Rex Crittle quería echar una reprimenda, quería que lo tranquilizaran, quería soltar un sermón, educar, pero su cliente, sentado al otro lado del escritorio, se mostraba totalmente impasible ante las cifras.
—Su bufete sólo tiene seis meses de vida —dijo Crittle, mirando por encima de sus gafas de lectura, con un montón de informes delante de él. ¡Las pruebas! Tenía pruebas de que el bufete J. Clay Carter II estaba efectivamente dirigido por idiotas.
—Al principio sus gastos generales eran nada menos que de setenta mil dólares mensuales, tres abogados, un auxiliar jurídico, una secretaria, un alquiler muy elevado, una sede preciosa. Ahora son de medio millón de dólares mensuales y siguen aumentando.
—Hay que gastarlo para ganarlo —dijo Clay, tomando un sorbo de café mientras contemplaba con semblante risueño el rostro de preocupación de su contable. Ésta era la señal de un buen contable: alguien que perdía el sueño por los gastos en mayor medida que el propio cliente.
—Pero es que usted no lo está ganando —dijo cautelosamente Crittle—. En los últimos tres meses no ha habido ingresos.
—Ha sido un buen año.
—Por supuesto que sí. Quince millones de dólares en concepto de honorarios son, efectivamente, un año espléndido. Lo malo es que se están evaporando. El mes pasado gastó usted catorce mil dólares en alquiler de jets.
—Ahora que lo dice, estoy pensando en comprarme uno. Me tendrá usted que hacer los números.
—Los estoy haciendo ahora mismo, y no tiene usted modo de justificar esta necesidad.
—No se trata de eso. Se trata de saber si puedo o no permitirme el lujo de comprarme uno.
—No, no puede permitírselo.
—Tenga un poco de paciencia, Rex. La ayuda está a punto de llegar.
—Supongo que se refiere a los casos del Dyloft, ¿verdad? Cuatro millones de dólares en anuncios. Trescientos mil al mes por la página web del Dyloft. Ahora tres mil al mes por la hoja informativa del Dyloft. Todos esos auxiliares jurídicos de Manassas. Todos estos abogados nuevos…
—Creo que la pregunta será, ¿me conviene alquilar uno por cinco años o comprarlo directamente?
—¿El qué?
—El Gulfstream.
—¿Qué Gulfstream?
—El jet privado más bonito del mundo.
—¿Y qué va usted a hacer con un Gulfstream?
—Volar.
—¿Y por qué razón concreta cree que lo necesita?
—Es el jet preferido de todos los abogados especialistas en acciones conjuntas.
—Ah, ya comprendo.
—Sabía que lo comprendería…
—¿Tiene idea de lo que cuesta?
—Entre cuarenta y cuarenta y cinco millones de dólares.
—Lamento comunicarle la noticia, Clay, pero usted no tiene cuarenta millones.
—Es verdad. Creo que me limitaré a alquilarlo.
Crittle se quitó las gafas de lectura y se aplicó un masaje a la larga y huesuda nariz para aliviar el dolor de cabeza que empezaba a sentir.
—Mire, Clay, yo sólo soy su contable, pero no sé si hay alguien más que le diga la verdad. Tómese las cosas con calma. Ha ganado una fortuna, disfrútela. No necesita un bufete tan grande con tantos abogados. No necesita para nada un jet. Y después, ¿qué vendrá? ¿Un yate?
—Sí.
—¿Habla en serio?
—Sí.
—Creía que no le gustaban los barcos.
—Pues me gustan. Es para mi padre. ¿Puedo amortizarlo?
—No.
—Sin embargo, yo creo que sí.
—¿Cómo?
—Lo alquilaré cuando no lo use.
Crittle terminó de frotarse la nariz, volvió a ponerse las gafas y dijo:
—Es su dinero, amigo.
Se reunieron en la ciudad de Nueva York, en terreno neutral, en el deslucido salón de baile de un vetusto hotel muy cerca de Central Park, el último lugar en el que alguien hubiera podido imaginar que se celebrara una reunión tan importante. A un lado de la mesa se sentaba el comité directivo de los demandantes contra el Dyloft integrado por cinco abogados, entre ellos el joven Clay, que se sentía totalmente fuera de lugar, y, detrás de éste, toda suerte de ayudantes, asociados y recaderos contratados por el señor Patton French. Al otro lado de la mesa se encontraba el equipo de Ackerman, encabezado por Cal Wicks, un distinguido veterano, flanqueado por el mismo número de colaboradores.
Hacía una semana, el Gobierno había aprobado la fusión con Philo Products al precio de 53 dólares por acción, lo cual significaba unos nuevos beneficios para Clay de aproximadamente seis millones de dólares. La mitad de ellos los había remitido a un paraíso fiscal y jamás la tocaría. Así pues, la venerable empresa fundada por los hermanos Ackerman un siglo atrás estaba a punto de ser devorada por Philo, una compañía con unos ingresos anuales que apenas llegaban a la mitad de los que aquélla, pero mucho menos endeudada y mucho mejor gestionada.
Mientras tomaba asiento y colocaba las carpetas sobre la mesa y trataba de convencerse de que efectivamente estaba ocupando el lugar que le correspondía, a Clay le pareció observar algunos entrecejos severamente fruncidos al otro lado de la mesa. Al final, los de Ackerman habían conseguido ver en persona a ese joven advenedizo del Distrito de Columbia causante directo de la pesadilla del Dyloft.
Por muchos que fueran los colaboradores de Patton French, éste no los necesitaba para nada. Se puso al mando de la primera sesión y los demás no tardaron en callarse, con la excepción de Wicks, quien sólo hablaba cuando era necesario. Se pasaron la mañana estableciendo el número de casos existentes. La demanda conjunta de Biloxi englobaba a treinta y seis mil setecientos demandantes. Un grupo renegado de abogados de Georgia tenía cinco mil doscientos y amenazaba con ejercer otra acción conjunta por su cuenta. French estaba seguro de que podría disuadirlos de que lo hicieran. Otros abogados se habían retirado de la demanda colectiva y estaban preparando la presentación de querellas en sus propios territorios, pero esto a French tampoco le preocupaba. Ellos no estaban en poder de los documentos decisivos, y era improbable que los obtuviesen.
Los números seguían sucediéndose y Clay no tardó en hartarse de todo aquello. A él el único número que le interesaba era el 5380, correspondiente a su participación en la demanda del Dyloft. Seguía teniendo más casos que cualquier otro abogado en solitario, pero el propio French había cerrado brillantemente la brecha y ahora tenía algo más de cinco mil.
Al cabo de tres horas de interminables cálculos, acordaron dedicar una hora al almuerzo. El comité de los demandantes subió a una suite del piso de arriba, donde comieron bocadillos y sólo bebieron agua. French no tardó en echar mano del teléfono, hablando y gritando a la vez. Wes Saulsberry quería salir a respirar un poco de aire fresco e invitó a Clay a dar un rápido paseo alrededor de la manzana. Echaron a andar por la Quinta Avenida, al otro lado del parque. Estaban a mediados de noviembre, el aire era frío, las hojas volaban a través de la calle, empujadas por el viento. Una época estupenda para estar en la ciudad.
—Me gusta venir aquí y me gusta marcharme —dijo Saulsberry—. En este mismo momento, en Nueva Orleáns están a treinta y dos grados, y la humedad todavía es de noventa.
Clay se limitaba a escucharlo. Estaba demasiado ocupado con la emoción del momento; sólo faltaban unas horas para que se firmara el acuerdo, para los cuantiosos honorarios y para la absoluta libertad de ser joven, soltero e inmensamente rico.
—¿Cuántos años tienes, Clay? —le preguntó Wes.
—Treinta y uno.
—Cuando yo tenía treinta y tres, mi socio y yo concertamos un acuerdo por la explosión de un petrolero por una tonelada de dinero. Un caso horrible en el que doce hombres murieron quemados. Nos repartimos los veintiocho millones de dólares de los honorarios allí mismo. Mi socio cogió los catorce millones y se retiró. Yo los invertí en mí mismo. Puse un bufete con un montón de abogados, algunos de ellos muy inteligentes y verdaderamente enamorados de su profesión. Construí un edificio en el centro de Nueva Orleáns y seguí contratando a los mejores abogados que pude encontrar. Ahora somos noventa y en los últimos diez años hemos cobrado ochocientos millones de dólares en honorarios. En cuanto a mi antiguo socio, el suyo es un caso muy triste. Uno no se retira a los treinta y tres años. No es normal. Perdió casi todo el dinero. Tres matrimonios fracasados. Problemas de juego. Lo contraté hace un par de años como auxiliar jurídico con un sueldo de sesenta mil dólares, y no vale ni eso.
—Yo no pienso retirarme —dijo Clay.
Era mentira.
—No lo hagas. Estás a punto de ganar montones de dinero, y te lo mereces. Disfrútalo. Cómprate un avión, cómprate un bonito barco, una vivienda en la playa, un chalet en Aspen, todos los juguetes que quieras. Pero invierte buena parte del dinero en tu bufete. Acepta el consejo de alguien que lo ha hecho.
—Gracias.
Doblaron la esquina de la Setenta y Tres y se dirigieron hacia el este. Saulsberry no había terminado.
—¿Conoces los casos de la pintura a base de plomo?
No mucho.
—No son tan famosos como los casos de droga, pero resultan tremendamente lucrativos. Yo inicié la moda hace unos diez años.
Nuestros clientes son escuelas, iglesias, hospitales, edificios comerciales, todos con las paredes cubiertas de pintura a base de plomo.
Se trata de una sustancia muy peligrosa. Hemos demandado a los fabricantes y hemos firmado acuerdos con algunos. Dos mil Millones de dólares hasta ahora. Sea como fuere, durante la presentación de pruebas contra una empresa descubrí otra bonita acción conjunta que, a lo mejor, podría interesarte. Ciertos conflictos me impiden encargarme de ella.
—Soy todo oídos.
—La empresa está en Reedsburg, Pensilvania, y fabrica el mortero que utilizan los albañiles en la construcción de obra nueva. Un producto de tecnología muy poco avanzada, pero una mina de oro en potencia. Al parecer, tienen problemas con el mortero. Un lote defectuoso. Al cabo de unos tres años, empieza a disgregarse. Cuando se rompe el mortero, los ladrillos empiezan a caerse. Todo se limita al área de Baltimore, probablemente unas dos mil viviendas. Y ha comenzado a salir a la luz.
—¿Cuáles son los daños?
—Cuesta aproximadamente quince mil dólares arreglar cada casa.
Quince mil por dos mil. Con un contrato de un tercio, los honorarios de los abogados ascenderían a diez millones de dólares. Clay estaba empezando a aprender a calcular muy rápido.
—La prueba será muy fácil —añadió Saulsberry—. La empresa sabe que está en el ojo del huracán. El acuerdo no plantearía ningún problema.
—Me gustaría echarle un vistazo.
—Te enviaré el expediente, pero tienes que guardarme el secreto.
—¿Vas a cobrar comisión?
—No. Es mi manera de devolverte el favor del Dyloft. Y, como es natural, si alguna vez tienes ocasión de devolverme este favor, te lo agradeceré. Así es cómo trabajamos algunos de nosotros, Clay. La fraternidad de las acciones conjuntas está llena de ególatras que compiten a muerte entre sí, pero algunos de nosotros intentamos cuidar los unos de los otros.
Entrada la tarde, Ackerman aceptó un mínimo de sesenta y dos mil dólares por cada uno de los demandantes del Grupo Uno del Dyloft, los que tenían tumores benignos que podrían extirparse mediante un sencillo procedimiento quirúrgico cuyo coste también sería sufragado por la empresa. El grupo lo formaban unos cuarenta mil demandantes y el dinero estaría disponible de inmediato. Casi todas las discusiones que siguieron se centraron en el método que se utilizaría para establecer los requisitos necesarios para acceder a la indemnización. Se produjo una feroz discusión cuando se arrojó sobre la mesa la cuestión de los honorarios de los abogados. Como casi todos los demás, Clay había firmado un contrato condicional que le garantizaba una tercera parte de cada suma cobrada, pero en tales acuerdos dicho porcentaje solía reducirse. Se empleó y discutió una fórmula muy complicada, y French se mostró injustamente agresivo. Después de todo, allí se estaba hablando de su dinero. Al final, Ackerman aceptó un veintiocho por ciento parados honorarios del Grupo Uno.
Los demandantes del Grupo Dos eran los aquejados de tumores malignos, y puesto que su tratamiento duraría meses, o quizás años, el acuerdo se dejó abierto. No se puso ningún tope a dichos daños, lo que constituía una prueba evidente, según Barry y Harry, de que Philo Products estaba de alguna manera detrás de los laboratorios Ackerman, apuntalándolos con su dinero. Los abogados percibirían el veinticinco por ciento del Grupo Dos, aunque Clay no comprendía por qué. French estaba haciendo los números demasiado rápido como para que los demás pudieran seguirlo.
Los demandantes del Grupo Tres eran los del Grupo Dos que morirían a causa del Dyloft. Puesto que hasta aquel momento no se había producido ningún fallecimiento, esta acción conjunta también se dejó abierta. En este caso los honorarios se fijaron en un veintidós por ciento.
Levantaron la sesión a las siete y acordaron volver a reunirse al día siguiente para acabar de fijar los detalles de los Grupos Dos y Tres. Mientras bajaban en ascensor, French le entregó a Clay un listado.
—No ha sido un mal día de trabajo —dijo sonriendo.
Se trataba de un resumen de los casos de Clay y de sus honorarios previstos, incluyendo un siete por ciento adicional por su actuación en el comité directivo de los demandantes.
Sólo los del Grupo Uno ascendían a ciento seis millones de dólares.
Cuando al final se quedó solo, se acercó a la ventana y contempló las sombras del ocaso posarse sobre Central Park. Estaba claro que el Tarvan no lo había preparado lo suficiente para la emoción de la riqueza instantánea. Permaneció inmóvil y sin habla durante una eternidad delante de la ventana mientras los pensamientos entraban y salían al azar de su cerebro. Se bebió dos whiskies solos del minibar, pero no le hicieron el menor efecto.
Sin apararse de la ventana, llamó a Paulette, quien descolgó al primer timbrazo.
—Dispara —dijo ella en cuanto reconoció la voz de Clay.
—Ha terminado el primer asalto —dijo él.
—¡No te andes por las ramas!
—Acabas de ganar diez millones de dólares. —Clay oyó las palabras brotar de su boca con una voz que no reconoció como suya.
—No me mientas, Clay —dijo Paulette, casi en un susurro.
—Es verdad. No te miento.
Se produjo una pausa, al cabo de la cual ella se echó a llorar. Clay retrocedió de espaldas y se sentó en el borde de la cama. Por un instante experimentó el impulso de echarse también a llorar.
—¡Oh, Dios mío! —consiguió repetir ella un par de veces.
—Volveré a llamarte dentro de unos minutos —dijo Clay.
Jonah todavía estaba en el despacho. Empezó a proferir gritos contra el teléfono y después arrojó el aparato sobre la mesa y fue en busca de Rodney. Clay oyó sus voces. Una puerta se cerró de golpe. Rodney cogió el auricular.
—Te escucho.
—Tu parte son diez millones —dijo Clay por tercera vez, interpretando el papel de Papá Noel como jamás en su vida volvería a interpretarlo.
—Gracias, Dios mío. Gracias, Dios mío. Gracias, Dios mío —estaba diciendo Rodney.
Jonah estaba gritando algo.
—Cuesta creerlo —admitió Clay.
Por un instante se imaginó a Rodney sentado detrás de su viejo escritorio de la ODO rodeado de carpetas y papeles y fotografías de su mujer y de sus hijos fijadas con chinchetas a la pared, un hombre estupendo que trabajaba mucho a cambio de muy poco dinero.
¿Qué le diría a su mujer cuando la llamara pocos minutos más tarde?
Jonah tomó el teléfono de una extensión y ambos se pasaron un rato comentando la reunión del acuerdo, quién estaba presente, dónde, qué tal había ido. Hubieran deseado seguir hablando, pero Clay dijo que le había prometido a Paulette que volvería a llamarla.
Tras haber comunicado la noticia, se pasó un buen rato sentado en la cama, lamentando no tener a nadie más a quien llamar. Ya se imaginaba a Rebecca, y de repente le pareció oír su voz y sentir su presencia, como si pudiera tocarla. Habrían podido comprarse una casa en la Toscana, en Hawai o en cualquier otro lugar que ella hubiera querido. Habrían podido vivir muy felices con una docena de niños y sin parientes políticos, con niñeras, criadas, cocineras y quizás incluso un mayordomo. Él la habría enviado a casa un par de veces al año a bordo del jet para que pudiera pelearse con sus padres.
O, a lo mejor, los Van Horn ya no habrían sido tan antipáticos con algo más de cien millones de dólares en la familia, lejos de su alcance pero lo bastante cerca para poder presumir de ellos.
Apretó las mandíbulas y marcó el número. Era un miércoles, una noche más bien floja en el club de campo. Seguro que ella estaba en su apartamento. A los tres timbrazos, contestó:
—¿Diga?
El sonido de su voz lo dejó casi sin fuerzas.
—Hola, soy Clay —anunció en tono falsamente despreocupado.
Ni una sola palabra en seis meses, pero el hielo se rompió de inmediato.
—Hola, forastero —dijo ella en tono cordial.
—¿Cómo estás?
—Bien. Ocupada, como siempre. ¿Y tú?
—Más o menos igual. Estoy en Nueva York, trabajando en unos casos.
—Tengo entendido que te van muy bien las cosas.
El comentario se quedaba un poco corto.
—No puedo quejarme. ¿Qué tal va tu trabajo?
—Me quedan seis días más.
—¿Lo dejas?
—Sí. Habrá boda, ¿sabes?
—Eso me han dicho. ¿Para cuándo será?
—El 20 de diciembre.
—No he recibido la invitación.
—Bueno, es que no te la envié. No pensé que te apeteciera asistir.
—Probablemente no. ¿Estás segura de que quieres casarte?
—Hablemos de otra cosa.
—Es que no hay nada más, en realidad.
—¿Sales con alguien?
—Las mujeres me persiguen por toda la ciudad. ¿Dónde conociste a ese chico?
—¿Y te has comprado una casa en Georgetown?
—De eso ya hace mucho. —Clay se alegró de que ella se hubiera enterado. A lo mejor sentía curiosidad por su recién estrenado éxito—. Ese tipo es un gusano —añadió.
—Vamos, Clay. Procuremos ser civilizados.
—Es un gusano, y tú lo sabes, Rebecca.
—Voy a colgar.
—No te cases con él, Rebecca. Corren rumores de que es gay.
—Es un gusano. Es gay. ¿Qué más? Suéltalo todo, Clay, así te quedarás más tranquilo.
—No lo hagas, Rebecca. Tus padres se lo comerán vivo. Y, además, tus hijos se parecerán a él. Todo un ramillete de gusanitos. La comunicación se cortó.
Clay se tumbó en la cama y miró al techo oyendo todavía la voz de Rebecca y de pronto comprendió lo mucho que la echaba de menos. El timbre del teléfono lo sobresaltó. Era Patton French, esperándolo con una limusina. Cena y vino para las tres horas siguientes. Alguien tenía que hacerlo.