19

El tercer número de móvil le permitió localizar a Pace en algún lugar no revelado. En las últimas semanas, el hombre sin domicilio conocido había permanecido cada vez más ausente del Distrito de Columbia. Sin duda andaría por ahí apagando otro incendio, procurando evitarle otra serie de desagradables demandas a otro cliente descarriado, aunque él no quisiera reconocerlo. No tenía por qué. Clay lo conocía lo bastante para saber que era un bombero muy solicitado. En el mercado no escaseaban los malos productos.

Clay se sorprendió del alivio que experimentó al oír la voz de Pace. Le explicó que estaba en Nueva York, con quien y por qué. La primera palabra de Pace selló el pacto.

—Brillante —dijo—. Sencillamente brillante.

—¿Lo conoces? —preguntó Clay.

—En el sector, todo el mundo conoce a Patton French —repuso Pace—. Nunca he tenido que tratar con él, pero es una leyenda.

Clay le facilitó las condiciones del ofrecimiento de French. Pace lo comprendió todo al instante y empezó a hacer especulaciones.

—Si trasladas las demandas a Biloxi, Misisipí, las acciones de Ackerman experimentarán otra caída. Ahora mismo están sometidos a una fuerte presión…, tanto de los bancos como de los accionistas. La idea me parece brillante, Clay. ¡Hazlo!

—Muy bien. Ya está hecho.

—Y echa un vistazo al New York Times mañana por la mañana. Va a publicarse un gran reportaje sobre el Dyloft. Ya se ha divulgado el primer informe médico. Es demoledor.

—Estupendo.

Sacó una cerveza del minibar —ocho dólares, pero qué más daba— y se pasó un buen rato sentado delante de la ventana, contemplando el ajetreo de la Quinta Avenida. No resultaba enteramente consolador verse obligado a confiar en los consejos de Max Pace, pero no tenía nadie más a quien recurrir. A nadie, ni siquiera a su padre, se le había planteado jamás una alternativa semejante: «Vamos a trasladar sus cinco mil casos aquí y vamos a juntarlos con mis cinco mil, y no presentaremos dos demandas colectivas sino una sola. Yo pondré aproximadamente un millón para los exámenes médicos y usted duplicará su programa de anuncios, sacaremos una tajada del cuarenta por ciento neto más gastos y ganaremos una fortuna. ¿Qué dice, Clay?»

En el transcurso del mes anterior había ganado más dinero del que jamás hubiera soñado. Ahora que estaba perdiendo el control de la situación, le parecía que estaba gastándoselo todavía más rápido. «Sé valiente, —se repetía una y otra vez—, golpea rápido, no temas correr riesgos, arroja el dado y puede que te hagas cochinamente rico». Pero otra voz le decía que fuera más despacio, que no malgastara el dinero, que lo enterrara y lo conservara para siempre.

Había transferido un millón de dólares a un paraíso fiscal, no para ocultarlo sino para protegerlo. Jamás lo tocaría, bajo ningún pretexto. Si llegaba a tomar decisiones equivocadas y lo perdía todo, aún le quedaría dinero para irse a la playa. Abandonaría discretamente la ciudad tal como había hecho su padre y jamás regresaría.

El millón de dólares de la cuenta secreta era su compromiso.

Intentó llamar a su despacho, pero todas las líneas estaban ocupadas, lo que constituía una buena señal. Consiguió localizar a Jonah en su móvil, sentado detrás de su escritorio.

—Eso es una locura —dijo Jonah con voz de agotamiento—. Un caos total.

—Estupendo.

—¿Por qué no vuelves y nos echas una mano?

—Mañana.

A las siete y treinta y dos minutos, encendió el televisor y encontró su anuncio en un canal por cable. En Nueva York el Dyloft parecía todavía más siniestro.

La cena fue en el Montrachet, no por la comida, que era excelente, sino por la carta de vinos, la más completa de todas las de Nueva York. French quiso beber varios tintos de Borgoña para acompañar la ternera. Se depositaron sobre la mesa cinco botellas con una copa distinta para cada vino. Ya casi no quedaba sitio para el pan y la mantequilla.

El sumiller y Patton pasaron a expresarse en otro lenguaje mientras comentaban el contenido de cada botella. Clay se moría de aburrimiento. Él hubiera preferido una cerveza y una hamburguesa, aun cuando sabía que en un futuro próximo sus gustos iban a experimentar un cambio espectacular.

En cuanto se abrieron las botellas y los vinos empezaron a respirar, French dijo:

—He llamado a mi despacho. El abogado de Miami ya está en antena con los anuncios del Dyloft. Ya ha contratado dos clínicas para que se encarguen de seleccionar a los pacientes y los está dirigiendo como si fueran ganado. Se llama Carlos Hernández y es muy pero que muy bueno.

—Mis colaboradores no dan abasto para atender las llamadas —dijo Clay.

—¿Estamos juntos en eso? —preguntó French.

—Vamos a revisar el trato.

French sacó un documento doblado.

—Aquí está el memorándum del pacto —dijo, entregándoselo a Clay mientras escanciaba vino de la primera botella—. Resume todo lo que hemos discutido hasta la fecha.

Clay lo leyó atentamente y firmó en la parte inferior. Entre sorbo y sorbo, French también firmó, y el pacto quedó sellado.

—Vamos a presentar la demanda conjunta en Biloxi —anunció French—. Lo haré en cuanto regrese a casa. Ahora mismo tengo a dos abogados trabajando en ello. En cuanto la haya presentado, usted podrá retirar la suya en el Distrito Federal. Conozco al abogado de Ackerman. Creo que puedo hablar con él. Si la empresa accede a negociar directamente con nosotros y prescindir de sus abogados externos, se podrá ahorrar una inmensa fortuna y dárnosla a nosotros. Y la cosa será más rápida. Si los abogados externos se encargan de llevar las negociaciones, malgastaremos medio año de tiempo.

—Hemos dicho unos cien millones aproximadamente, ¿verdad?

—Algo así. Ése podría ser nuestro dinero. —Sonó un teléfono en algún bolsillo y French lo sacó con la mano izquierda mientras sostenía en la derecha una copa de vino—. Perdón —le dijo a Clay.

Era una conversación sobre el Dyloft con otro abogado, alguien de Tejas, un viejo amigo, al parecer alguien que podía hablar todavía más rápido que Patton French. Las bromas eran corteses, pero French se mostraba muy cauto. En cuanto apagó el móvil, masculló: «¡Maldita sea!»

—¿Tenemos competencia?

—Y muy seria. Un tal Vic Brennan, un conocido abogado de Houston, muy inteligente y agresivo. Está metido en el Dyloft y quiere conocer el plan de juego.

—Pero usted no le ha dicho nada.

—Lo sabe. Mañana empezará a emitir anuncios…, radio, televisión, prensa. Captará varios miles de casos. —Por un instante, French se consoló con un sorbo de vino que lo hizo sonreír—. La carrera ya ha empezado, Clay. Tenemos que conseguir estos casos.

—Pues la cosa está a punto de complicarse todavía más —dijo Clay.

French estaba saboreando un sorbo de Pinot Noir y no podía hablar. «¿Qué?», preguntó enarcando las cejas.

—Mañana por la mañana se publicará un gran reportaje en el New York Times. El primer informe negativo sobre el Dyloft, según mis fuentes.

Fue lo más inapropiado que hubiera podido decir desde el punto de vista de la cena. French se olvidó de la ternera, que aún estaba en la cocina, y de todos los vinos carísimos que cubrían la mesa, si bien se las arregló para consumirlos en el transcurso de las tres horas siguientes. Pero ¿qué abogado especialista en demandas colectivas podía concentrarse en la comida y el vino cuando faltaban pocas horas para que el New York Times pusiera al descubierto los trapos sucios de su próximo demandado y su peligroso medicamento?

El teléfono sonaba y fuera aún estaba oscuro. El reloj de pared, cuando finalmente consiguió enfocarlo, marcaba las cinco y cuarenta y cinco.

—¡Levántese! —rugió French—. Y abra la puerta.

Cuando la abrió, French ya estaba empujándola hacia adentro. Entró con varios periódicos y una taza de café.

—¡Increíble! —exclamó arrojando un ejemplar del Times sobre la cama de Clay—. No se puede pasar todo el día durmiendo, muchacho. ¡Lea esto!

Iba vestido con el atuendo de cortesía del hotel, albornoz de rizo y zapatillas blancas de ducha.

—Pero si ni siquiera son las seis.

—Pues yo llevo treinta años sin dormir más allá de las cinco. Hay demasiadas demandas esperando aquí fuera.

Clay sólo llevaba puestos los calzoncillos. French se bebió el café y volvió a leer el reportaje, bajando la mirada a lo largo de su chata nariz a través de unas gafas de lectura apoyadas en la punta.

No había ni rastro de resaca. Clay se había hartado de los vinos, pues todos le sabían igual, y había terminado la noche con agua mineral. French había seguido batallando, firmemente dispuesto a declarar vencedor a algunos de los cinco borgoñas, aunque estaba tan ocupado con el Dyloft que lo había hecho sin demasiado interés.

El Atlantic Journal of Medicine señalaba que el dylofedamint, conocido como Dyloft, se había relacionado con tumores en la vejiga en aproximadamente un seis por ciento de los que llevaban un año tomándolo.

—Más de un cinco por ciento —dijo Clay, leyendo.

—¿No le parece maravilloso? —dijo French.

—No si uno espera un seis por ciento.

—Yo no lo espero.

Algunos médicos ya estaban dejando de recetar el medicamento. Los laboratorios Ackerman lo negaban sin demasiada convicción y lo atribuían todo, como siempre, a los voraces abogados, aunque daba la impresión de que la empresa ya estaba agachándose un poco. No había ningún comentario de la FDA. Un médico de Chicago se pasaba media columna ensalzando las virtudes del medicamento y señalando lo contentos que estaban sus pacientes con él. La buena noticia, si así podía llamársela, era que los tumores no parecían ser malignos hasta el momento. Mientras leía el reportaje, Clay tuvo la sensación de que Max Pace ya conocía su contenido desde hacía un mes.

Había un párrafo a propósito de la demanda conjunta presentada el lunes en el Distrito de Columbia, pero no se mencionaba para nada al joven abogado que la había impulsado.

Las acciones de Ackerman habían bajado de los 42,50 dólares del lunes por la mañana a 32,50 al cierre del miércoles.

—Tendríamos que haber atajado esta maldita historia —murmuró.

Clay se mordió la lengua y se guardó el secreto, uno de los pocos que se había guardado en el transcurso de las últimas veinticuatro horas.

—Volveremos a leerlo en el avión —añadió French—. Larguémomos de aquí.

Las acciones habían bajado a 28 dólares cuando Clay entró en su despacho y trató de saludar a sus exhaustos colaboradores. Se sentó ante su ordenador y accedió a una página web en la que aparecían los últimos movimientos bursátiles. Los estudió durante quince minutos, calculando sus ganancias. Cuando se quemaba dinero por un lado, resultaba reconfortante comprobar que se estaba ganando por otro.

Jonah fue el primero en ir a verlo.

—Anoche estuvimos aquí hasta las doce —dijo—. Es una locura.

—Pues va a serlo aún más. Vamos a duplicar los anuncios de televisión.

—Ahora ya no damos abasto.

—Contrata a unos cuantos auxiliares jurídicos temporales.

—Necesitamos expertos en informática, por lo menos dos. No podemos introducir datos con la suficiente rapidez.

—¿Puedes encontrarlos?

—Tal vez algunos temporales. Conozco a un tipo, quizás a dos, que podrían venir por la noche y actualizar los datos.

—Contrátalos.

Jonah estaba a punto de marcharse, pero lo pensó mejor y se volvió, cerrando la puerta a su espalda.

—Oye, Clay, estamos solos tú y yo, ¿verdad? Clay miró alrededor y no vio a nadie más.

—¿Qué ocurre?

—Bueno, tú eres muy listo, pero ¿te das cuenta de lo que haces? Estás gastando dinero más rápido de lo que jamás se ha gastado. ¿Y si falla algo?

—¿Estás preocupado?

—Todos estamos un poco preocupados, ¿sabes? Este bufete ha empezado a lo grande. Queremos seguir, pasarlo bien, ganar dinero y todo eso, pero ¿y si fallan las cosas y vas a la quiebra? Creo que es una pregunta justa.

Clay rodeó su escritorio y se sentó en la esquina del mismo.

—Te seré muy sincero. Creo que sé lo que hago, pero, como jamás lo he hecho, no tengo modo de estar seguro. La apuesta es tremenda. Si gano, todos nos embolsaremos un montón de dinero. Si pierdo, seguiremos con el bufete, pero no nos haremos ricos, sencillamente.

—Si tienes ocasión, díselo a los demás, ¿de acuerdo?

—Así lo haré.

El almuerzo consistió en una pausa de diez minutos para tomar un bocadillo en la sala de conferencias. Jonah disponía de los últimos datos. Durante los primeros tres días, la línea directa había atendido siete mil cien llamadas y la página web había recibido un promedio de ocho mil visitas diarias. Los paquetes de información y los contratos de los servicios jurídicos se habían enviado con la mayor rapidez posible, pero aún llevaban retraso. Clay autorizó a Jonah a contratar a dos auxiliares informáticos a tiempo parcial. A Paulette se le encomendó la tarea de buscar a otros tres o cuatro auxiliares jurídicos para trabajar en el Sudadero. Y la señorita Glick recibió la orden de contratar a todos los administrativos que fueran necesarios para atender la correspondencia de los clientes.

Clay les describió su reunión con Patton French y les explicó su nueva estrategia. Les mostró fotocopias del artículo del Times del que ellos no se habían enterado por estar demasiado ocupados.

—La carrera ya ha empezado, muchachos —dijo, tratando de animar a los agotados miembros de su equipo—. Los tiburones ya están persiguiendo a nuestros clientes.

—Los tiburones somos nosotros —señaló Paulette.

Patton French llamó a última hora de la tarde e informó que la acción conjunta se había modificado para incluir a demandantes de Misisipí y se había presentado en el juzgado de Biloxi.

—La hemos colocado justo donde queríamos, muchacho —añadió.

—Yo retiraré mañana la de aquí —dijo Clay, confiando en que no estuviera regalando su demanda.

—¿Va a darle el soplo a la prensa?

—No pensaba hacerlo —contestó Clay, que no tenía la menor idea de cómo se daba el soplo a la prensa.

—Deje que yo me encargue de eso.

Ackerman cerró aquel día a 26,25, un beneficio sobre el papel de un millón seiscientos veinticinco mil dólares si Clay hubiera comprado en aquel momento y hecho efectiva su venta al descubierto. Decidió esperar. La noticia de la demanda presentada en Biloxi se divulgaría a la mañana siguiente y sólo serviría para castigar aún más las acciones.

A medianoche estaba sentado en su despacho, conversando con un caballero de Seattle que llevaba casi un año tomando Dyloft y en ese momento estaba aterrorizado, pues temía haber desarrollado algún tumor. Clay le aconsejó que acudiese al médico lo antes posible para someterse a un análisis de orina. Le facilitó la página web y le prometió que le enviaría toda la información a primera hora de la mañana siguiente. Cuando se despidieron, el hombre estaba al borde de las lágrimas.