Las malas noticias sobre el medicamento milagroso Dyloft se sucedían sin pausa. Se habían publicado otros dos estudios médicos, uno de los cuales explicaba de manera muy convincente que los laboratorios Ackerman habían abreviado las investigaciones y echado mano de todas las influencias posibles para conseguir la autorización del medicamento. Al final, la FDA ordenó la retirada del mercado del Dyloft.
Como es natural, las malas noticias eran noticias maravillosas para los abogados, y el caos aumentó a medida que los rezagados iban sumándose. Los pacientes que tomaban Dyloft recibían unas advertencias por escrito de Ackerman y de sus propios médicos, y sus apremiantes mensajes eran seguidos casi de inmediato por siniestros ofrecimientos de servicios por parte de abogados especializados en demandas conjuntas. La correspondencia directa resultaba extremadamente eficaz. Los anuncios de prensa se utilizaban en todos los grandes mercados, y en todos los canales de televisión aparecían líneas de llamada gratuita. La amenaza de la aparición de tumores indujo prácticamente a la totalidad de los consumidores de Dyloft a ponerse en contacto con un abogado.
Patton French jamás había visto una acción conjunta tan bien montada. Gracias a que él y Clay habían ganado la carrera presentando la demanda en Biloxi, su acción legal había sido la primera en ser admitida. A partir de aquel momento, todos los demandantes que quisieran ejercer una acción conjunta se verían obligados a unirse a la suya, y el comité directivo de los demandantes se llevaría una tajada adicional. El juez amigo de French ya había nombrado a los cinco abogados del comité: el propio French, Clay, Carlos Hernández, de Miami, y otros dos amigotes de Nueva Orleáns. En teoría, el comité se encargaría de llevar la amplia y complicada acción contra los laboratorios Ackerman. En realidad, los cinco se limitarían a revolver papeles y a llevar a cabo la tarea administrativa de organizar en cierto modo a los aproximadamente cinco mil clientes y sus abogados.
Un demandante del Dyloft podía en cualquier momento «retirarse» de la demanda colectiva y querellarse en solitario contra Ackerman en un juicio aparte. Mientras los abogados de todo el país reunían casos y formaban coaliciones, empezaron a plantearse los inevitables conflictos. Algunos no estaban de acuerdo con la demanda presentada en Biloxi y querían presentar la suya propia. Otros despreciaban a Patton French, y los había que querían celebrar juicios en sus respectivas jurisdicciones, abriendo con ello la posibilidad de conseguir veredictos sensacionales.
Pero French ya había librado esa clase de batalla muchas veces. Vivía a bordo de su Gulfstream, volaba de costa a costa, se reunía con los especialistas en acciones legales colectivas que estaban captando centenares de casos y se las arreglaba para mantener unida la frágil coalición. El acuerdo por resarcimiento de daños sería mucho más grande en Biloxi, les prometía a todos.
Hablaba a diario con el abogado de Ackerman, un viejo y curtido guerrero que había intentado retirarse un par de veces sin que el director general se lo permitiera. El mensaje de French era claro y sencillo: «Hablemos ahora del acuerdo de indemnización sin la participación de vuestros abogados externos porque tú sabes que no vais a ir a juicio con un medicamento como éste». Y Ackerman ya empezaba a hacerle caso.
A mediados de agosto, French convocó una cumbre de los abogados del Dyloft en su impresionante rancho cerca de Ketchum, Idaho. Le explicó a Clay que su presencia sería imprescindible como miembro del comité directivo de los demandantes y, algo tan importante como lo anterior, los demás abogados deseaban conocer al joven advenedizo que había iniciado el caso del Dyloft.
—Además, con esta gente no puedes perderte ninguna reunión, de lo contrario te apuñalan por la espalda.
—Allí estaré —prometió Clay.
—Te enviaré un jet —ofreció amablemente French.
—No, gracias. Iré por mi cuenta.
Clay fletó un Lear 35, un precioso y pequeño jet aproximadamente un tercio más pequeño que un Gulfstream 5, pero, puesto que viajaría solo, sería suficiente. Se reunió con los pilotos en la terminal del Reagan National, donde se mezcló con los restantes peces gordos, todos ellos mayores que él, y procuró comportarse como si eso de viajar en su propio jet no tuviera nada de especial. El aparato debía de pertenecer sin duda a una compañía de vuelos chárter, pero durante los tres días siguientes sería suyo.
Mientras el jet despegaba hacia el norte, Clay contempló el Potomac y después el Lincoln Memorial y, rápidamente, todos los edificios más destacados del centro de la ciudad. Allí estaba el edificio de su despacho y, algo más lejos, la Oficina de la Defensa de Oficio. ¿Qué pensarían Glenda, Jermaine y todos los que había dejado a su espalda si lo vieran en ese momento?
¿Qué pensaría Rebecca?
Si ésta hubiera esperado sólo un mes…
Había tenido tan poco tiempo de pensar en ella…
El aparato penetró en las nubes y la vista desapareció. Washington quedó muy pronto a varios kilómetros de distancia. Clay Carter estaba dirigiéndose a una reunión secreta de algunos de los abogados más ricos de Estados Unidos, los especialistas en acciones conjuntas, los que tenían la inteligencia y el valor de perseguir a las empresas más poderosas.
¡Y deseaban conocerlo!
Su jet era el más pequeño que había en el aeropuerto de Ketchum-Sun Valley, en Friedman, Idaho. Mientras el aparato rodaba por la pista pasando por delante de Gulfstream y Challenger, se le ocurrió la ridícula idea de que aquel avión era inapropiado y necesitaba uno de mayor tamaño. Después se burló de sí mismo…, allí estaba él, en el habitáculo forrado de cuero de un Lear de tres millones de dólares, preguntándose si debía o no agenciarse otro más grande. Menos mal que todavía era capaz de reír. ¿Qué ocurriría cuando dejara de hacerlo?
Estacionaron al lado de un conocido aparato en cuya cola aparecía el número 000AC. Cero, Cero, Cero, Acción Conjunta, el hogar fuera del hogar del mismísimo Patton French. A su lado, el de Clay parecía un enano, y por un instante éste contempló con envidia el jet de lujo más bonito del mundo.
Lo esperaba una furgoneta a cuyo volante iba sentado algo que parecía la imitación de un vaquero. Por suerte, el conductor no era muy hablador, y Clay disfrutó del viaje de cuarenta y cinco minutos en silencio. Siguieron un tortuoso camino ascendente por unas carreteras cada vez más estrechas. Tal como había supuesto, la vasta propiedad de Patton era muy nueva y tan perfecta como una postal. La casa era un pabellón cuyas alas y niveles hubieran sido suficientes para albergar un bufete jurídico de considerable tamaño. Otro vaquero se hizo cargo de la maleta de Clay.
—El señor French espera en la terraza de la parte de atrás —dijo, como si Clay hubiera estado allí muchas veces.
Cuando Clay los localizó, el tema de conversación era Suiza: cuál era su exclusiva estación de esquí preferida. Los escuchó un segundo mientras se acercaba. Los restantes cuatro miembros del comité directivo de los demandantes permanecían tranquilamente acomodados en unas sillas de cara a las montañas, fumando oscuros cigarros y dando buena cuenta de las bebidas. Cuando se percataron de la presencia de Clay, se cuadraron como si el juez acabara de entrar en la sala. Durante los primeros tres minutos de emocionada conversación, lo calificaron de «brillante», «sagaz», «valiente» y, lo que más le gustó, «visionario».
—Nos tienes que decir cómo descubriste el Dyloft —dijo Carlos Hernández.
—No lo dirá —terció French mientras preparaba para Clay un brebaje infame.
—Vamos —intervino Wes Saulsberry, el amigo más reciente de Clay.
En cuestión de pocos minutos, Clay tendría ocasión de averiguar que Wes había ganado aproximadamente quinientos millones de dólares en el acuerdo del tabaco de hacía tres años.
—He jurado guardar silencio —dijo Clay.
Otro abogado de Nueva Orleans era Damon Didier, uno de los oradores en una de las sesiones a las que Clay había asistido durante su fin de semana con el Círculo de Abogados. Didier tenía un rostro impenetrable y unos ojos de acero, y Clay recordaba haberse preguntado cómo era posible que semejante sujeto fuese capaz de conectar con un jurado. Muy pronto descubrió que Didier había ganado una fortuna cuando un barco fluvial lleno de jóvenes pertenecientes a una hermandad estudiantil se había hundido en el lago Pontchartrain. Cuánta sordidez.
Necesitaban honores y medallas como los héroes de guerra. Esto de aquí me lo dieron por la explosión de aquel camión cisterna que mató a veinte personas. Esto fue por lo de aquellos chicos que murieron quemados en aquella plataforma petrolífera de explotación submarina. Esto tan grande de aquí fue por la campaña del Skinny Ben. Esto por la guerra contra las grandes compañías tabaqueras. Esto por la batalla contra el Seguro Médico Global.
Puesto que no tenía batallas que contar, Clay se limitó a escuchar. El Tarvan las habría superado a todas, pero él jamás podría decirlo.
Un mayordomo con una camisa estilo Roy Rogers informó al señor French de que la cena se serviría en cuestión de una hora. Todos bajaron a una sala de juegos con mesas de billar y grandes pantallas. Unos doce hombres blancos estaban bebiendo y hablando y algunos sostenían en la mano unos tacos de billar.
—El resto de la conspiración —susurró Hernández al oído de Clay.
Patton lo presentó al grupo. Los nombres, los rostros y las ciudades de las que procedían se borraron de inmediato. Seattle, Houston, Topeka, Boston y otras que no captó. Y Effingham, Illinois. Todos rindieron homenaje a aquel «brillante» abogado que los había sorprendido con su audaz ataque contra el Dyloft.
—Vi el anuncio la primera noche que se emitió —dijo Bernie no sé qué, de Boston—. Jamás había oído hablar del Dyloft. Por consiguiente, llamo a tu línea directa gratuita y me contesta un simpático chico. Le digo que he estado tomando el medicamento y le suelto el rollo, ya sabes. Me indica la página web. Fue sensacional. Entonces pensé: «Me han tendido una emboscada». Tres días más tarde, salgo en antena con mi propia línea gratuita del Dyloft.
Los presentes soltaron una carcajada, porque probablemente todos ellos habrían podido contar historias parecidas. A Clay no se le había ocurrido la posibilidad de que otros abogados llamaran a su línea directa y utilizaran su página web para robarle clientes, pero ¿por qué se sorprendía?
Cuando por fin terminaron las muestras de admiración, French dijo que antes de la cena, que, por cierto, incluiría una fabulosa selección de vinos australianos, tenían que discutir ciertos asuntos. Clay ya estaba un poco mareado a causa del excelente habano que se había fumado y de la primera bomba de vodka doble. Era con mucho el abogado más joven de allí, y se sentía un novato en todos los sentidos. Se encontraba en presencia de unos importantes profesionales.
El abogado más joven. El jet más pequeño. Sin batallas que contar. El hígado más débil. Clay llegó a la conclusión de que ya era hora de crecer.
Todos se congregaron alrededor de French, que sólo vivía para los momentos como aquél.
—Tal como sabéis —empezó el anfitrión—, me he pasado mucho tiempo con Wicks, el abogado de la casa de los laboratorios Ackerman. El resumen de todo es que aceptarán un acuerdo, y lo harán muy rápido. Están dándoles palos por todas partes y quieren que eso se olvide cuanto antes. Sus acciones están ahora tan bajas que temen una oferta pública de adquisición. Los buitres, entre los cuales figuramos, están dispuestos a acabar con ellos. Si averiguan cuánto va a costarles el Dyloft, es posible que puedan renegociar algunas deudas y mantenerse. Lo que no quieren es un juicio que se alargue en muchos frentes y que les caigan veredictos por todas partes. Tampoco quieren soltar docenas de millones de dólares para la defensa.
—Pobre gente —dijo alguien.
—El Business Week habló de quiebra —apuntó otro—. ¿Han utilizado esta amenaza?
—Todavía no. Y no creo que lo hagan. Ackerman tiene demasiados activos. Acabamos de completar el análisis económico (ya examinaremos los números mañana por la mañana) y nuestros chicos creen que la empresa dispone de entre dos mil y tres mil millones de dólares para indemnizaciones.
—¿Cuánto cubre el seguro?
—Sólo trescientos millones. Hace un año la empresa lanzó al mercado su propia división de cosméticos. Piden mil millones. El valor real equivale a unas tres cuartas partes. Podrían venderla por quinientos millones y disponer de dinero suficiente para indemnizar a nuestros clientes.
Clay observó que raras veces mencionaban a los clientes.
Los buitres se apretujaron alrededor de French, quien prosiguió:
—Tenemos que establecer dos cosas. Primero, cuántos posibles demandantes hay ahí fuera. Segundo, el valor de cada caso.
—Vamos a sumarlos —dijo alguien hablando con el típico acento de Tejas—. Yo tengo mil.
—Yo tengo mil ochocientos —dijo French—. ¿Carlos?
—Dos mil —dijo Hernández, y procedió a anotar algo.
—¿Wes?
—Novecientos.
El abogado de Topeka era el que menos tenía: seiscientos. Dos mil era la cifra más alta, pero French reservaba lo mejor para el final.
—¿Clay? —dijo, y todo el mundo se dispuso a escuchar.
—Tres mil doscientos —contestó Clay, consiguiendo mantener un rostro ceñudo e impasible.
Sus recientes hermanos, sin embargo, se mostraron muy complacidos. O, por lo menos, eso dieron a entender.
—Así me gusta, mi chico —dijo alguien.
Clay sospechaba que detrás de sus amplias sonrisas y sus expresiones de elogio se ocultaban algunas personas muy envidiosas.
—Eso suma veinticuatro mil —dijo Carlos, haciendo rápidamente el cálculo.
—Podemos duplicarlo fácilmente, y de esa manera nos acercaríamos a los cincuenta mil, la cantidad que Ackerman tiene prevista. Dos mil millones a repartir entre cincuenta mil son cuarenta mil por cada caso. No está mal para empezar.
Clay efectuó unos rápidos cálculos por su cuenta: cuarenta mil por sus tres mil doscientos casos eran algo así como ciento veinte millones de dólares. Y un tercio de aquella cantidad… Sintió que se le paralizaba el cerebro, y empezaron a temblarle las rodillas.
—¿Sabe la empresa cuántos de estos casos corresponden a tumores malignos? —preguntó Bernie de Boston.
—No, no lo sabe. Calculan que un uno por ciento.
—Eso son quinientos casos.
—A un mínimo de un millón de dólares cada uno.
—Eso son otros quinientos millones.
—Un millón de dólares es una broma.
—Cinco millones por muerte en Seattle.
—Aquí estamos hablando de homicidio culposo.
Como era de esperar, cada abogado tenía su propia opinión que ofrecer, y lo hacían todos al mismo tiempo. En cuanto consiguió restablecer el orden, French dijo:
—Caballeros, vamos a comer.
La comida fue un fracaso. La mesa del comedor era una tabla de lustrosa madera procedente de un impresionante y majestuoso alerce rojo que se había mantenido en pie varios siglos hasta que la poderosa Norteamérica lo había necesitado. En torno a ella podían comer simultáneamente cuarenta personas. Los presentes eran dieciocho, sabiamente separados entre sí. De lo contrario, alguien habría podido soltar un puñetazo.
En una estancia llena de arrogantes egos donde cada uno era el más ilustre abogado que Dios hubiera creado, el más odioso charlatán era Victor K. Brennan, un ruidoso tejano de Houston que hablaba con voz gangosa. A la tercera o cuarta copa de vino, y a medio zamparse los gruesos bistecs, Brennan empezó a quejarse de las bajas cantidades previstas para cada caso individual. Él tenía un cliente de cuarenta años que ganaba muchos millones y ahora padecía unos tumores malignos gracias al Dyloft.
—Puedo sacarle a cualquier jurado de Tejas diez millones por daños efectivamente sufridos y veinte millones en concepto de castigo ejemplar —dijo en tono jactancioso.
Casi todos los demás se mostraron de acuerdo. Algunos llegaron a decir que en su propio territorio conseguirían mucho más. French se mantuvo firme en su teoría, señalando que, si unos pocos conseguían millones, las masas recibirían muy poco. Brennan no estaba de acuerdo, pero no sabía cómo rebatir el argumento. Tenía la vaga sospecha de que los laboratorios Ackerman disponían de mucho más dinero del que parecía.
El grupo estaba dividido a este respecto, pero las líneas cambiaban con tal rapidez y las lealtades eran tan efímeras que Clay tenía dificultades para establecer dónde estaba cada cual. French puso en tela de juicio la afirmación de Brennan en el sentido de que los daños susceptibles de indemnización fueran tan fáciles de demostrar.
—Tú tienes los documentos, ¿no? —dijo Brennan.
—Clay nos ha facilitado algunos documentos. Ackerman todavía no lo sabe. Vosotros no los habéis visto, muchachos, y puede que no los veáis si no os estáis quietecitos en clase.
Los diecisiete invitados (incluido Clay) dejaron a un lado los cubiertos y se pusieron a gritar a la vez. Los camareros se retiraron. Clay ya se los imaginaba en la cocina, agachados detrás de las mesas. Brennan estaba deseando pelearse con alguien. Wes Saulsberry no quería dar su brazo a torcer. El lenguaje fue subiendo de tono. Y, en medio de todo aquel follón, Clay miró hacia el fondo de la mesa y vio a Patton French aspirar el aroma de una copa de vino, beber un sorbo, cerrar los ojos y evaluar un vino más.
¿Cuántas de aquellas peleas habría presenciado French? Probablemente cien. Clay cortó un trozo de bistec.
En cuanto se calmaron los ánimos, Bernie de Boston contó un chiste acerca de un cura católico, y la estancia estalló en carcajadas. Todos disfrutaron de la comida y el vino durante cinco minutos hasta que Albert de Topeka sugirió la estrategia de obligar a Ackerman a ir a la quiebra. Él se lo había hecho un par de veces a otras empresas con resultados muy satisfactorios. En ambas ocasiones, las empresas amenazadas por ofertas públicas de adquisición habían utilizado las leyes sobre la quiebra para estafar a los bancos y a otros acreedores, dejando de ese modo más dinero para él y sus millares de clientes. Los que no estaban de acuerdo expresaron sus opiniones. Albert se lo tomó a mal y volvió a armarse una pelea.
Se peleaban por todo: los documentos, la conveniencia de presentar una querella y olvidarse de los rápidos acuerdos por resarcimiento de daños, la ventajas que presentaban los territorios de cada cual, los anuncios engañosos, la manera de captar más casos, los gastos, los honorarios… Clay notaba un nudo en el estómago y no dijo una palabra. Los demás parecían disfrutar enormemente de la comida mientras mantenían dos o tres disputas a la vez.
«Lo que es la experiencia», pensó Clay.
Después de la comida más larga de la vida de Clay, French los acompañó abajo, de nuevo a la sala de billar, donde los esperaba el coñac y más habanos. Los que llevaban tres horas discutiendo y soltando palabrotas empezaron a beber y a reírse como si fueran socios de un club. Clay se retiró y, después de un considerable esfuerzo, localizó su habitación.
El espectáculo de Barry y Harry estaba previsto para las diez de la mañana del sábado, lo que daba tiempo suficiente para que todo el mundo se hubiera librado de la resaca y pudiera zamparse un opíparo desayuno. French había ofrecido la posibilidad de pescar truchas y tirar al plato, pero ni un solo abogado se apuntó a alguna de las dos actividades.
Barry y Harry eran propietarios de una empresa de Nueva York que sólo se dedicaba a analizar la situación económica de las empresas amenazadas por ofertas públicas de adquisición. Contaban con fuentes, contactos y espías, y tenían fama de arrancar la piel a tiras y descubrir la verdad. French los había traído en avión para una exposición de una hora.
—Nos va a costar doscientos mil —le murmuró orgullosamente a Clay—, y se lo haremos pagar a Ackerman. Imagínate.
Su sistema consistía en formar un equipo en el que Barry hacía los gráficos y Harry señalaba con el puntero, como dos profesores junto al atril. Ambos se situaron de pie delante del pequeño teatro, un nivel por debajo de la sala de billar. Por una vez, los abogados guardaron silencio.
Ackerman tenía una cobertura de seguros de por lo menos quinientos millones de dólares, trescientos por responsabilidad contra terceros y otros doscientos en reaseguros. El análisis del cash flow era muy denso y Harry y Barry tuvieron que hablar los dos a la vez para completarlo. Los números y los porcentajes fueron saliendo y no tardaron en asfixiar a todos los presentes en la sala.
Hablaron de la división cosmética de Ackerman, que tal vez sacara seiscientos millones en una liquidación. La empresa quería desprenderse de una división de plásticos con sede en México por doscientos millones. Tardaron quince minutos en explicar la estructura de las deudas de la empresa.
Barry y Harry eran también abogados y, por consiguiente, estaban en condiciones de evaluar la probable respuesta de una empresa a una desastrosa acción conjunta como la producida por el Dyloft.
Lo más prudente para Ackerman sería llegar rápidamente a un acuerdo transaccional de resarcimiento de daños, pero en varias fases.
—Lo que se llama un acuerdo de hojaldre —puntualizó Harry.
Clay estaba seguro de que él era la única persona de la sala que no sabía lo que era un acuerdo de hojaldre.
—La primera fase serían dos mil millones para todos los demandantes del primer nivel —añadió Harry, teniendo la bondad de exponer los elementos de semejante plan.
—Creemos que podrían hacerlo dentro de un plazo de noventa días —señaló Barry.
—La segunda fase serían quinientos millones para los demandantes del segundo nivel, los aquejados de tumores malignos que no han muerto.
—Y la tercera fase se dejaría abierta durante cinco años para cubrir los casos de fallecimiento.
—Creemos que Ackerman puede pagar entre dos mil quinientos y tres mil millones a lo largo del año que viene y otros quinientos millones en un período de cinco años.
—Si por el motivo que fuera se superaran estas sumas podría producirse una declaración de quiebra.
—Lo cual no es aconsejable para esta empresa. Hay demasiados bancos con demasiados derechos de prioridad.
—Y una quiebra reduciría seriamente el flujo monetario. Se tardaría de tres a cinco años en alcanzar un acuerdo aceptable.
Como es natural, se pasaron un rato discutiendo. Vincent de Pittsburgh tenía especial empeño en demostrar a los demás sus conocimientos económicos, pero Harry y Barry no tardaron en ponerlo en su sitio. Al cabo de una hora, ambos se fueron a pescar.
French ocupó su lugar en la cabecera de la sala. Se habían completado todos los temas. Las discusiones habían terminado. Ya era hora de ponerse de acuerdo sobre los planes a seguir.
El primer paso sería conseguir todos los demás casos. Cada cual por su cuenta. Sin ninguna limitación. Puesto que habían conseguido reunir la mitad del total, quedaban todavía muchos demandantes del Dyloft ahí fuera. Había que localizarlos. Buscar a los picapleitos que sólo tuviesen veinte o treinta casos y atraerlos al redil. Hacer cuanto fuese necesario para captar a los indecisos.
El segundo paso consistiría en celebrar una conferencia de acuerdo transaccional con los laboratorios Ackerman en un plazo de sesenta días. El comité directivo de los demandantes la programaría y enviaría las correspondientes notificaciones.
El tercer paso consistiría en hacer el máximo esfuerzo por mantener a todos los demandantes dentro de la acción conjunta. El número hacía la fuerza. Los que decidieran abandonar la acción conjunta y quisieran ir a juicio por su cuenta no tendrían acceso a los mortíferos documentos. Así de sencillo. Muy duro, pero así eran los pleitos.
Todos los abogados de la sala pusieron reparos a algún aspecto del plan, pero la alianza se mantuvo. El Dyloft llevaba camino de convertirse en el acuerdo más rápido de toda la historia de las acciones conjuntas, y los abogados ya olfateaban el dinero.