La siguiente reorganización del joven bufete se produjo de la misma caótica manera que las anteriores y por los mismos motivos: demasiados nuevos clientes, demasiado nuevo papeleo, insuficiencia de personal, una cadena de mando muy imprecisa y un estilo de dirección muy vacilante porque ninguno de los de arriba jamás había dirigido nada, exceptuando tal vez a la señorita Glick. Tres días después de que Clay regresase de Ketchum, Paulette y Jonah se presentaron en su despacho con una larga lista de problemas urgentes. El motín se respiraba en el aire. Los nervios estaban a flor de piel y el cansancio agravaba la situación.
Según los mejores cálculos, el bufete había captado hasta el momento 3320 casos de Dyloft y, puesto que todos ellos eran nuevos, precisaban de atención inmediata. Sin contar a Paulette, que estaba asumiendo a regañadientes el papel de directora del despacho, sin contar a Jonah, que se pasaba diez horas diarias con un sistema informatizado para poner al día los casos, y, naturalmente, sin contar a Clay, porque era el jefe y tenía que conceder entrevistas y viajar a Idaho, el bufete había contratado a dos abogados y ahora disponía de diez auxiliares jurídicos, ninguno de los cuales tenía más de tres meses de experiencia, excepto Rodney.
—No sé distinguir los buenos de los que no lo son tanto —dijo Paulette—. Es demasiado pronto. —Calculaba que cada auxiliar jurídico podía manejar entre cien y doscientos casos. —Los clientes están asustados —añadió—, están asustados porque tienen esos tumores y la prensa habla constantemente del Dyloft, pero por encima de todo porque nosotros les hemos metido el miedo en el cuerpo, qué demonios.
—Quieren que alguien les diga algo —terció Jonah—. Y quieren que en el otro extremo de la línea les conteste un abogado, no un agobiado auxiliar jurídico de una especie de cadena de montaje. Temo que muy pronto empecemos a perder clientes.
—No vamos a perder a ningún cliente —declaró Clay, pensando en todos aquellos tiburones tan simpáticos que acababa de conocer en Idaho y en lo contentos que estarían de arrebatarle a los clientes insatisfechos.
—El papeleo nos está ahogando —dijo Paulette, siguiendo con los argumentos de Jonah sin prestar atención a Clay—. Todos los exámenes médicos preliminares deben analizarse, y después hay que llevar a cabo un seguimiento. Ahora mismo creemos que hay unas cuatrocientas personas que necesitan análisis adicionales. Podría haber casos graves; estas personas podrían estar muriéndose, Clay. Pero alguien tiene que coordinar su atención sanitaria con los médicos, y eso no se está haciendo, ¿lo comprendes?
—Muy bien —dijo Clay—. ¿Cuántos abogados necesitamos?
Paulette dirigió una cauta mirada a Jonah. Ninguno de los dos tenía una respuesta.
—¿Diez? —aventuró ella.
—Diez por lo menos —repuso Jonah—. Ahora mismo, diez, y más adelante puede que más.
—Estamos aumentando las emisiones de anuncios —dijo Clay.
Se produjo una prolongada pausa mientras Jonah y Paulette asimilaban aquello. Clay les había facilitado información acerca de los puntos más destacados de la reunión de Ketchum, pero sin dar ningún detalle. Les había asegurado que todos los casos que captaran no tardarían en reportarles cuantiosos beneficios, pero los datos acerca de las estrategias de los acuerdos se los había guardado para sí. El que se va de la lengua pierde los juicios. French se lo había advertido y, puesto que no conocía a fondo a sus colaboradores, lo mejor era guardar el secreto.
Un bufete jurídico de unas puertas más abajo acababa de despedir a treinta y cinco asociados. La situación económica no era buena, la facturación había bajado, estaba a punto de producirse una fusión; cualquiera que fuera el motivo, la noticia había sido objeto de comentario en el Distrito de Columbia, pues el mercado laboral solía estar blindado. ¿Despidos en la profesión jurídica, y en el Distrito de Columbia?
Paulette sugirió la posibilidad de contratar a algunos de aquellos asociados, ofreciéndoles un contrato de un año sin ninguna promesa de ascenso. Clay se ofreció a efectuar él mismo las llamadas a primera hora de la mañana siguiente. También se encargaría de buscar el local y el mobiliario necesario.
A Jonah se le ocurrió la insólita idea de contratar a un médico por un año para que se encargara de coordinar los análisis y las pruebas médicas.
—Podemos contratar a uno recién salido de la facultad por cien de los grandes al año. Su experiencia no será mucha, pero ¿eso qué más da? No tendrá que practicar ninguna intervención, sino que se limitará al papeleo.
—Hazlo —dijo Clay.
El siguiente punto de la lista de Jonah era la página web. Los anuncios la habían dado a conocer ampliamente, pero necesitaban personas que trabajaran a tiempo completo para contestar a los interesados. Además, había que actualizarla casi cada semana para incluir las más recientes novedades sobre la acción colectiva y las más recientes malas noticias acerca del Dyloft.
—Todos los clientes nos piden información desesperadamente, Clay —dijo Jonah.
Para los que no eran usuarios de Internet —Paulette calculaba que por lo menos la mitad de sus clientes se incluía en este grupo—, la hoja informativa sobre el Dyloft era esencial.
—Necesitamos una persona a tiempo completo para que prepare y envíe por correo la hoja informativa —dijo.
—¿Puedes buscar a alguien? —preguntó Clay.
—Supongo que sí.
—Pues hazlo.
Paulette miró a Jonah como si fuese a quien le correspondía decir lo que venía a continuación. Jonah arrojó sobre la mesa un cuaderno de apuntes tamaño folio e hizo sonar los nudillos.
—Clay, aquí estamos gastando dinero a espuertas —dijo—. ¿Estás seguro de que sabes lo que haces?
—No, pero creo que sí. Vosotros confiad en mí, ¿de acuerdo?
Estamos a punto de ganar una auténtica fortuna, pero para conseguirlo debemos gastar un poco de dinero.
—¿Y tú lo tienes? —preguntó Paulette.
—Sí.
Pace quería tomarse una última copa en un bar de Georgetown, muy cerca de la casa de Clay. Iba y venía de la ciudad, mostrándose siempre muy impreciso acerca de dónde había estado y del incendio que estaba apagando en aquellos momentos. Había aclarado un poco el color de su vestuario y ahora prefería el marrón: puntiagudas botas marrones de piel de serpiente, chaqueta de ante marrón. Formaba parte de su disfraz, pensó Clay. Mientras daba cuenta de su primera cerveza, Pace pasó al tema del Dyloft y enseguida resultó evidente que, cualquiera que fuese el proyecto en el que estuviera trabajando, éste guardaba cierta relación con los laboratorios Ackerman.
Clay, con el instinto propio de un abogado experto en toda suerte de lides judiciales, facilitó una colorista descripción de su viaje al rancho de French y del hatajo de ladrones que había conocido allí, de la conflictiva comida de tres horas de duración en la que todo el mundo comía y discutía a la vez y, finalmente, del espectáculo de Barry y Harry. No mostró el menor titubeo a la hora de facilitarle a Pace los detalles, pues éste sabía más que nadie.
—Sé quiénes son Barry y Harry —dijo Pace como si hablara de personajes del hampa.
—Me pareció que se conocían bien el paño. Ya pueden, con los doscientos mil que se ganaron.
Clay habló de Carlos Hernández, Wes Saulsberry y Damon Didier, sus nuevos compañeros del comité directivo de los demandantes. Pace dijo que había oído hablar de todos ellos.
Cuando ya iba por la segunda cerveza, Pace preguntó:
—Vendiste acciones de Ackerman al descubierto, ¿verdad? —Miró alrededor pero nadie escuchaba. Era un bar estudiantil en una noche un poco floja.
—Cien mil acciones a cuarenta y dos cincuenta —contestó orgullosamente Clay.
—Hoy Ackerman ha cerrado a veintitrés.
—Lo sé. Cada día hago los cálculos.
—Pues ha llegado el momento de cubrir la venta al descubierto y volver a comprar. Hazlo sin falta a primera hora de la mañana.
—¿Está a punto de producirse alguna novedad?
—Sí, y, de paso, compra todo lo que puedas a veintitrés y prepárate para el viaje.
—¿Adónde llevará ese viaje?
—Duplicarán su valor.
Seis horas después, Clay ya estaba en su despacho antes del amanecer, disponiéndose a afrontar una nueva jornada de absoluta locura. Y esperando también con ansia a que abrieran los mercados. La lista de las cosas que tenía que hacer cubría dos páginas y casi todo guardaba relación con la ingente tarea de contratar de inmediato a otros diez abogados y encontrar un local con suficiente espacio para acoger a algunos de ellos. Parecía una tarea casi imposible, pero no tendría más remedio que llevarla a cabo; a las siete y media llamó a un corredor de fincas y lo sacó de la ducha. A las ocho y media mantuvo una entrevista de diez minutos con un joven abogado recién despedido llamado Oscar Mulrooney. El pobre chico había sido un alumno brillante en Yale, había sido contratado con muy buenas perspectivas y después se había quedado sin trabajo a causa de la implosión de un megabufete. Por si fuera poco, llevaba dos meses casado y necesitaba encontrar trabajo cuanto antes. Clay lo contrató de inmediato con un sueldo de setenta y cinco mil dólares anuales. Mulrooney tenía cuatro amigos, también de Yale, que también se habían quedado en la calle y buscaban trabajo. «Ve por ellos», le dijo Clay.
A las diez de la mañana Clay llamó a su agente de bolsa y cubrió su venta al descubierto de Ackerman con un beneficio superior a un millón novecientos mil dólares. En la misma llamada, reunió todos los beneficios obtenidos y compró otras doscientas mil acciones a veintitrés dólares, utilizando su margen y parte del crédito de la cuenta. Se pasó toda la mañana observando el mercado on line. Nada cambió.
Oscar Mulrooney regresó al mediodía con sus amigos, todos ellos tan entusiastas como boy scouts. Clay contrató a los demás y enseguida les encomendó la tarea de alquilar el mobiliario, conectar sus teléfonos y hacer todo lo necesario para el inicio de su nueva carrera como abogados de bajo nivel en el campo de las demandas conjuntas de indemnización por daños y perjuicios. Oscar debería encargarse, además, de contratar a otros cinco abogados, los que a su vez, tendrían que buscarse sus propios locales, etcétera.
Acababa de nacer la Sección de Yale.
A las cinco de la tarde, hora oficial del este, Philo Products anunció su intención de comprar las acciones ordinarias en circulación de los laboratorios Ackerman a cincuenta dólares cada una, lo que significaba una fusión por un precio de mil cuatrocientos millones de dólares. Clay presenció el drama solo en su sala de conferencias, pues todos los demás estaban atendiendo los malditos teléfonos. Los canales económicos directos se atragantaron con la noticia. La CBB envió precipitadamente a sus reporteros a White Plains, Nueva York, cuartel general de Ackerman, delante de cuyas puertas montaron guardia como si la sitiada compañía pudiera salir de un momento a otro a llorar ante las cámaras.
Una interminable serie de expertos y analistas de mercado parloteaban sin cesar, soltando toda suerte de opiniones infundadas. El Dyloft se mencionó al principio y muy a menudo a lo largo de las entrevistas. Aunque los laboratorios Ackerman llevaban varios años de mala gestión, no cabía duda de que el Dyloft habían conseguido empujarlo hacia el abismo.
¿Y si resultaba que Philo era el fabricante del Tarvan? ¿Y si se trataba del cliente de Pace? ¿Lo habrían acaso manipulado para provocar aquella adquisición mayoritaria de acciones por valor de mil cuatrocientos millones de dólares? Y, lo más inquietante, ¿qué significaría todo aquello para el futuro de Ackerman y el Dyloft? Por mucho que lo emocionara calcular los nuevos beneficios obtenidos con las acciones de Ackerman, Clay no tenía más remedio que preguntarse si el nuevo giro que habían tomado los acontecimientos significaría el final del sueño del Dyloft.
No había manera de saberlo. Él no era más que un insignificante jugador en un gigantesco juego que se llevaban entre manos dos importantes compañías. Se tranquilizó al pensar que los laboratorios Ackerman tenían activos, y que habían fabricado un mal producto que había causado daño a muchos. Se impondría la justicia.
Patton French lo llamó desde su aparato a medio camino entre Florida y Tejas y le pidió que no se moviera de donde estaba durante aproximadamente una hora. El comité directivo de los demandantes tenía que convocar una conferencia con carácter urgente. Su secretaria ya estaba en ello.
French volvió a llamarlo una hora más tarde, ya en tierra, desde Beaumont, donde al día siguiente se reuniría con unos abogados que llevaban unos casos de un medicamento contra el colesterol y necesitaban su ayuda. Los casos valían toneladas de dinero, pero no había manera de localizar a los demás miembros del comité directivo. Ya había hablado con Barry y Harry en Nueva York, y éstos no se mostraban preocupados por la compra de acciones por parte de Philo.
—Ackerman tiene doce millones de participaciones de sus propias acciones, cada una de las cuales ahora vale por lo menos cincuenta dólares, y puede que más antes de que se disipe la polvareda. La empresa acaba de ganar seiscientos millones sólo en patrimonio neto. Además, el Gobierno tiene que aprobar la fusión, y, como es natural, antes de decir que sí querrá que se resuelva el litigio. Por otra parte, Philo es famosa por su alergia a los tribunales. Querrán llegar a un discreto y rápido acuerdo.
Aquello se parecía mucho a lo del Tarvan, pensó Clay.
—En conjunto, es una buena noticia —dijo French mientras se oía el zumbido de un fax en segundo plano. Clay ya se lo imaginaba paseando arriba y abajo en su Gulfstream mientras éste esperaba en la rampa de Beaumont—. Te mantendré informado.
Y cortó la comunicación.