las modelos, como los jugadores de fútbol, podían sobrevivir sólo con un nombre, por cuyo motivo ella se hacía llamar, sencillamente, Ridley. No bebía alcohol, por lo que, en su lugar, pidió un zumo de arándanos. Clay confiaba en que no pidiera un plato de zanahorias para cenar.
Ella tenía belleza y él tenía dinero, y puesto que no podían hablar de ninguna de las dos cosas, se pasaron unos cuantos minutos chapoteando sin tocar fondo en busca de un terreno más seguro. Ella no era rusa sino georgiana, y no le interesaban ni la política ni el terrorismo ni el fútbol. En cambio, el cine le encantaba. Veía todas las películas, y todas le gustaban. Incluso las cosas terribles que nadie iba a ver. A Ridley le encantaban los fracasos de taquilla, lo cual indujo a Clay a abrigar serias dudas acerca de ella.
«No es más que un bombón —se dijo—. Ahora la cena, después la boda de Rebecca y fin de la historia».
Hablaba cinco idiomas, pero, puesto que casi todos pertenecían a la Europa del Este, no le resultaban demasiado útiles para medrar. Para gran alivio de Clay, la chica pidió un primer plato, un segundo y postre. La conversación no resultaba fácil, pero ambos se esforzaban al máximo. Sus antecedentes eran enormemente distintos. El abogado que había en Clay hubiera querido someter a la testigo a un examen exhaustivo; nombre verdadero, edad, grupo sanguíneo, ocupación del padre, sueldo, estado civil, antecedentes sexuales… ¿es cierto que eres bisexual? Pero consiguió reprimirse y no fisgonear en absoluto. Hizo algunos comentarios intrascendentes, no obtuvo respuesta, y volvió al terreno de las películas. La chica conocía a todos los actores de serie B de veinte años y sabía con quién salían en aquel momento, un tema tremendamente aburrido, pero probablemente no tanto como el de un puñado de abogados comentando sus más recientes victorias judiciales o acuerdos conjuntos de daños y perjuicios por sustancias tóxicas.
Clay se bebió el vino y se relajó un poco. Era un tinto de Borgoña. Patton French se habría sentido orgulloso. Si sus compañeros de las demandas colectivas lo hubiesen visto en ese momento, sentado con aquella muñeca Barbie.
Lo único negativo era el molesto rumor que corría acerca de ella. No era posible que le gustasen las mujeres. Era demasiado perfecta, demasiado exquisita, demasiado atractiva para el sexo contrario. ¡Estaba destinada a convertirse en una esposa digna de ser exhibida como un trofeo! Pero algo en ella alimentaba sus sospechas. Tras haberse recuperado del sobresalto inicial que le había provocado su aspecto, lo que le había llevado por lo menos dos horas y toda una botella de vino, Clay se dio cuenta de que no conseguía ir más allá de la superficie. O bien la profundidad no era mucha o ésta se encontraba cuidadosamente protegida.
Durante el postre, una mousse de chocolate con la que ella jugueteó pero que apenas probó, Clay la invitó a la recepción de una boda. Confesó que la novia era su antigua prometida, pero mintió al decir que ahora ambos seguían siendo amigos. Ridley se encogió de hombros como si hubiera preferido ir al cine.
—¿Por qué no? —contestó.
Mientras enfilaba el camino de la entrada del club de campo Potomac, Clay se sintió fuertemente impresionado por la emoción del momento. Habían transcurrido más de siete meses desde su última visita a aquel maldito lugar, una cena de pesadilla con los padres de Rebecca. Aquella vez había ocultado su viejo Honda detrás de las pistas de tenis. Ahora, en cambio, estaba luciendo un Porsche Carrera recién salido de fábrica. En aquella ocasión, había esquivado al aparcacoches para ahorrarse la propina. En ésta, en cambio, le había dado al chico una propina extra. Entonces estaba solo, temiendo las horas que tendría que pasar en presencia de los Van Horn. Ahora, en cambio, iba acompañado por la espectacular Ridley, quien lo tomaba del brazo y cruzaba las piernas de tal forma que el corte de la falda le dejaba al descubierto hasta la cintura; y dondequiera que se encontraran los padres de Rebecca en aquel momento, estaba claro que ya no intervenían para nada en la vida de ésta. De pronto, se sintió un vagabundo en terreno sagrado. El club de campo Potomac aprobaría su ingreso al día siguiente con tal de que añadiera a la instancia un cheque jugoso.
—Recepción de boda Van Horn —le dijo al guardia, quien le franqueó la entrada con un ademán.
Llegaban con una hora de retraso, el mejor momento que hubieran podido elegir. El salón de baile estaba abarrotado y una orquesta de rhythm and blues tocaba en uno de los extremos.
—No te apartes de mí —le murmuró Ridley al entrar—. Yo aquí no conozco a nadie.
—No te preocupes —la tranquilizó Clay.
No apartarse de ella no constituiría ningún problema. Y, por más que quisiera dar a entender lo contrario, él tampoco conocía a nadie. Las cabezas empezaron a volverse de inmediato. Las mandíbulas se aflojaron. Con la cantidad de tragos que ya se habían echado al coleto, los hombres miraban sin el menor disimulo a Ridley mientras ésta avanzaba majestuosamente del brazo de su acompañante.
—¡Hola, Clay! —gritó alguien.
Clay se volvió y vio el sonriente rostro de Randy Spino, un compañero suyo de la facultad de Derecho que trabajaba en un megabufete y a quien, en circunstancias normales, jamás se le habría ocurrido dirigirle la palabra en semejante ambiente. En un encuentro casual por la calle, quizá le hubiera dicho sin detenerse: «¿Qué tal va eso?», pero nunca entre los socios de un club de campo y mucho menos de uno tan dominado por los peces más gordos de las grandes empresas.
Pero allí estaba él, tendiéndole la mano a Clay mientras dirigía a Ridley una sonrisa de oreja a oreja. De inmediato se formó un pequeño grupo. Spino se puso al mando de la situación y empezó a presentar a todos sus buenos amigos a su buen amigo Clay Carter y a Ridley sin apellido. Ella apretó con más fuerza el codo de Clay. Todos los chicos querían saludarla.
Para acercarse a ella, tenían que charlar con Clay, por cuyo motivo no pasaron más que unos pocos segundos antes de que alguien dijera:
—Bueno, Clay, enhorabuena por darle caña a los laboratorios Ackerman.
Clay jamás había visto a la persona que estaba felicitándolo. Dedujo que se trataba de un abogado, probablemente de un importante bufete que, probablemente, representaba a grandes compañías como Ackerman. Antes de que su interlocutor terminara la frase comprendió que el falso elogio estaba dictado por la envidia. Y por el deseo de contemplar mejor a Ridley.
—Gracias —contestó Clay como si fuese un día cualquiera en su despacho.
—¡Cien millones! ¡Qué barbaridad!
El nuevo rostro pertenecía también a un desconocido que daba la impresión de llevar una tajada descomunal.
—Bueno, pero la mitad se va en impuestos —dijo Clay. ¿Cómo podía uno subsistir con sólo cincuenta millones de dólares?
Los componentes del grupo estallaron en una sonora carcajada, como si Clay hubiera hecho el comentario más gracioso del mundo. Otras personas se incorporaron al grupo, todas pertenecientes al sexo masculino y tratando, sin excepción, de acercarse al máximo a aquella impresionante rubia cuyo aspecto les resultaba vagamente familiar. Era probable que, vestida y a todo color, no acabasen de reconocerla.
Un estirado y nervioso individuo dijo:
—Nosotros tenemos a Philo. No sabes cuánto nos alegramos de que se resolviese este asunto del Dyloft.
Era una dolencia que aquejaba a casi todos los abogados del Distrito de Columbia. Todas las empresas del mundo contaban con representación jurídica en el Distrito de Columbia, aunque sólo fuera de nombre, por lo que cualquier disputa o transacción tenía graves consecuencias para los abogados de la ciudad. Estalla una refinería en Tailandia y un abogado dice: «Sí, nosotros tenemos a la Exxon». Se produce un gran éxito de taquilla y alguien dice: «Tenemos a Disney». Un todoterreno vuelca y mueren cinco personas: «Tenemos a la Ford». Clay se pasó tanto rato oyendo la palabra «tenemos» que al final se hartó. «Pues yo tengo a Ridley —hubiera querido decir—, así que quietas las manos».
En el escenario se estaba anunciando algo, y el salón de baile enmudeció. La novia y el novio estaban a punto de abrir el baile, tras lo cual ella bailaría con su padre y él lo haría con su madre, y así sucesivamente. Los invitados formaron un círculo para contemplar el espectáculo. La orquesta inició los primeros compases de Smoke Gets in Your Eyes.
—Es muy guapa —murmuró Ridley muy cerca del oído derecho de Clay.
Efectivamente lo era. Y estaba bailando con Jason Myers, que a pesar de medir seis centímetros menos que ella, a Rebecca le parecía la única persona del mundo. Rebecca sonreía y resplandecía mientras ambos evolucionaban lentamente por la pista de baile, donde ella se encargaba de hacer casi todo el trabajo, pues el novio estaba tan rígido como una estaca.
Clay sintió deseos de atacar, de abrirse paso como un relámpago entre los invitados y propinarle al cabrón de Myers un puñetazo que lo dejara baldado. De esa manera rescataría a su chica y se la llevaría y le pegaría un tiro a su madre en caso de que ésta descubriera su escondrijo.
—Sigues enamorado de ella, ¿verdad? —le preguntó Ridley en voz baja.
—No, todo terminó entre nosotros —contestó él también en voz baja.
—La quieres. Se te nota.
—No.
Aquella noche los recién casados se irían a algún sitio y consumarían el matrimonio, aunque, conociendo a Rebecca tan íntimamente como él la conocía, sabía que ya habría educado al gusano de Myers en los placeres de la cama. Un hombre de suerte, que se beneficiaba de todo lo que Clay le había enseñado a Rebecca. No era justo.
Le dolía verlos juntos y se preguntó por qué estaba allí. La conclusión, cualquier cosa que eso pudiera significar. La despedida. Pero quería que Rebecca lo viese con Ridley y supiera que le iban bien las cosas y no la echaba de menos.
El hecho de ver bailar a Bennett el Bulldozer le resultó doloroso por otros motivos. Éste era un defensor de la teoría del hombre blanco, según la cual no había que mover los pies al bailar, por lo que, cuando intentaba menear el trasero, la orquesta se mondaba de risa. Ya tenía las mejillas de color carmesí a causa del exceso de Chivas. Jason Myers bailó con Barbara Van Horn, quien, desde lejos, daba la impresión de haber pasado por una o dos tandas más de tratamientos a manos de su cirujano plástico, el que les hacía descuentos a las clientas. Lucía un modelo muy bonito pero varias tallas más pequeño, por lo que el exceso de grasa asomaba por donde no debía y parecía estar a punto de reventar. Llevaba pegada a la cara la sonrisa más falsa que jamás hubiera exhibido —pero sin arrugas, debido sin duda a un exceso de toxina botulínica— y Myers le devolvía la sonrisa como si ambos fueran a ser amigos para siempre. Ella ya estaba apuñalándolo por la espalda, aunque él fuera demasiado estúpido para darse cuenta. Y lo más triste de todo era que probablemente ella tampoco lo sabía. Así era la naturaleza de la bestia.
—¿Le apetece bailar? —le preguntó alguien a Ridley.
—Largo de aquí —masculló Clay, conduciéndola a la pista de baile, donde la gente se movía al ritmo de un tema funky francamente bueno. Si cuando permanecía quieta Ridley ya era una obra de arte, en pleno movimiento constituía un auténtico monumento nacional. Se movía con gracia natural e innato sentido del ritmo, con un escote justo lo bastante pronunciado para no dejar al descubierto más de lo debido y un corte en la falda que se abría mostrando una carne en todo su esplendor. Varios grupos de hombres se habían acercado para mirar.
Y la que también estaba mirando era Rebecca. Al hacer una pausa para conversar con sus invitados, se percató del revuelo que se había armado y miró hacia la pista, donde Clay estaba bailando con una belleza sensacional. Ella también se quedó pasmada al ver a Ridley, aunque por otros motivos. Siguió charlando un momento con sus invitados y después se dirigió a la pista de baile.
Entretanto, Clay estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para no perder de vista a Rebecca sin perderse ni un solo movimiento de Ridley. Al terminar la pieza, la orquesta empezó a tocar otra más lenta, y Rebecca se interpuso entre ambos.
—Hola, Clay —dijo sin prestar la menor atención a su pareja—. ¿Bailamos?
—Pues claro —contestó él.
Ridley se encogió de hombros y se apartó, sola únicamente por un instante, pues no tardó en verse rodeada por una estampida. Eligió al más alto, lo rodeó con los brazos y empezó a vibrar.
—No recuerdo haberte invitado —dijo Rebecca, pasándole un brazo por la espalda.
—¿Quieres que me vaya?
La atrajo un poco más hacia sí, pero el voluminoso vestido de novia impidió el contacto que él buscaba.
—La gente nos está mirando —dijo Rebecca con una sonrisa forzada—. ¿Por qué has venido?
—Para celebrar tu boda. Y para echar un buen vistazo a tu nuevo chico.
—No seas malo, Clay. Lo que ocurre, sencillamente, es que estás celoso.
—Más que celoso. Me dan ganas de romperle el cuello.
—¿De dónde has sacado a esta nena?
—Y ahora, ¿quién es el que está celoso?
—Yo.
—No te preocupes, Rebecca, en la cama no te llega a la altura del zapato.
O, bien mirado, quizá sí. En fin.
—Jason no está nada mal.
—La verdad es que no me interesa saberlo. Tú procura no quedarte embarazada, ¿de acuerdo?
—Eso no es asunto tuyo.
—Vaya si lo es.
Ridley y su pareja pasaron bailando por su lado. Por primera vez, Clay tuvo ocasión de echar un buen vistazo a su espalda, la cuál quedaba totalmente al aire, pues su vestido sólo empezaba a existir apenas unos centímetros por encima de sus redondas y perfectas nalgas. Rebecca también se dio cuenta.
—¿La tienes en nómina? —preguntó.
—Todavía no.
—¿Es menor de edad?
—Qué va. Es totalmente adulta. Dime que todavía me quieres.
—No te quiero.
—Mientes.
—Ahora sería mejor que te marcharas y te la llevases.
—No pretendía aguarte la fiesta.
—Has venido sólo para eso, Clay. —Rebecca se apartó ligeramente, pero siguió bailando.
—Quédate un año aquí, ¿de acuerdo? —pidió Clay—. Para entonces ya habré ganado doscientos millones. Podremos subir a bordo de mi jet, hacer saltar por los aires esta mierda de sitio y pasarnos toda la vida en un yate. Tus padres jamás nos encontrarán. Rebecca se detuvo y dijo:
—Adiós, Clay.
—Esperaré —dijo Clay.
De inmediato fue apartado a un lado por un Bennett que se movía a trompicones y, tras pedir disculpas, cogió a su hija del brazo y, arrastrando los pies, la rescató, llevándosela al otro extremo de la pista de baile.
Barbara fue la siguiente. Ésta tomó la mano de Clay, esbozando una sonrisa tan radiante como artificial.
—Procuremos no hacer una escena —dijo sin mover los labios.
Ambos empezaron a desplazarse con unos movimientos rígidos que nadie hubiera podido confundir con un baile.
—¿Cómo está, señora Van Horn? —preguntó Clay, que se sentía en las garras de un nido de víboras.
—Estupendamente hasta que te vi. Estoy segura de que no has sido invitado a esta pequeña fiesta.
—Ya me iba.
—Fantástico. No me gustaría tener que recurrir al servicio de seguridad.
—No será necesario.
—No le estropees este momento a mi hija, por favor.
—Tal como le he dicho, ya me iba.
La música terminó y Clay se apartó bruscamente de la señora Van Horn. Un pequeño grupo se había congregado alrededor de Ridley, pero Clay se la llevó en un abrir y cerrar de ojos. Ambos se retiraron al fondo de la sala, donde un bar atraía a más invitados que la orquesta. Clay bebió una cerveza y estaba a punto de marcharse cuando otro grupo de mirones los rodeó. Los abogados del grupo querían hablar de los placeres de las demandas conjuntas y aprovechar de paso para acercarse un poco más a Ridley.
Cuando Clay ya llevaba unos cuantos minutos conversando estúpidamente con gente a la que detestaba, un fornido joven enfundado en un esmoquin de alquiler se situó a su lado y le dijo en voz baja:
—Pertenezco al servicio de seguridad.
La expresión de su rostro era amistosa y él parecía muy profesional.
—Ya me voy —repuso Clay, también en voz baja.
Expulsado de la boda de los Van Horn. Echado a patadas del gran club de campo Potomac. Mientras se alejaba al volante de su automóvil con Ridley adherida a su cuerpo, Clay declaró en su fuero interno que aquél era uno de los mejores momentos que jamás hubiera saboreado en su vida.