La aventura parisiense le costó 95.300 dólares según la cuidadosa contabilidad llevada a cabo por Rex Crittle, un hombre que estaba familiarizándose cada vez más con casi todos los aspectos de la vida de Clay. Crittle era un experto contable con una empresa mediana situada directamente bajo los despachos de Carter. No era de extrañar que también hubiera sido recomendado por Max Pace.
Por lo menos una vez a la semana Clay bajaba por la escalera de la parte posterior o bien era Crittle quien subía, y ambos se pasaban aproximadamente media hora hablando acerca del dinero del primero y de la mejor manera de manejarlo. La existencia de un sistema de contabilidad era esencial para el bufete, y su puesta en marcha no revistió la menor dificultad. La señorita Glick tomaba notas acerca de todo y se limitaba a transmitirlas a los ordenadores de Crittle del piso de abajo.
A juicio de Crittle, un enriquecimiento tan repentino daría lugar a una inspección por parte del fisco. Pese a las promesas de Pace en sentido contrario, Clay se mostró de acuerdo e insistió en que las cuentas se llevaran de manera impecable, sin zonas grises en lo tocante a las desgravaciones y las deducciones. Sería absurdo intentar estafarle al Estado algunos impuestos. Mejor pagar y dormir tranquilo.
—¿Qué es este pago de medio millón de dólares a East Media? —preguntó Crittle.
—Vamos a emitir algunos anuncios a través de la televisión para captar clientes. Eso es el primer pago aplazado.
—¿Pago aplazado? ¿Cuántos más habrá? —El hombre miró por encima de sus gafas de lectura a Clay con una expresión que éste ya le había visto otras veces, como diciendo: «¿Has perdido la cabeza, hijo?»
—Un total de dos millones de dólares. Dentro de unos días presentaremos una importante demanda, y coordinaremos la acción con unos anuncios relámpago de los que se encargará East Media.
—Muy bien —dijo Crittle, recelando visiblemente de semejantes gastos—. Supongo que habrá algunos honorarios adicionales para cubrir todo esto.
—Así lo espero —contestó Clay, y soltó una carcajada.
—¿Y qué hay de este nuevo despacho de Manassas? ¿Un depósito de alquiler de quince mil dólares?
—Pues sí, estamos creciendo. Voy a necesitar seis nuevos auxiliares jurídicos. El alquiler de despachos allí es más barato.
—Me alegro de comprobar que se preocupa por los gastos. ¿Seis nuevos auxiliares jurídicos?
—Sí, ya he contratado a cuatro. Tengo sus contratos y la información correspondiente a las nóminas en mi escritorio.
Crittle estudió por un instante un listado mientras introducía unas cifras en la calculadora que tenía por cerebro.
—¿Puedo preguntarle por qué necesita a otros seis auxiliares jurídicos teniendo tan pocos casos?
—Buena pregunta —dijo Clay.
Describió muy por encima la inminente acción legal colectiva sin mencionar ni el medicamento ni el fabricante, pero no estuvo muy seguro de si su rápido resumen había contestado a las demandas de Crittle. Como contable, éste se mostraba lógicamente escéptico ante cualquier actuación que instara a la gente a presentar demandas.
—Confío en que sepa lo que hace —dijo, sospechando, en realidad, que Clay había perdido el juicio.
—Confíe en mí, Rex, el dinero está a punto de entrar a raudales.
—De lo que no cabe duda es de que ahora está saliendo a raudales.
—Para ganar dinero primero hay que gastarlo.
—Eso dicen.
El ataque se inició poco después de la puesta de sol del día primero de julio. Todos menos la señorita Glick se congregaron delante del televisor de la sala de conferencias, esperaron hasta las ocho y treinta y dos de la tarde en punto y entonces enmudecieron. Era un anuncio de quince segundos en el que aparecía un joven y apuesto actor enfundado en una bata blanca, sosteniendo en las manos un grueso libro y mirando con expresión sincera a la cámara. «Atención, pacientes de artritis. Si están ustedes tomando el medicamento Dyloft, pueden interponer una demanda contra el fabricante del mismo. El Dyloft ha sido relacionado con varios efectos perjudiciales, entre ellos la aparición de tumores en la vejiga». En la parte inferior de la pantalla aparecieron las audaces palabras:
DYLOFT LÍNEA DIRECTA – LLAME AL 1-800-555-DYLO.
El médico añadía: «Llame inmediatamente a este número. La Línea Directa Dyloft puede facilitarle un examen médico gratuito. ¡Llame ahora!»
Todos contuvieron la respiración durante unos quince segundos, y permanecieron en silencio cuando el anuncio terminó. Para Clay, fue un momento especialmente angustioso, pues acababa de lanzar un virulento y potencialmente demoledor ataque contra una poderosa empresa que indudablemente respondería con la máxima dureza. ¿Y si resultaba que Max Pace estaba equivocado con respecto al fármaco? ¿Y si en realidad estaba utilizando a Clay como peón en una encarnizada partida de ajedrez empresarial? ¿Y si Clay no lograba demostrar por medio de testigos expertos que el medicamento provocaba la aparición de tumores? Se había pasado varias semanas luchando con aquellas preguntas y había interrogado a Pace miles de veces. Ambos se habían peleado en un par de ocasiones y se habían intercambiado duras palabras. Al final, Max le había entregado las investigaciones ilegalmente obtenidas sobre los efectos secundarios del Dyloft. Clay se las había pasado a un compañero de una hermandad estudiantil de Georgetown que ahora ejercía la medicina en Baltimore, para que las estudiase. Las investigaciones parecían tan serias como siniestras.
Al final, Clay había llegado al convencimiento de que él tenía razón y Ackerman se equivocaba. Sin embargo, al ver el anuncio, se acobardó ante la acusación y sintió que le temblaban las rodillas.
—Un poco bestia —dijo Rodney, que había visto el vídeo del anuncio una docena de veces.
Sin embargo, en la televisión real resultaba todavía más duro. East Media había prometido que el dieciséis por ciento de cada mercado vería el anuncio. Los anuncios se presentarían en días alternos durante diez días en noventa mercados de costa a costa. La audiencia estimada era de ochenta millones de personas.
—Dará resultado —dijo Clay, muy puesto en su papel de jefe.
Durante la primera hora, el anuncio se emitió a través de diez emisoras de treinta mercados de la Costa Este y después se distribuyó por dieciocho mercados de la Zona de la Hora Central. A las cuatro horas de haber empezado, el anuncio llegó finalmente a la otra costa y se extendió por cuarenta y dos mercados. El pequeño bufete de Clay se había gastado la primera noche algo más de cuatrocientos mil dólares en anuncios.
El prefijo 800 desviaba a los comunicantes al Sudadero, el nuevo apodo de la rama del bufete jurídico de J. Clay Carter II, ubicada en el centro comercial. Allí los seis nuevos auxiliares jurídicos atendían las llamadas, rellenaban impresos, formulaban todas las preguntas previstas, remitían a los comunicantes a la página web de Dyloft Línea Directa y prometían que las llamadas serían devueltas por uno de los abogados del bufete. A las dos horas de haberse emitido los primeros anuncios, todas las líneas estaban ocupadas. Un ordenador grababa los nombres de los comunicantes que no podían ser atendidos. Un mensaje informatizado los remitía a la página web.
A las nueve de la mañana siguiente Clay recibió una urgente llamada telefónica de un abogado de un importante bufete de unas puertas más abajo. Representaba a los laboratorios Ackerman y exigía la inmediata retirada de los anuncios. Se mostró altivo y condescendiente y amenazó con toda suerte de marrulleras acciones legales si Clay no se doblegaba de inmediato a sus exigencias. La discusión comenzó muy áspera y fue calmándose poco a poco.
—¿Estará usted en su despacho dentro de unos minutos? —preguntó Clay.
—Sí, claro. ¿Por qué?
—Quiero enviarle una cosa. Utilizaré a mi mensajero. Sólo serán cinco minutos.
Rodney, el mensajero, bajó corriendo por la acera con una fotocopia de las veinte páginas de la demanda. Clay se dirigió al Palacio de justicia para presentar el original. Siguiendo las instrucciones de Pace, otras copias se enviaron por fax al Washington Post, el Wall Street Journal y el New York Times.
Pace también había insinuado que la venta al descubierto de las acciones de Ackerman sería un hábil movimiento inversor. Las acciones habían cerrado el viernes anterior a 45,50 dólares. Cuando se abrió la bolsa el lunes por la mañana, Clay cursó una orden de venta de cien mil acciones. Volvería a comprarlas a los pocos días, confiando en que cotizaran a 30 dólares, y se embolsaría otro millón de dólares. O al menos ése era el plan.
A su regreso, reinaba una frenética actividad en su despacho. En horario de oficina, había seis líneas directas gratuitas al Sudadero de Manassas y, cuando las seis estaban ocupadas, las llamadas eran desviadas al despacho principal de la avenida Connecticut. Rodney, Paulette y Jonah estaban al teléfono, hablando con consumidores de Dyloft repartidos por toda Norteamérica.
—Puede que le interese ver esto —dijo la señorita Glick, tendiendo un papel en el que aparecía escrito el nombre de un reportero del Wall Street Journal—. Y el señor Pace está en su despacho.
Max sostenía una taza de café en la mano y estaba mirando a través de la ventana.
—Ya ha sido presentada la demanda —dijo Clay—. Hemos agitado el avispero.
—Disfruta del momento.
—Sus abogados han llamado. Les he enviado una copia de la demanda.
—Muy bien. Ya están muriéndose. Les han tendido una emboscada y saben que van a matarlos. Es el sueño de cualquier abogado, Clay; sácale todo el partido que puedas.
—Siéntate. Tengo que hacerte una pregunta.
Pace, vestido de negro como siempre, se acomodó en un sillón y cruzó las piernas. Sus botas vaqueras parecían de piel de serpiente de cascabel.
—Si ahora mismo los laboratorios Ackerman te contrataran, ¿qué harías? —preguntó Clay.
—La rapidez es esencial. Empezaría a divulgar comunicados de prensa, lo negaría todo, culparía de lo ocurrido a la codicia de unos abogados. Defendería mi medicamento. El objetivo inicial, después del estallido de la bomba, y cuando el polvo empieza a disiparse, es proteger el precio de la acción. Empezó a cuarenta dólares y medio, que ya era un precio muy bajo. Ahora está a treinta y tres. Conseguiría que el director general hablara por televisión y dijera las cosas más apropiadas. Pediría que el departamento de Relaciones Públicas lanzara una ofensiva propagandística en toda regla. Ordenaría que los abogados preparasen una defensa organizada. Pediría que los comerciales tranquilizaran a los médicos en cuanto a la seguridad del medicamento.
—Pero resulta que el medicamento no es seguro.
—De eso me preocuparía más tarde. Durante los primeros días, todo gira vertiginosamente, por lo menos en la superficie. Si los inversores creen que el medicamento tiene algún fallo, abandonan el barco y las acciones siguen cayendo. Cuando todo estuviera en marcha, mantendría una conversación seria con los jefes. Cuando averiguara que el medicamento plantea problemas, llamaría a los expertos en números para establecer cuánto costarían los acuerdos de indemnización. Nunca vas a juicio cuando tienes un mal medicamento. Cada jurado está facultado para dictar el veredicto que considere oportuno, y no existe manera de controlar los gastos. Un jurado concede al demandante un millón de dólares. El jurado de otro estado se vuelve loco y fija la indemnización por daños en veinte millones. Es un juego de dados. Y entonces prefieres llegar a un acuerdo. Tal como estás aprendiendo rápidamente, los abogados de las acciones conjuntas cobran porcentajes netos, y, por consiguiente, es fácil llegar a un acuerdo con ellos.
—¿Cuánto puede permitirse pagar Ackerman?
—Están asegurados en por lo menos trescientos millones de dólares. Y tienen unos quinientos millones de dólares en efectivo, casi todos ellos generados por el Dyloft. En el banco ya están apretándoles las tuercas, pero, si yo mandara, decidiría pagar mil millones. Y lo haría muy rápido.
—¿Lo hará rápido Ackerman?
—No me han contratado, y, por consiguiente, eso significa que no son muy listos. Llevo mucho tiempo estudiando esta empresa, y no son demasiado inteligentes. Como a todos los fabricantes de medicamentos, las demandas los horrorizan. En lugar de utilizar a un bombero como yo, lo hacen a la manera antigua: se fían de sus propios abogados, los cuales, como es natural, no están interesados en concertar acuerdos rápidos. El bufete principal es Walker Stearns, de Nueva York. No tardarás en recibir noticias suyas.
—O sea, que el acuerdo no será rápido…
—Has presentado la demanda hace menos de una hora. Tranquilízate.
—Lo sé. Pero es que estoy gastando todo el dinero que acabas de darme.
—No te preocupes. Dentro de un año serás todavía más rico.
—Conque un año, ¿eh?
—Es lo que calculo. Primero hay que engordar a los abogados.
Walker-Stearns pondrá a trabajar en el caso a cincuenta asociados con los contadores a toda marcha. La acción conjunta del señor Worley vale cien millones de dólares para los propios abogados de Ackerman. No lo olvides.
—¿Por qué no se limitan a pagarme los cien millones para que me largue?
—Veo que empiezas a pensar como un chico especializado en demandas colectivas. Van a pagarte todavía más, pero primero han de pagar a sus abogados. Así es como se hace.
—Pero tú no lo harías así, ¿verdad?
—Por supuesto que no. Con el Tarvan, el cliente me dijo la verdad, lo cual raras veces ocurre. Yo hice mis deberes, te encontré, lo arreglé todo discreta y rápidamente y les salió barato. Cincuenta millones, y sin tener que pagar ni cinco centavos a sus propios abogados. La señorita Glick se asomó diciendo: —Está otra vez al teléfono el reportero del Wall Street Journal. Clay miró a Pace y éste le dijo:
—Habla con él. Y recuerda que los del otro lado tienen toda una unidad de relaciones públicas grabando la conversación.
A la mañana siguiente, el Times y el Post publicaron unos breves reportajes sobre la demanda colectiva contra el Dyloft en la primera página de su sección de economía. Ambos mencionaban el nombre de Clay, lo que en éste produjo una emoción íntima que saboreó discretamente. Dedicaban más espacio a las respuestas del acusado. El director general calificó la querella de «frívola» y señaló que era «un nuevo ejemplo del abuso de las demandas por parte de los juristas». El vicepresidente del departamento de Investigación afirmó que «el Dyloft ha sido exhaustivamente investigado y no se ha descubierto ninguna prueba de efectos secundarios adversos». Pero los periódicos mencionaron que las acciones de los laboratorios Ackerman, que ya habían caído un cincuenta por ciento en los tres trimestres anteriores, habían sufrido otro golpe a causa de aquella sorpresiva demanda.
El Wall Street Journal lo había entendido muy bien, por lo menos a juicio de Clay. Al principio de la entrevista, el reportero le había preguntado a éste qué edad tenía. «Sólo treinta años», había contestado él, lo cual había dado lugar a toda una serie de preguntas acerca de su experiencia, su bufete, etcétera. Un David contra Goliat era un tema mucho más atractivo que unos áridos datos económicos o unos informes de laboratorio, por cuyo motivo el relato había acabado por cobrar vida propia. Habían enviado rápidamente a un fotógrafo y Clay había posado en medio del regocijo de todos sus colaboradores.
En primera página, primera columna de la izquierda, el titular rezaba:
UN NOVATO SE ENFRENTA CON LOS PODEROSOS LABORATORIOS ACKERMAN.
Al lado figuraba una caricatura informatizada de un sonriente Clay Carter. El primer párrafo decía lo siguiente: «Hace menos de dos meses, el abogado del Distrito de Columbia Clay Carter desarrollaba una dura labor en el ámbito del sistema judicial de la ciudad como uno más de sus muchos anónimos y mal pagados abogados de oficio. Ayer, como propietario de su propio bufete, presentó una demanda por valor de mil millones de dólares contra el tercer laboratorio farmacéutico más grande del mundo, alegando que su medicamento estrella más reciente, el Dyloft, no sólo alivia el dolor agudo de los pacientes de artritis sino que, además, provoca el desarrollo de tumores en la vejiga».
El artículo estaba lleno de preguntas acerca del motivo por el cual Clay había pasado por una transformación tan radical en tan breve período de tiempo. Y, puesto que no podía hablar del Tarvan ni de ninguna otra cosa relacionada con él, Clay se había referido vagamente a los rápidos acuerdos de indemnización que se habían alcanzado en algunas demandas que él había tenido ocasión de conocer a través de su actuación como abogado de oficio. Los laboratorios Ackerman se llevaban algún que otro rapapolvo por su conocida actitud a propósito de los abusos de las demandas y de los perseguidores de ambulancias que destrozaban la economía, pero el grueso del reportaje se centraba en Clay y su sorprendente ascenso al primer plano de las demandas colectivas de indemnización. También se hacían algunos comentarios favorables acerca de su padre, un «legendario penalista del Distrito de Columbia» que desde hacía un tiempo vivía «retirado» en las Bahamas.
Glenda, de la ODO, se deshacía en elogios hacia Clay, calificándolo de «celoso defensor de los pobres», una fina observación que sería recompensada con un almuerzo en un restaurante de lujo. El presidente de la Academia Nacional de juristas reconocía que jamás había oído hablar de Clay Carter, pese a lo cual se mostraba «muy impresionado por su labor».
Un profesor de Derecho de Yale lamentaba aquel «nuevo ejemplo de abuso de las acciones conjuntas», mientras que otro de Harvard afirmaba que ésta era «un perfecto ejemplo de cómo debía utilizarse la demanda colectiva para perseguir a los malhechores empresariales».
—Encárgate de que eso aparezca en la página web —dijo Clay, entregándole el reportaje a Jonah—. A nuestros clientes les encantará.