Todos los participantes habían jurado guardar el secreto. Los abogados habían firmado unos voluminosos documentos, prometiendo absoluta confidencialidad acerca de las negociaciones y el acuerdo sobre el Dyloft. Antes de abandonar Nueva York, Patton French había dicho a los miembros de su grupo:
—Dentro de cuarenta y ocho horas saldré en los periódicos. Philo filtrará la noticia y sus acciones subirán.
A la mañana siguiente el Wall Street Journal publicó el reportaje; naturalmente, toda la culpa se atribuía a los abogados.
ABOGADOS ESPECIALISTAS EN DAÑOS Y PERJUICIOS FUERZAN UN RÁPIDO ACUERDO SOBRE EL DYLOFT, rezaba el titular. Unas fuentes anónimas tenían mucho que decir. Los detalles eran correctos. Se establecería un fondo de dos mil quinientos millones de dólares para la primera ronda de acuerdos, con otros mil quinientos millones de dólares como reserva para los casos más graves.
Philo Products abrió a 82 dólares y subió rápidamente a 85. Un analista señalaba que la noticia de los acuerdos había tranquilizado a los inversores. La empresa estaría en condiciones de controlar los costes del litigio. No habría largos procesos. Ni amenaza de veredictos descomunales. En este sentido, a los abogados les habían parado los pies y fuentes anónimas de Philo lo consideraban una victoria. Clay seguía la noticia a través del televisor de su despacho.
Al mismo tiempo, controlaba las llamadas de los reporteros. A las once, llegó uno del Journal, acompañado de un fotógrafo. Durante la conversación preliminar, Clay observó que el hombre sabía tanto como él sobre el acuerdo de indemnización.
—Estas cosas raras veces pueden mantenerse en secreto —dijo el reportero—. Sabíamos en qué hotel se escondían ustedes.
Clay contestó off the record a todas las preguntas. Y después se negó a comentar oficialmente las condiciones del acuerdo. Facilitó un poco de información acerca de sí mismo, de su rápido ascenso desde las profundidades de la ODO hasta su conversión en multimillonario de las demandas colectivas en sólo unos meses, del impresionante bufete jurídico que estaba montando, etcétera. Ya se estaba imaginando la configuración del reportaje y sabía que éste iba a ser espectacular.
A la mañana siguiente, lo leyó on line antes de que amaneciera. Por encima de su rostro, representado por uno de aquellos horribles dibujos popularizados por el Journal, figuraba el titular:
EL REY DE LOS PLEITOS: DE 40000 DÓLARES A 100 MILLONES EN SEIS MESES, y, debajo, el subtitular: «¡Hay que ser un gran amante del Derecho!»
El reportaje era muy largo y se centraba enteramente en Clay. Sus antecedentes, sus estudios, su padre, la facultad de Derecho de Georgetown, elogiosos comentarios de Glenda y Jermaine, de la ODO, un comentario de un profesor suyo al que ni siquiera recordaba y un breve resumen de la acción legal contra el Dyloft. Lo mejor era una larga conversación con Patton French, en cuyo transcurso el «célebre abogado especialista en demandas colectivas» calificaba a Clay de «nuestro joven y más brillante astro», «intrépido» e «importante y nueva fuerza que habrá que tener en cuenta». «Las grandes compañías norteamericanas tendrían que echarse a temblar ante la sola mención de su nombre», añadía el altisonante comentario, y, concluía: «No cabe duda, Clay es el más reciente Rey de los Pleitos».
Clay lo leyó un par de veces y se lo envió por correo electrónico a Rebecca con una nota arriba y otra abajo: «Rebecca, Espera Por favor, Clay». Se lo envió a su apartamento y a su despacho y después eliminó el mensaje personal y lo envió por fax a las oficinas de BVH Group. Faltaba un mes para la boda.
Cuando Clay llegó a su despacho, la señorita Glick le entregó un montón de mensajes, aproximadamente la mitad de ellos de amigos de la facultad de Derecho solicitándole en broma la concesión de préstamos, y aproximadamente la otra mitad de periodistas de todos los pelajes. En el despacho reinaba un caos superior al habitual. Paulette, Jonah y Rodney todavía estaban confusos y desorientados. Todos los clientes querían cobrar el dinero aquel mismo día.
Por suerte, la Sección de Yale, bajo el fulgor emergente del señor Oscar Mulrooney, consiguió estar a la altura de las circunstancias y elaboró un plan de supervivencia hasta la firma del acuerdo. Clay instaló a Mulrooney en un despacho al fondo del pasillo, le dobló el sueldo y le encomendó la solución de aquel embrollo.
Él necesitaba tomarse un respiro.
Puesto que el Departamento de justicia de Estados Unidos le había retirado discretamente el pasaporte, los movimientos de Jarrett Carter estaban en cierto modo limitados. Éste ni siquiera sabía muy bien si podía regresar a su país, aunque en seis años jamás lo había intentado. El pacto que le había permitido abandonar la ciudad sin cargos tenía muchos cabos sueltos.
—Será mejor que no nos movamos de las Bahamas —le dijo a Clay por teléfono.
Ambos abandonaron Abaco en un Cessna Citacion V, otro juguete que Clay había descubierto. Se dirigían a Nassau en un vuelo de treinta minutos. Jarrett esperó a estar en el aire antes de decir:
—Bueno, suelta lo que llevas dentro.
Ya se estaba tomando una cerveza. Vestía unos deshilachados shorts de tela vaquera, sandalias y una vieja gorra de pescador, muy en su papel de expatriado y desterrado a las islas, inmerso en su existencia de pirata.
Clay se abrió también una cerveza y después empezó con el Tarvan y terminó con el Dyloft. Jarrett había oído rumores acerca del éxito de su hijo, pero jamás leía la prensa y procuraba por todos los medios ignorar las noticias de su país. Se tomó otra cerveza mientras trataba de digerir la idea de que alguien pudiera tener cinco mil clientes a la vez.
Los cien millones le cerraron los ojos, lo hicieron palidecer o, por lo menos, le aclararon ligeramente el bronceado del rostro, y le fruncieron la curtida piel de la frente con toda una serie de profundas arrugas. Meneó la cabeza, bebió un poco de cerveza y se echó a reír.
Clay insistió en seguir adelante, firmemente decidido a terminar antes de que aterrizaran.
—¿Qué estás haciendo con el dinero? —preguntó Jarrett, todavía impresionado por lo que acababa de oír.
—Gastándolo a lo bestia.
Al salir del aeropuerto de Nassau encontraron un taxi, un Cadillac amarillo de 1974 cuyo conductor estaba fumándose un porro. El hombre los llevó sanos y salvos al hotel y casino Sunset, de cara al puerto de Nassau.
Jarrett se dirigió a las mesas de black jack con los cinco mil dólares en efectivo que su hijo acababa de regalarle. Clay encaminó sus pasos hacia la piscina y la crema bronceadora. Quería sol y bikinis.
La embarcación era un catamarán de veintidós metros de eslora procedente de un astillero de Fort Lauderdale especializado en la construcción de impresionantes veleros. El patrón y a la vez vendedor era un viejo y excéntrico británico llamado Maltbee que tenía por compinche a un escuálido marinero de cubierta bahameño. Maltbee empezó a soltar maldiciones y fue de un lado para otro hasta que salieron del puerto de Nassau para entrar en la bahía. Se dirigían a la orilla sur del canal para pasar media jornada bajo el ardiente sol y en las serenas aguas, en lo que iba a ser una prolongada prueba de una embarcación con la cual, a juicio de Jarrett, podría ganarse el dinero a paletadas. Cuando se apagó el motor y se arriaron las velas, Clay bajó a echar un vistazo al camarote. Al parecer, la embarcación podía acoger a ocho personas, más una tripulación de dos miembros. El espacio era muy reducido. La ducha resultaba tan estrecha que uno no podía girarse siquiera. La suite principal hubiera cabido en el interior del más pequeño de sus armarios. Así era la vida en un velero.
Según Jarrett, resultaba imposible ganar dinero con la pesca. El negocio era esporádico. Para obtener unos pocos beneficios se necesitaba alquilar el barco a diario, en cuyo caso el trabajo resultaba excesivo. No había manera de conservar a los marineros de cubierta. Las propinas solían ser escasas. Casi todos los clientes podían soportarse, pero había muchos que eran inaguantables. Llevaba cinco años como patrón de embarcaciones de alquiler y el duro esfuerzo comenzaba a pasarle factura.
El dinero de verdad sólo podía ganarse con el alquiler de embarcaciones de vela para pequeños grupos de gente rica que quería trabajar de verdad, no que la mimaran. Eran lo que se llamaba «marinos medio en serio». Toma una buena embarcación, la tuya propia, a ser posible sin ningún tipo de gravamen, y pásate un mes navegando por el Caribe. Jarrett tenía un amigo en Freeport que llevaba años alquilando dos embarcaciones similares a aquella clase y ganaba fortunas. Los clientes establecían su propio itinerario, elegían los horarios y las rutas, seleccionaban los menús y las bebidas y allá se iban con un patrón y un segundo oficial a navegar durante un mes.
—Diez mil dólares a la semana —dijo Jarrett—. Además, te dedicas a navegar, disfrutas del sol, del viento y del mar y no tienes que ir a ninguna parte. A diferencia de lo que ocurre con la pesca, donde debes pescar una pieza impresionante, pues de lo contrario todo el mundo se enfada.
Cuando Clay salió del camarote, Jarrett ya estaba al timón con la mayor soltura del mundo, como si llevara años patroneando yates de lujo. Clay paseó por la cubierta y se tumbó a tomar el sol.
Cuando se levantó un poco de viento, surcaron las tranquilas aguas hacia el este bordeando la bahía mientras Nassau se iba difuminando a lo lejos. Clay sólo se había dejado puestos los shorts e iba totalmente embadurnado de bronceador; estaba a punto de quedarse medio adormilado cuando Maltbee se acercó sigilosamente a él.
—Su padre me dice que el del dinero es usted.
Maltbee ocultaba los ojos detrás de unas gruesas gafas de sol.
—Supongo que es verdad —repuso Clay.
—El barco cuesta cuatro millones de dólares, es prácticamente nuevo y es uno de los mejores que tenemos. Se construyó para uno de esos propietarios de empresas «punto com» que perdió el dinero tan rápido como lo había ganado. Me dan mucha pena, si quiere que le diga la verdad. Pero el caso es que aquí lo tenemos. El mercado está un poco estancado. Podemos dejarlo en tres millones, y le aseguro que lo acusarían a usted de robo. Si matricula el barco en las Bahamas como empresa de alquiler, aquí hay toda clase de triquiñuelas para evadir impuestos. Yo no puedo explicárselas, pero en Nassau hay un abogado que se encarga de todo el papeleo. Si lo pilla usted sereno.
—Yo soy abogado.
—Pues entonces, ¿por qué está sereno?
Ja, ja, ja; ambos consiguieron soltar una embarazosa carcajada.
—¿Y qué tal la amortización? —preguntó Clay.
—Fuerte, bastante fuerte, pero ya le digo que eso es cosa de los abogados. Yo soy sólo un vendedor. Sin embargo, creo que a su padre le gusta. Los barcos de este tipo causan furor desde aquí hasta las Bermudas y América del Sur. Se puede ganar mucho dinero con él.
Eso lo decía el vendedor, que no era muy bueno, por cierto. Si Clay acababa por comprarle un barco a su padre, se conformaba con que cubriese gastos y no se convirtiera en un pozo sin fondo. Maltbee se retiró con la misma rapidez con que había aparecido.
Tres días más tarde, Clay firmó un contrato por valor de 2,9 millones de dólares por el barco. El abogado, que no estaba enteramente sereno durante las dos reuniones que Clay mantuvo con él, matriculó la compañía bahameña sólo a nombre de Jarrett. El barco era un regalo de un hijo a su padre, una propiedad que permanecería oculta en las islas, más o menos como el propio Jarrett.
Durante la cena de su última noche en Nassau en la parte de atrás de un sórdido restaurante lleno de narcotraficantes, evasores de impuestos y tunantes que se negaban a pagarles a sus ex mujeres las pensiones por alimentos, prácticamente todos ellos norteamericanos, Clay se pasó un rato partiendo patas de cangrejo hasta que, al final, formuló la pregunta en la que llevaba varias semanas pensando.
—¿Hay alguna posibilidad de que pudieras regresar alguna vez a Estados Unidos?
—¿Para qué?
—Para ejercer la abogacía. Para ser mi socio. Para pleitear y volver a propinar puntapiés en el trasero.
Jarrett no pudo evitar sonreír ante la idea de un padre y un hijo trabajando juntos, de que Clay deseara su regreso, verlo otra vez en un despacho, en un lugar respetable. El muchacho vivía bajo la oscura nube que el padre había dejado a su espalda. Sin embargo, a la vista de su reciente éxito, no cabía duda de que la nube empezaba a disiparse.
—Lo dudo, Clay. Devolví mi licencia y prometí mantenerme apartado.
—Pero ¿te gustaría volver?
—Es posible que sí, para limpiar mi nombre, pero jamás para ejercer de nuevo la profesión. Hay demasiadas experiencias acumuladas, demasiados enemigos todavía al acecho. Tengo cincuenta y cinco años y quizá ya sea un poco tarde para volver a empezar.
—¿Dónde estarás dentro de diez años?
—Yo no pienso en esos términos. No creo en los calendarios ni en los programas ni en las listas de cosas pendientes. Fijarse objetivos es una estúpida costumbre americana. No estoy hecho para eso. Vivo más bien al día, puede que piense un poco en el mañana, pero eso es todo. Planificar el futuro me parece ridículo.
—Lamento habértelo preguntado.
—Vive el momento, Clay. El mañana ya cuidará de sí mismo.
Me parece que ahora mismo tienes las manos muy ocupadas.
—El dinero me obliga a estar ocupado.
—No lo malgastes, hijo. Sé que eso parece imposible, pero te llevarás una sorpresa. Empezarás a tener amigos por todas partes.
Las mujeres te lloverán del cielo.
—¿Cuándo?
—Ya lo verás. Una vez leí un libro… El oro del necio, o algo por el estilo. Eran varias historias sobre idiotas que malgastaron grandes fortunas. Un libro fascinante. Trata de leerlo.
—Será mejor que no.
Jarrett se llevó una gamba a la boca y cambió de tema.
—¿Vas a ayudar a tu madre?
—No lo creo —respondió Clay—. No necesita ayuda. Su marido es rico, ¿no lo recuerdas?
—¿Cuándo has hablado por última vez con ella?
—Hace once años, papá. ¿Por qué te interesa?
—Simple curiosidad. Es extraño. Te casas con una mujer, vives con ella veinticinco años y a veces te preguntas qué estará haciendo.
—Hablemos de otra cosa.
—¿Rebecca?
—Después.
—Vamos a las mesas de dados. Quiero ganarme cuatro mil dólares.
Cuando el señor Ted Worley, de Upper Marlboro, Maryland, recibió un abultado sobre del bufete jurídico de J. Clay Carter II, lo abrió de inmediato. Había leído varios reportajes de prensa sobre el acuerdo del Dyloft y había visitado religiosamente la página web sobre éste a la espera de alguna señal de que ya había llegado la hora de cobrar el dinero de Ackerman.
La carta decía:
Estimado señor Worley:
Enhorabuena. Su reclamación de acción conjunta contra los laboratorios Ackerman se ha resuelto en el Tribunal de Distrito de Estados Unidos correspondiente al Distrito del Sur de Misisipí. Como demandante del Grupo Uno, su parte del acuerdo asciende a 62000 dólares. De conformidad con el Contrato de Servicios Legales suscrito entre usted y este bufete, se establece un pacto de cuota litis de un veintiocho por ciento en concepto de honorarios de los abogados en función de las cantidades recuperadas. El tribunal ha aprobado, además, una deducción de 1400 dólares en concepto de gastos judiciales. La suma neta de su acuerdo equivale a 43240 dólares. Le rogamos tenga la bondad de firmar los impresos de aceptación y reconocimiento y los devuelva de inmediato en el sobre adjunto.
Atentamente,
OSCAR MULROONEY
>Abogado.
—Cada puñetera vez un abogado distinto —masculló el señor Worley, pasando las páginas.
Se incluía una copia de la orden del tribunal aprobando el acuerdo y una nota dirigida a todos los demandantes de la acción conjunta y otros papeles que, ahora, no sentía el menor deseo de leer.
¡Cuarenta y tres mil doscientos cuarenta dólares! ¿Ésa era la fabulosa suma que iba a recibir de un miserable gigante farmacéutico que deliberadamente había sacado al mercado un medicamento que le había provocado cuatro tumores en la vejiga? ¿Cuarenta y tres mil doscientos cuarenta dólares a cambio de varios meses de miedo, tensión e incertidumbre, sin saber si iba a vivir o a morir? ¿Cuarenta y tres mil doscientos cuarenta dólares a cambio del suplicio de que le introdujeran un bisturí y un endoscopio por medio de un tubo en el miembro hasta llegar a la vejiga y le extirparan uno a uno los cuatro tumores, para luego sacárselos a través de su miembro? ¿Cuarenta y tres mil doscientos cuarenta dólares por tres días de grumos y sangre expulsados con la orina?
Hizo una mueca al recordarlo.
Llamó seis veces, dejó seis enfurecidos mensajes y esperó seis horas hasta que el señor Mulrooney le devolvió la llamada.
—¿Quién demonios es usted? —le preguntó el señor Worley en tono afable.
En los últimos diez días Oscar Mulrooney se había convertido en un experto en el manejo de semejantes llamadas. Así pues, explicó que él era el abogado encargado del caso del señor Worley.
—¡Este acuerdo es una tomadura de pelo! —dijo el señor Worley—. Cuarenta y tres mil dólares son una vergüenza.
—A usted le corresponden, según el acuerdo, sesenta y dos mil dólares —puntualizó Oscar.
—Pero voy a cobrar cuarenta y tres, muchacho.
—No, usted va a cobrar sesenta y dos mil. Recuerde que accedió a pagar un tercio a su abogado, sin el cual no habría cobrado nada. En el acuerdo, la suma se ha reducido a un veintiocho por ciento. Casi todos los abogados cobran el cuarenta y cinco o el cincuenta por ciento.
—Vaya, encima voy a tener que dar las gracias. No pienso aceptarlo.
Oscar contestó a aquello con una bien ensayada explicación según la cual los laboratorios Ackerman sólo podían pagar aquella suma como máximo o de lo contrario declararse en quiebra, lo que habría dado lugar a que el señor Worley cobrara todavía menos, y eso si llegaba a cobrar algo.
—Pues muy bien —dijo el señor Worley—. Pero yo no acepto el acuerdo.
—No tiene otra opción.
—Y una mierda.
—Lea el Contrato de Servicios Legales, señor Worley. Figura en la página once del legajo que le hemos enviado. El apartado ocho se llama Autorización Previa. Lea lo que dice, señor, y verá que usted autorizó a este bufete a llegar a un acuerdo por cualquier suma superior a los cincuenta mil dólares.
—Lo recuerdo, pero a mí se me dijo que eso sólo sería un punto de partida. Yo esperaba mucho más.
—Su acuerdo ya ha sido aprobado por el tribunal, señor. Así funcionan las acciones conjuntas. Si no firma el impreso de aceptación, la parte que le corresponde se quedará en el bote y, al final, irá a parar a otra persona.
—Son ustedes un hatajo de estafadores, ¿sabe? No sé quién es peor…, si el laboratorio que fabricó el medicamento o mis propios abogados que me estafan el dinero de un acuerdo justo.
—Lamento que así lo crea.
—Usted no lamenta una mierda. El periódico dice que se van a embolsar cien millones de dólares. ¡Ladrones!
El señor Worley colgó violentamente el auricular y arrojó los papeles al otro lado de la cocina.