18

Tequila Watson se declaró culpable del asesinato de Ramón Pumphrey y fue condenado a cadena perpetua. Pasados veinte años podría optar a la libertad condicional, aunque en el reportaje del Post semejante detalle no se mencionaba. Se decía que su víctima había sido una de las muchas que habían acabado acribilladas a balazos en toda una larga serie de asesinatos al azar un tanto insólita incluso en una ciudad acostumbrada a la violencia insensata. La policía no veía ninguna explicación. Clay anotó llamar a Adelfa para ver qué tal estaba.

Le debía algo a Tequila, pero no sabía muy bien el qué. Tampoco había ningún medio de compensar a su excliente. Argumentó en su fuero interno que éste se había pasado casi toda la vida enganchado a la droga y de todos modos se habría pasado el resto de ella entre rejas, pero sus razonamientos le sirvieron de muy poco para sentirse honrado. Lo había abandonado, así de claro. Había aceptado el dinero y enterrado la verdad.

Dos páginas de otro reportaje le llamaron la atención y le hicieron olvidarse de Tequila Watson. El mofletudo rostro del señor Bennett Van Horn aparecía en una fotografía bajo un casco adornado con sus iniciales, tomada en otra obra de Dios sabía dónde. Estaba estudiando atentamente una serie de planos en compañía de otro hombre que se identificaba como el ingeniero de proyectos del BVH Group. La empresa se había visto envuelta en una desagradable disputa a propósito de una prevista urbanización cerca del campo de batalla de Chancellorsville, aproximadamente a una hora de carretera al sur del Distrito de Columbia. Como siempre, Bennett se proponía construir una de sus horribles urbanizaciones de casas, viviendas en propiedad horizontal, apartamentos, tiendas, zonas recreativas, pistas de tenis y el consabido estanque, todo a menos de un kilómetro y medio del centro del campo de batalla y muy cerca del lugar donde el general Stonewall Jackson había muerto acribillado por las balas de los centinelas confederados. Conservacionistas, abogados, historiadores bélicos, defensores del medio ambiente y la Confederate Society habían desenvainado las espadas y se disponían a despedazar a Bennett el Bulldozer. Como era de esperar, el Post alababa a todos aquellos grupos y no decía nada bueno acerca de Bennett. Sin embargo, los terrenos en cuestión eran propiedad de unos ancianos agricultores, por cuyo motivo él parecía llevar las de ganar, al menos por el momento.

El reportaje se ampliaba con datos acerca de otros campos de batalla repartidos por todo el estado de Virginia que habían sido asfaltados por los promotores inmobiliarios. Una asociación llamada Civil War Trust encabezaba la lucha. Su abogado era descrito como un radical que no temía echar mano de las querellas para preservar la historia. «Pero necesitamos dinero para pleitear», decía, según el periódico.

Dos llamadas después, Clay ya lo tenía al teléfono. Ambos se pasaron media hora conversando y, al colgar, Clay extendió un cheque de cien mil dólares a nombre de la Civil War Trust, Chancellorsville Litigation Fundation.

La señorita Glick le entregó el mensaje telefónico mientras él pasaba por delante de su escritorio. Leyó dos veces el nombre y se sentía todavía un poco escéptico cuando se sentó en la sala de conferencias y marcó el número.

—¿El señor Patton French? —dijo.

La nota del mensaje decía que era urgente.

—¿De parte de quién, por favor? —preguntaron al otro lado de la línea.

—Clay Carter, del Distrito de Columbia.

—Ah, sí, estaba esperándolo.

Costaba imaginar a un abogado tan poderoso y atareado como Patton French esperando la llamada de Clay. En cuestión de pocos segundos el gran hombre se puso al teléfono.

—Hola, Clay, gracias por devolverme la llamada —dijo en tono tan despreocupado que pilló a Clay desprevenido—. Bonito reportaje el del Journal, ¿eh? No está mal para un novato. Mire, quiero pedirle disculpas por no haber tenido ocasión de saludarle allá abajo, en Nueva Orleáns.

Era la misma voz que él había escuchado a través del micrófono, pero más relajada.

—No se preocupe —dijo Clay.

Había doscientos letrados en la reunión del Círculo de Abogados. No existía motivo alguno para que Clay saludara a Patton French, y mucho menos para que éste supiera de su presencia allí. Estaba claro que el hombre había hecho averiguaciones.

—Me gustaría conocerle, Clay. Creo que podríamos hacer unos cuantos negocios juntos. Hace un par de meses estuve tras la pista del Dyloft. Usted se me ha adelantado, pero hay una tonelada de dinero suelta por ahí.

Clay no sentía el menor deseo de irse a la cama con Patton French. Por otra parte, los métodos que éste utilizaba para arrancarles a los fabricantes de medicamentos ingentes sumas en concepto de acuerdos de indemnización por daños y perjuicios eran legendarios.

—Podemos hablar —dijo Clay.

—Mire, ahora mismo tengo que irme a Nueva York. ¿Qué le parece si le recojo en el Distrito de Columbia y lo llevo conmigo? Tengo un nuevo Gulfstream 5 que me encantaría enseñarle. Nos alojaremos en Manhattan y esta noche disfrutaremos de una cena maravillosa. Hablaremos de negocios. Regresaremos a casa a última hora de mañana. ¿Qué le parece?

—La verdad es que estoy muy ocupado.

Clay recordaba con toda claridad la sensación de repugnancia que había experimentado mientras French hablaba sin cesar de sus juguetes durante su discurso. El nuevo Gulfstream, el yate, el castillo de Escocia.

—Ya me lo imagino. Mire, yo también lo estoy. Qué demonios, todos estamos ocupados, pero éste podría ser el viaje más fructífero de su vida. No admito un no por respuesta. Me reuniré con usted en el Reagan National dentro de tres horas. ¿De acuerdo?

Aparte unas cuantas llamadas telefónicas y un partido de pádel aquella noche, Clay apenas tenía nada que hacer. Los atemorizados consumidores del Dyloft no cesaban de llamar a los teléfonos del despacho, pero él no era el encargado de atender las llamadas. Llevaba varios años sin visitar Nueva York.

—Pues claro, ¿por qué no? —contestó, tan deseoso de ver un Gulfstream 5 como de comer en un gran restaurante.

—Sabia decisión, Clay. Sabia decisión.

La terminal privada del Reagan National estaba abarrotada de atareados ejecutivos y burócratas que iban de un lado a otro abriéndose paso a empujones. Cerca del mostrador de recepción una atractiva morena vestida con minifalda sostenía un letrero escrito a mano con su nombre. Se presentó a ella.

—Sígame —dijo la chica, esbozando una impecable sonrisa.

Les franquearon el paso a través de la puerta de salida y cruzaron la rampa en una furgoneta de cortesía. Docenas de Lear, Falcon, Hawker, Challenger y Citation estaban estacionados o bien rodando hacia la terminal o saliendo de ella. Los empleados que trabajaban en la rampa guiaban cuidadosamente a los jets, que pasaban los unos por el lado de los otros con las alas a escasos centímetros de distancia. Los motores chillaban y el ambiente atacaba los nervios.

—¿De dónde son ustedes? —preguntó Clay.

—Nuestra base está en las afueras de Biloxi —contestó Julia—. Allí es donde el señor French tiene su despacho principal.

—Le oí hablar hace un par de semanas en Nueva Orleáns.

—Sí, estuvimos allí. Raras veces estamos en casa.

—Él trabaja muchas horas, ¿verdad?

—Aproximadamente unas cien a la semana.

Se detuvieron al lado del jet de mayor tamaño de la rampa.

—Aquí estamos nosotros —dijo Julia mientras ambos descendían de la furgoneta. Un piloto cogió la maleta de Clay y se marchó con ella.

Como era de esperar, Patton French estaba hablando por teléfono. Dio la bienvenida a bordo a Clay con un gesto de la mano mientras Julia sujetaba su chaqueta y le preguntaba qué le apetecía beber. Sólo agua con una raja de limón, respondió Clay. Su primera visión del interior de un jet privado no hubiera podido ser más impresionante. Los vídeos que había visto en Nueva Orleáns no permitían apreciarlo debidamente.

Se percibía en el aire un aroma de cuero, pero de cuero muy caro. Los asientos, los sofás, los reposacabezas, los paneles e incluso las mesas estaban revestidos de cuero en distintos tonos de canela y azul. Las lámparas, los tiradores y los mandos de los distintos aparatos estaban chapados en oro. La madera era de color oscuro y muy reluciente, probablemente caoba. Era una suite de lujo de un hotel de cinco estrellas, pero con alas y motores.

Clay medía metro ochenta y dos de estatura y aún sobraba espacio por encima de su cabeza. El habitáculo era alargado y tenía una especie de despacho en la parte posterior. Allí estaba French, hablando todavía por teléfono. El bar y la cocina se hallaban justo detrás de la cabina. Julia salió con el agua.

—Será mejor que se siente. Despegamos muy pronto.

En cuanto el aparato comenzó a rodar por la pista, French dio bruscamente por terminada su conversación y se trasladó a grandes zancadas a la parte delantera, donde atacó a Clay con un violento apretón de manos, una sonrisa toda dientes y una nueva disculpa por no haber tenido ocasión de saludarlo en Nueva Orleáns. Estaba un poco grueso, tenía un bonito y espeso cabello ondulado con hebras grises y debía de rondar los cincuenta y cinco, tal vez sesenta años de edad. La fuerza se le escapaba por todos los poros y el aliento.

Se sentaron el uno delante del otro a una de las mesas.

—Bonito cacharro, ¿verdad? —dijo French, señalando el interior del aparato con un amplio ademán de la mano izquierda.

—Muy bonito.

—¿Aún no tiene un jet?

—No —respondió Clay, y llegó a avergonzarse de ello. Pero ¿qué clase de abogado era?

—No tardará en tenerlo, se lo aseguro. Es imposible vivir sin él. Julia, prepáreme un vodka. Ya van cuatro, me refiero a los jets, no a los vodkas. Se necesitan doce pilotos para mantener en marcha cuatro jets. Y cinco Julias. ¿A que es guapa?

—Lo es.

—Los gastos son muchos, pero también hay muchos honorarios esperando por ahí. ¿Me oyó hablar en Nueva Orleáns?

—Sí. Fue muy agradable —mintió Clay, aunque sólo en parte. A pesar de lo insoportable que había sido en el estrado, French también había resultado distraído e incluso informativo.

—No me gusta hablar tanto del dinero, pero estaba actuando ante el público. Casi todos aquellos hombres acabarán por traerme algún caso importante de demanda de indemnización. Tengo que estimular su entusiasmo, ¿comprende? He fundado el bufete jurídico especializado en acciones legales colectivas más importante de Estados Unidos, y sólo nos dedicamos a perseguir a los peces gordos. Cuando presentas una demanda contra empresas como Ackerman o cualquiera de estas quinientas organizaciones empresariales que figuran en Fortune, tienes que disponer de unas cuantas municiones, por no hablar de cierta influencia. Su dinero es ilimitado. Yo intento, sencillamente, nivelar un poco las cosas.

Julia le sirvió la bebida y se abrochó el cinturón, lista para el despegue.

—¿Le apetece almorzar? —preguntó French—. Julia puede preparar lo que sea.

—No, gracias. Estoy bien.

French bebió un buen trago de vodka y, de repente, se reclinó contra el respaldo de su asiento, cerró los ojos y pareció rezar mientras el Gulfstream aceleraba por la pista de despegue y se elevaba en el aire. Clay aprovechó la pausa para admirar el aparato. Su lujo y la riqueza de sus detalles eran casi obscenos. ¡Cuarenta o cuarenta y cinco millones de dólares por un jet privado! Y, según los rumores que corrían entre el Círculo de Abogados, la compañía Gulfstream no daba abasto. ¡Los pedidos pendientes llevaban un retraso de dos años!

Transcurrieron unos minutos hasta que el aparato se niveló y entonces Julia desapareció en el interior de la cocina. French despertó súbitamente de su meditación y bebió otro trago de vodka.

—¿Es cierto todo lo que dice el Journal? —preguntó, ya más tranquilo.

Clay tuvo la impresión de que los cambios de humor de French debían de ser rápidos y espectaculares.

—Han sabido exponerlo muy bien.

—Yo he salido un par de veces en la primera página, pero no fue gran cosa. No es de extrañar que nosotros los especialistas en demandas por daños no les gustemos demasiado. En realidad, no gustamos a nadie, y eso es algo que usted aprenderá con el tiempo. Pero el dinero compensa la imagen negativa. Ya se acostumbrará. Todos nos acostumbramos. Una vez conocí a su padre.

Entornaba los ojos y los movía rápidamente mientras hablaba, como si pensara constantemente tres frases por adelantado.

—Ah, ¿sí? —dijo Clay, que no sabía si creerle.

—Hace veinte años yo estaba en el Departamento de justicia. Manteníamos una disputa por unos territorios indios. Los indios mandaron llamar a Jarrett Carter desde el Distrito de Columbia y la guerra terminó. Era muy bueno.

—Gracias —dijo Clay con inmenso orgullo.

—Quiero que sepa, Clay, que en mi opinión la emboscada que le ha tendido al Dyloft es una maravilla. Y muy insólita. En casi todos los casos, los rumores acerca de los efectos adversos de un medicamento se van extendiendo lentamente a medida que aumentan las quejas de los pacientes. Los médicos tardan mucho en facilitar información. Como están conchabados con los laboratorios farmacéuticos, no tienen el menor interés en dar la voz de alarma. Además, en la mayor parte de las jurisdicciones se presentan demandas contra los médicos por haber recetado el medicamento. Poco a poco, los abogados empiezan a entrar en acción. Tío Luke observa de repente que orina con sangre sin motivo y, al cabo de un mes de orinar sangre, acude a su médico de Podunk, Luisiana. Y el médico le dice que deje de tomar el nuevo fármaco milagroso que le había recetado. Puede que tío Luke vaya o no vaya a ver al abogado de la familia, por regla general un picapleitos de tres al cuarto de una pequeña ciudad que se dedica a testamentos y divorcios y que, en la mayoría de los casos, no sabría presentar una demanda por daños aunque se le ofreciera la ocasión. Se tarda mucho en descubrir los efectos perjudiciales de los medicamentos. Lo que usted ha hecho es extraordinario.

Clay se limitaba a asentir con la cabeza y escuchar. French llevaba el peso de la conversación. Todo aquello estaba llevando a alguna parte.

—Lo cual me dice que usted dispone de información interna —añadió French.

Una pausa, un intervalo en cuyo transcurso se le dio a Clay la oportunidad de confirmar que efectivamente disponía de información interna. Pero él no facilitó ninguna clave.

—Yo dispongo de una amplia red de abogados y contactos de costa a costa —prosiguió French—. Nadie, ni uno solo de ellos, había oído hablar de los problemas del Dyloft hasta hace unas semanas. Tuve a dos abogados de mi bufete haciendo investigaciones preliminares sobre el medicamento, pero todavía estaban muy lejos de poder presentar una demanda. Y, de repente, leo la noticia de su emboscada y contemplo su sonriente rostro en la primera plana del Wall Street Journal. Yo sé cómo se juega a este juego, Clay, y sé que usted dispone de algo que procede del interior de la empresa.

—En efecto. Y jamás se lo diré a nadie.

—Muy bien. Eso me tranquiliza. Vi sus anuncios. Controlamos estas cosas en todos los mercados. No está mal. De hecho, el método de los quince segundos que está usted utilizando ha demostrado ser el más eficaz. ¿Lo sabía usted?

—No.

—Se les golpea duro a última hora de la noche o a primera hora de la mañana. Un rápido mensaje para meterles el miedo en el cuerpo y después un número de teléfono al que llamar. ¿Cuántos casos ha generado?

—Es difícil decirlo. Tienen que hacerse el análisis de orina inicial. Los teléfonos suenan sin cesar.

—Mis anuncios empiezan mañana. Tengo a seis personas en el despacho dedicadas exclusivamente a trabajar con los anuncios, ¿se imagina? Seis personas a tiempo completo. Y no salen baratas.

Apareció Julia con dos bandejas de comida, una bandeja de gambas y una de quesos y distintas variedades de carne: jamón, salami y otros embutidos que Clay no supo identificar.

—Trae una botella de aquel vino chileno —pidió Patton—. Ya debe de estar frío. ¿Le gusta el vino? —preguntó, cogiendo una gamba por la cola.

—Un poco. No soy un experto.

—Yo adoro el vino. Tengo cien botellas en este aparato. —Otra gamba—. Sea como fuere, calculamos que debe de haber entre cincuenta mil y cien mil casos de Dyloft. ¿Me equivoco?

—No creo que lleguen a cien mil —contestó cautelosamente Clay.

—Estoy un poco preocupado por los laboratorios Ackerman. Ya los he demandado un par de veces, ¿sabe?

—No, no lo sabía.

—Hace diez años, cuando nadaban en la abundancia. Tuvieron un par de directores generales desastrosos que hicieron malas adquisiciones. Ahora sus deudas ascienden a diez mil millones. Una estupidez muy típica de los años noventa. Los bancos invertían dinero en acciones de primera clase y éstas lo tomaban y trataban de comprar el mundo. De todos modos, Ackerman no corre peligro de quiebra ni nada por el estilo. Y, además, están bastante bien asegurados.

Aquí French pretendía pescar, y Clay decidió picar el anzuelo.

—Tienen por lo menos trescientos millones en seguros —dijo—. Y es posible que puedan gastarse quinientos millones de dólares en el Dyloft.

French esbozó una sonrisa y casi se le cayó la baba ante semejante información. No pudo, ni intentó, ocultar su admiración.

—Un material estupendo, muchacho, francamente estupendo. ¿Y hasta qué extremo es buena la información que usted posee?

—Es excelente. Disponemos de gente dentro que tirará de la manta y disponemos de informes de laboratorio que no deberíamos tener. Ackerman no podría ni acercarse a un jurado con el tema Dyloft.

—Tremendo. —French cerró los ojos para asimilar mejor aquellas palabras.

Un abogado muerto de hambre con su primer caso de accidente de tráfico no habría estado más contento.

Julia regresó con el vino y llenó dos copas de valioso cristal. French aspiró su aroma, lo estudió muy despacio y, cuando se dio por satisfecho, bebió un sorbo. Chasqueó los labios, asintió con la cabeza y se inclinó hacia delante para seguir con los chismorreos.

—En eso de sorprender a una importante y poderosa empresa haciendo una cochinada hay algo mucho más emocionante que el sexo, Clay, mucho más emocionante. Es la mayor emoción que conozco. Sorprendes a los codiciosos cabrones sacando al mercado productos que causan daño a personas inocentes y a ti, el abogado, se te ofrece la ocasión de castigarlos. Vivo para eso. Por supuesto que el dinero es algo sensacional, pero el dinero viene después, cuando ya los has atrapado. Jamás lo dejaré, por mucho dinero que llegue a ganar. La gente cree que soy codicioso porque podría dejarlo e irme a vivir a una playa paradisíaca el resto de mi vida. ¡Menudo aburrimiento! Prefiero trabajar cien horas a la semana tratando de atrapar a los timadores de altos vuelos. Es mi vida.

En aquellos momentos, su entusiasmo resultaba contagioso y el fanatismo le iluminaba el rostro. Exhaló un profundo suspiro y preguntó:

—¿Le gusta este vino?

—No, sabe a queroseno —contestó Clay.

—Tiene razón. ¡Julia! ¡Tire esto! Tráiganos una botella de aquel Mersault que encontramos ayer.

Pero, primero, ella le acercó un teléfono.

—Es Muriel.

French lo cogió y dijo:

—Hola.

Julia se inclinó y dijo casi en un susurro:

—Muriel es la secretaria principal, la Madre Superiora. Consigue hablar con él cuando sus mujeres no pueden.

French cortó la comunicación diciendo:

—Deje que le exponga el guión que he preparado para usted. Y le prometo que está destinado a permitirle ganar más dinero en un período de tiempo más corto. Mucho más.

—Soy todo oídos.

—Acabaré teniendo tantos casos de Dyloft como usted. Ahora que usted ha abierto la puerta, habrá centenares de abogados que se lanzarán a la búsqueda de casos. Nosotros dos, usted y yo, podemos controlar la situación si trasladamos su demanda desde el Distrito de Columbia a mi patio de Misisipí. Esto aterrorizará a Ackerman mucho más de lo que pueda usted imaginar. Ahora están preocupados porque los han pillado en el Distrito de Columbia, pero también piensan: «Bueno, no es más que un novato, jamás ha estado aquí, jamás ha llevado un caso de demanda colectiva de indemnización por daños, es su primer caso de acción legal colectiva», etcétera. En cambio, si juntamos sus casos y los míos, lo combinamos todo en una sola demanda conjunta y lo trasladamos a Misisipí, Ackerman va a sufrir un masivo infarto empresarial.

Clay estaba casi aturdido por las dudas y las preguntas.

—Le escucho —fue lo único que atinó decir.

—Usted conserva sus casos y yo los míos. Los juntamos y, mientras otros afectados firman contratos con otros abogados y éstos se enganchan al carro, yo acudo al juez encargado del juicio y le pido que nombre un comité directivo de los demandantes. Lo hago constantemente. Yo seré el presidente. Y usted formará parte del comité por haber sido el primero en presentar la demanda. Nosotros controlaremos la demanda del Dyloft y procuraremos tenerlo todo organizado, aunque, habiendo por ahí tantos abogados arrogantes, nunca se sabe. Lo he hecho docenas de veces. El comité nos otorga el control, y enseguida empezamos a negociar con Ackerman. Conozco a sus abogados. Si la información interna que obra en su poder es tan tremenda como usted dice, les apretamos las tuercas para llegar a un rápido acuerdo.

—¿Cómo de rápido?

—Eso depende de varios factores. ¿Cuántos casos hay realmente por aquí fuera? ¿Con cuánta rapidez podemos captarlos? ¿Cuántos otros abogados entrarán en liza? Y, lo más importante, ¿qué gravedad revisten los daños sufridos por nuestros clientes?

—No mucha. Prácticamente todos los tumores son benignos.

French asimiló el dato; frunció el entrecejo ante aquella mala noticia, pero rápidamente vio el lado bueno de la situación.

—Mejor todavía. El tratamiento consiste en una intervención citoscópica.

—Exactamente. Un procedimiento que se puede llevar a cabo con carácter ambulatorio y cuesta unos mil dólares.

—¿Y el pronóstico a largo plazo?

—Muy bueno. Si uno deja de tomar el Dyloft, todo se normaliza, lo cual quizá no sea muy agradable para algunos enfermos de artritis.

French aspiró el aroma de su vino, agitó éste en la copa y finalmente bebió un sorbo.

—Mucho mejor, ¿no le parece?

—Sí —contestó Clay.

—El año pasado hice un recorrido de cata de vinos por la Borgoña. Me pasé una semana olfateando y escupiendo. Muy agradable.

Otro sorbo mientras reflexionaba y organizaba en orden de importancia sus tres pensamientos siguientes sin escupir.

—Eso es todavía mejor —dijo—. Mejor para nuestros clientes, claro, porque no están tan enfermos como podrían estarlo. Y mejor para nosotros, porque los acuerdos de indemnización se firmarán más rápido. Aquí la clave es captar los casos. Cuantos más casos tengamos, tanto más control ejerceremos sobre la acción conjunta. Y, a más casos, más honorarios.

—Entendido.

—¿Cuánto se está usted gastando en anuncios?

—Un par de millones de dólares.

—No está mal, no está nada mal.

French hubiera querido preguntar de dónde demonios había sacado un novato dos millones de dólares para anuncios, pero se dominó y lo dejó correr.

El morro del aparato se inclinó ligeramente hacia abajo y se produjo una perceptible reducción de potencia.

—¿Cuánto dura el vuelo a Nueva York? —preguntó Clay.

—Desde el Distrito de Columbia, unos cuarenta minutos. Este pajarito recorre mil kilómetros por hora.

—¿Qué aeropuerto?

—Teterboro. Está en Nueva Jersey. Todos los jets privados van allí.

—Por eso no he oído hablar de él.

—Su jet ya está en camino, Clay, váyase preparando. Podría usted quedarse con todos mis juguetes, pero el jet no me lo quite. Tiene que comprarse uno.

—Me limitaré a utilizar el suyo.

—Empiece con un pequeño Lear. Se consiguen por un par de millones de dólares. Se necesitan dos pilotos, a setenta y cinco mil dólares cada uno. Forma parte de los gastos generales. Cómpreselo. Ya verá.

Por primera vez en su vida, a Clay estaban dándole consejos sobre jets.

Julia retiró las bandejas de la comida y dijo que aterrizarían en cuestión de cinco minutos. Clay contempló embobado el perfil de Manhattan hacia el este. French se quedó dormido.

Tomaron tierra y rodaron por la pista pasando por delante de una hilera de terminales privadas, donde varias docenas de fabulosos jets permanecían estacionados o bien estaban siendo sometidos a revisión.

—Va usted a ver aquí más jets privados que en ningún otro lugar del mundo —le explicó French mientras ambos miraban a través de las ventanillas—. Todos los peces gordos de Manhattan aparcan sus aparatos aquí. Eso está a cuarenta y cinco kilómetros de distancia de la ciudad. El que tiene dinero de verdad dispone de su propio helicóptero para trasladarse desde aquí. Sólo son diez minutos.

—¿Tenemos un helicóptero? —preguntó Clay.

—No. Pero, si yo viviera aquí, lo tendría.

Una limusina los recogió en la rampa, a dos pasos del lugar donde habían desembarcado. Los pilotos y Julia se quedaron para limpiarlo y arreglarlo todo y asegurarse de que el vino estuviera frío para el siguiente vuelo.

—Al Península —le indicó French al chofer.

—Sí, señor French —contestó el hombre.

¿Sería una limusina alquilada o acaso pertenecía a French? Seguro que el especialista más importante del mundo en demandas colectivas no utilizaría un vehículo de alquiler. Clay decidió dejarlo correr. ¿Qué más daba?

—Siento curiosidad por sus anuncios —dijo French mientras circulaban entre el denso tráfico de Nueva Jersey—. ¿Cuándo empezó a emitirlos?

—El domingo por la noche en noventa mercados de costa a costa.

—¿Cómo los está procesando?

—Nueve personas atienden las llamadas, siete auxiliares jurídicos y dos abogados. El lunes recibimos dos mil llamadas; ayer, tres mil. Nuestra página web sobre el Dyloft está recibiendo ochenta mil visitas diarias. Dando por sentada la habitual proporción de las visitas, eso supondría unos mil clientes.

—¿Y el total a cuánto asciende?

—Entre cincuenta mil y setenta y cinco mil, según mi fuente, que hasta ahora ha sido muy precisa.

—Me gustaría conocer a su fuente.

—De eso, ni hablar.

French hizo sonar los nudillos y trató de aceptar la negativa.

—Tenemos que conseguir estos casos, Clay. Mis anuncios empezarán a emitirse mañana. ¿Y si nos repartimos el país? Usted se encarga del norte y el este y a mí me da el sur y el oeste. Será más fácil centrarse en mercados más pequeños y mucho más sencillo manejar los casos. Hay un tipo en Miami que aparecerá en la televisión dentro de unos días. Y hay otro en California que ahora mismo está copiando sus anuncios, se lo aseguro. Es cierto que somos unos tiburones, unos simples buitres. Habrá una carrera para llegar cuanto antes al juzgado, Clay. Nosotros les llevamos una buena ventaja, pero está a punto de producirse una estampida.

—Hago todo lo que puedo.

—Déme su presupuesto —dijo French como si él y Clay llevaran años haciendo negocios juntos.

«Qué demonios», pensó Clay. Acomodados en la parte de atrás de la limusina, no cabía duda de que ambos parecían socios.

—Dos millones de dólares para anuncios y otros dos para los análisis de orina.

—Pues voy a decirle lo que haremos —dijo French sin que se produjera la menor solución de continuidad en la conversación—. Me gastaré todo su dinero en anuncios. ¡Y vaya si conseguiré los casos! Yo pondré el dinero necesario para los análisis de orina y se los haremos pagar a Ackerman cuando concertemos los acuerdos de indemnización. Que la empresa cubra todos los gastos médicos forma parte de todos los acuerdos.

—Cada análisis cuesta trescientos dólares.

—Están timándolo. Yo reuniré a unos cuantos técnicos que nos los harán por mucho menos.

Aquello le hizo recordar a French una anécdota de los primeros días de la demanda contra Skinny Ben. Convirtió cuatro autocares de la empresa Greyhound en clínicas ambulantes y recorrió todo el país seleccionando a posibles clientes. Clay empezó a perder el interés mientras cruzaban el puente George Washington. French empezó a contar otra historia.

La suite de Clay en el Península daba a la Quinta Avenida. Una vez a salvo en su interior, lejos de Patton French, Clay tomó el teléfono y empezó a buscar a Max Pace.