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El código indumentario del despacho había evolucionado rápidamente hacia el estilo del «todo vale». El tono lo había establecido el jefe, que mostraba predilección por los tejanos y las camisetas caras, con una chaqueta deportiva a mano por si tenía que salir a almorzar. Tenía trajes de diseño para las reuniones y las comparecencias ante los tribunales, pero por el momento ambas cosas eran acontecimientos más bien insólitos, pues el despacho no tenía clientes ni casos. Todos habían mejorado su vestuario, para gran satisfacción de Clay.

Se reunieron a última hora de la mañana del lunes en la sala de conferencias, Paulette, Rodney y un tanto enfurruñado Jonah. A pesar de que ya había adquirido una considerable importancia en la breve historia del bufete, la señorita Glick aún seguía siendo, sencillamente, una recepcionista que hacía las veces de secretaria.

—Chicos, tenemos trabajo que hacer —dijo Clay, dando comienzo a la reunión.

Les expuso el caso del Dyloft y, basándose en los concisos resúmenes de Pace, les describió el medicamento y les reveló su historia. Echando mano de su memoria, les facilitó rápidamente los sucios datos sobre los laboratorios Ackerman, ventas, beneficios, dinero en efectivo, competidores y demás problemas legales. Después pasó a lo bueno: los desastrosos efectos secundarios del Dyloft, los tumores de la vejiga y el conocimiento de estos problemas por parte de la empresa.

—Hasta la fecha no se ha presentado ninguna demanda. Pero nosotros estamos a punto de modificar esta situación. El día 2 de julio declararemos la guerra, presentando una demanda colectiva aquí, en el Distrito de Columbia, en nombre de todos los pacientes perjudicados por el medicamento. Se producirá un caos descomunal y nosotros estaremos justo en el centro.

—¿Tenemos a alguno de estos clientes? —preguntó Paulette.

—Todavía no. Pero contamos con nombres y direcciones. Hoy mismo empezaremos a ponernos en contacto con ellos. Elaboraremos un plan para captar a los clientes y después tú y Rodney os encargaréis de llevarlo a la práctica.

A pesar de las reservas que le inspiraban los anuncios a través de la televisión, durante el vuelo de regreso a casa desde Nueva Orleáns había llegado a la conclusión de que no se le ofrecía ninguna otra alternativa factible. En cuanto presentase la demanda y revelara los adversos efectos secundarios del medicamento, los buitres que acababa de conocer en el Círculo de Abogados empezarían a revolotear como un enjambre de abejas en busca de clientes. El único medio eficaz de llegar a un elevado número de pacientes del Dyloft serían los anuncios a través de la televisión.

Así se lo explicó a sus colaboradores diciendo:

—Eso costará por lo menos dos millones de dólares.

—¿Y este bufete dispone de dos millones de dólares? —preguntó Jonah, expresando lo que todos los demás estaban pensando.

—Los tiene. Hoy mismo empezaremos a trabajar en los anuncios.

—Tú no vas a aparecer en pantalla ¿verdad, jefe? —preguntó Jonah casi en tono suplicante—. Por favor.

Como en el resto del país, el Distrito de Columbia estaba inundado de anuncios que, a primera hora de la mañana y última de la noche, se rogaba a los afectados que llamaran al abogado fulano de tal, quien estaba dispuesto a dar la batalla por ellos y no cobraba nada por la consulta inicial. A menudo los propios abogados aparecían en pantalla, con los embarazosos resultados que cabía esperar.

Paulette también parecía asustada, y meneaba levemente la cabeza.

—Por supuesto que no. De eso se encargarán unos profesionales.

—¿Cuántos clientes podría haber? —preguntó Rodney.

—Miles de ellos. Es difícil saberlo.

Rodney apuntó a cada uno de los presentes con un dedo, contando lentamente hasta cuatro.

—Según mis cálculos —dijo—, somos cuatro.

—Añadiremos más. Jonah será el encargado dé la expansión. Alquilaremos espacio en las afueras y lo llenaremos de auxiliares jurídicos. Ellos atenderán las llamadas y organizarán las fichas.

—¿Y dónde vamos a encontrar a los auxiliares? —preguntó Jonah.

—En la sección de anuncios de las publicaciones del Colegio de Abogados. Ponte a trabajar ahora mismo en los anuncios. Y esta tarde tienes una cita con un corredor de fincas de Manassas. Vamos a necesitar unos mil quinientos metros cuadrados. No es necesario un local lujoso, basta con que tenga suficientes cables para los teléfonos y un sistema informático completo, lo cual, tal como sabemos, es tu especialidad. Alquílalo, encárgate de todos los detalles de las instalaciones y de la contratación de personal y organízalo todo. Cuanto antes, mejor.

—Sí, señor.

—¿Cuánto vale el caso Dyloft? —preguntó Paulette.

Todo lo que pague Ackerman. La cantidad podría oscilar entre diez mil hasta nada menos que cincuenta mil, dependiendo de varios factores, el menor de los cuales quizá no sea el alcance de los daños en la vejiga.

Paulette estaba haciendo unos cálculos en un cuaderno de apuntes tamaño folio.

—¿Y cuántos casos podríamos tener?

—Imposible saberlo.

—¿Ni siquiera aproximadamente?

—No lo sé. Varios miles.

—De acuerdo. Pongamos tres mil casos. Tres mil casos por un mínimo de diez mil dólares suman treinta millones, ¿es así? —dijo Paulette sin dejar de garabatear en su cuaderno.

—Exactamente.

—¿Y cuáles son los honorarios de los abogados? —preguntó.

Los otros tres estaban mirando fijamente a Clay.

—Un tercio —contestó éste.

—Eso significa diez millones de dólares en honorarios —dijo ella muy despacio—. ¿Todos para este bufete?

—Sí. Y vamos a repartirnos los honorarios.

El verbo «repartir» resonó por un instante por toda la estancia. Jonah y Rodney miraron a Paulette como diciendo: «Adelante, suéltalo todo de una vez».

—¿Compartirlos? ¿Cómo? —preguntó Paulette con deliberada lentitud.

—El diez por ciento para cada uno de vosotros.

—O sea que, según mis cálculos hipotéticos, ¿mi participación en los honorarios sería de un millón?

—Exactamente.

—Mmm, ¿y lo mismo para mí? —preguntó Rodney.

—Lo mismo para ti. Y lo mismo para Jonah. Y debo añadir que las sumas están calculadas a la baja.

Tanto si estaban calculadas a la baja como si no, los presentes las asimilaron en un silencio sobrecogido que duró aparentemente una eternidad mientras cada uno de ellos empezaba a gastarse mentalmente una parte de aquel dinero. Para Rodney, significaría poder enviar a los chicos a la universidad. Para Paulette, poder divorciarse del griego al que el año anterior sólo había visto una vez. Para Jonah, pasarse la vida en un velero.

—Hablas en serio, ¿verdad, Clay? —preguntó Jonah.

—Totalmente en serio. Si trabajamos duro todo el año que viene, caben muchas posibilidades de que podamos optar a un temprano retiro.

—¿Y quién te ha hablado de este Dyloft? —preguntó Rodney.

—Jamás podré responder a esta pregunta, Rodney. Lo siento. Te pido, sencillamente, que confíes en mí.

Por su parte, Clay esperaba en aquel momento que su ciega confianza en Max Pace no fuera una locura.

—Casi me había olvidado de París —dijo Paulette.

—Pues no te olvides. Estaremos allí la semana que viene. Jonah se levantó de un salto y, tomando su cuaderno de apuntes, preguntó:

—¿Cómo se llama el corredor de fincas?

En la segunda planta de su casa, Clay montó un pequeño despacho. No tenía previsto trabajar mucho allí, pero necesitaba un sitio donde poner sus papeles. El escritorio era un viejo tajo de carnicero que había encontrado en una tienda de antigüedades de Fredericksburg, justo unos kilómetros más abajo. Ocupaba toda una pared y era lo bastante largo para que cupieran un teléfono, un fax y un ordenador portátil.

Allí fue donde llevó a cabo su primer acercamiento experimental al mundo de las demandas conjuntas. Aplazó la llamada hasta casi las nueve de la noche, una hora en la que algunas personas ya se iban a la cama, sobre todo las de más edad que quizá padecieran de artritis. Tras tomarse un trago de una bebida de alta graduación para armarse de valor, marcó los números.

Contestó una mujer, tal vez la esposa de Ted Worley, de Upper Marlboro, Maryland. Clay se presentó amablemente, se identificó como abogado, como si los abogados tuvieran por costumbre llamar constantemente a la gente y no hubiera el menor motivo para alarmarse, y pidió hablar con el señor Worley.

—Está viendo el partido de los Orioles —contestó la mujer.

Estaba claro que Ted no atendía ninguna llamada cuando jugaban los Orioles.

—Ya… ¿sería posible hablar con él un momento?

—¿Dice usted que es abogado?

—Sí, señora, de aquí mismo, en el Distrito de Columbia.

—¿Qué es lo que ha hecho ahora?

—Oh, no, nada, nada en absoluto. Me gustaría hablar con él acerca de su artritis.

El impulso de colgar y echar a correr vino y se fue en un segundo. Clay dio gracias a Dios de que nadie estuviera viéndolo o escuchándolo. «Piensa en los honorarios», se dijo.

—¿Su artritis? Pensaba que era usted abogado, no médico.

—En efecto, señora, soy abogado y tengo motivos para pensar que está tomando un medicamento peligroso para el tratamiento de su artritis. Si no le importa, quisiera hablar con él un instante.

Unas voces en segundo plano mientras ella le gritaba algo a Ted y él le contestaba algo también a gritos. Al final, el hombre se puso al teléfono.

—¿Quién es? —preguntó.

—¿Cómo va el partido? —preguntó Clay tras presentarse rápidamente.

—Tres-uno Red Sox en la quinta. ¿Le conozco? El señor Worley tenía setenta años.

—No, señor. Soy abogado aquí, en el Distrito de Columbia, y estoy especializado en demandas relacionadas con efectos perjudiciales de medicamentos. Presento constantemente demandas contra empresas que sacan al mercado fármacos perjudiciales.

—Muy bien, ¿qué desea?

—A través de nuestras fuentes de Internet, hemos averiguado su nombre como posible consumidor de un medicamento contra la artritis llamado Dyloft. ¿Podría decirme si toma usted este medicamento?

—A lo mejor no me interesa decirle qué medicamentos tomo. Una respuesta perfectamente válida, para la que Clay creía estar preparado.

—Por supuesto que no tiene usted por qué contestarme, señor Worley. Pero la única manera de establecer si usted tiene derecho a llegar a un acuerdo para el cobro de una indemnización consiste en averiguar si está tomando el medicamento.

—Este condenado Internet… —murmuró el señor Worley, intercambiando rápidamente unas palabras con su mujer, la cual debía de estar esperando cerca del teléfono—. ¿De qué clase de acuerdo se trata? —preguntó.

—Permítame que se lo explique en un minuto. Necesito saber si usted toma el Dyloft. Si no lo toma, es usted un hombre de suerte.

—Bueno, vamos a ver. Supongo que no es un secreto, ¿verdad?

—No, señor.

Pero sí lo era, naturalmente. ¿Por qué no hubiera tenido que ser confidencial el historial médico de una persona? Las pequeñas mentiras eran necesarias, se repetía una y otra vez Clay. Tú piensa en el cuadro general. Era posible que el señor Worley y miles de personas como él jamás llegaran a saber que estaban tomando un medicamento perjudicial a menos que alguien se lo dijera. Estaba claro que los laboratorios Ackerman no lo habían revelado todo. Ésa era la misión de Clay.

—Pues sí, tomo Dyloft.

—¿Desde hace cuánto tiempo?

—Puede que un año. Me da muy buen resultado.

—¿Algún efecto secundario?

—¿Como qué?

—Sangre en la orina. Una sensación de ardor durante la micción.

Clay ya se había resignado al hecho de tener que pasarse varios meses hablando de vejigas y de orina con mucha gente. No podría evitarlo.

Era una de las cosas para las cuales no lo preparaban a uno en la facultad de Derecho.

—No. ¿Por qué?

—Disponemos de ciertas investigaciones preliminares que Ackerman, el fabricante del Dyloft, está tratando de ocultar. Se ha descubierto que este medicamento provoca tumores en la vejiga en algunas personas que lo toman.

De esta manera, el señor Ted Worley, que justo hacía unos momentos estaba ocupado en sus propios asuntos y en la contemplación del juego de sus queridos Orioles, iba a pasarse el resto de esa noche, y buena parte de la semana siguiente, preocupado por la posibilidad de que le crecieran unos tumores en la vejiga. Clay se sentía fatal y hubiera deseado pedir disculpas, pero se repitió una vez más que no tenía más remedio que hacerlo. ¿De qué otro modo habría averiguado el señor Worley la verdad? Si al pobre hombre fueran a desarrollársele efectivamente unos tumores, ¿no convendría que lo supiera?

Sosteniendo el auricular con una mano mientras se frotaba el costado de la cabeza con la otra, el señor Worley dijo:

—Pues mire, ahora que lo dice, recuerdo que noté una sensación de ardor hace un par de días.

—¿De qué estás hablando? —oyó preguntar Clay a la señora Worley en segundo plano.

—Por favor —dijo el señor Worley a su mujer.

Clay siguió adelante antes de que la discusión fuera a mayores.

—Mi bufete representa a un elevado número de consumidores de Dyloft. Creo que debería considerar la posibilidad de someterse a un examen.

—¿Qué clase de examen?

—Un análisis de orina. Disponemos de un médico que puede hacerlo mañana mismo. No le costará ni un centavo.

—¿Y si se descubre que algo no marcha bien?

—Entonces podremos discutir las alternativas. Cuando la noticia sobre el Dyloft se divulgue dentro de unos días, habrá un aluvión de querellas. Mi bufete encabezará el ataque contra los laboratorios Ackerman.

—Quizá convendría que hablara con mi médico.

—Por supuesto que puede hacerlo, señor Worley. Pero es posible que él también tenga cierto grado de responsabilidad. Al fin y al cabo fue quien le recetó el medicamento. Sería mejor que recabara la opinión de alguien que fuera imparcial.

—Espere un momento. —El señor Worley cubrió el micrófono con la mano y mantuvo una tormentosa discusión con su mujer. Cuando volvió, dijo—: Yo no creo en las demandas contra los médicos.

—Yo tampoco. Mi especialidad es perseguir a las grandes empresas que causan daños a la gente.

—¿Le parece que deje de tomar el medicamento?

—Hagamos primero el análisis. Es probable que el Dyloft sea retirado del mercado en algún momento del verano que viene.

—¿Y dónde me hago el análisis?

—El médico está en Chevy Chase. ¿Podría ir mañana?

—Sí, claro, ¿por qué no? Parece una tontería esperar, ¿no cree?

—Pues sí.

Clay le facilitó el nombre y la dirección del médico que Max Pace había localizado. El análisis costaba ochenta dólares, pero a Clay le saldría por trescientos cada uno; el precio que tendría que pagar para poder hacer negocio.

Una vez ultimados todos los detalles, Clay se disculpó por la intromisión, le agradeció al señor Worley la atención que le había prestado y lo dejó para que siguiera sufriendo mientras veía el resto del partido. Sólo cuando colgó el auricular se percató de las gotas de sudor que se habían concentrado sobre sus cejas. ¿Buscar clientes por teléfono? ¿En qué clase de abogado se había convertido? En un abogado muy rico, se repetía una y otra vez. Necesitaría tener un pellejo muy duro, pero no estaba seguro de conseguirlo.

Dos días más tarde, Clay enfiló el sendero de entrada de la casa de los Worley, en Upper Marlboro, quienes lo recibieron en la puerta. El análisis de orina, que incluía un examen citológico, había revelado la presencia de células anormales en la orina, signo inequívoco, según Max Pace y sus exhaustivas e ilegalmente obtenidas investigaciones médicas, de la existencia de tumores en la vejiga. El señor Worley había sido enviado a un urólogo que lo vería la semana siguiente. El examen y la extirpación de los tumores se llevaría a cabo mediante cirugía citológica, introduciendo un minúsculo endoscopio y un bisturí en un tubo a través del miembro hasta la vejiga, y, por más que le hubieran dicho que se trataba de un procedimiento de rutina, el señor Worley no las tenía todas consigo y estaba tremendamente preocupado. La señora Worley dijo que se había pasado las dos últimas noches sin dormir, lo mismo que ella.

Por mucho que lo quisiera, Clay no podía decirles que lo más probable era que los tumores fuesen benignos. Mejor que eso lo dijeran los médicos después de la intervención.

Mientras se tomaba un café instantáneo con crema de leche en polvo, Clay les explicó los pormenores del contrato a cambio de sus servicios y contestó a sus preguntas acerca de la demanda. Cuando Ted Worley firmó al pie del documento, se convirtió en el primer demandante de todo el país contra el Dyloft.

Y por un tiempo pareció que iba a ser el único. Utilizando el teléfono sin cesar, Clay consiguió convencer a once personas de que se sometieran a los análisis de orina. Las once dieron negativo.

—Sigue insistiendo —lo apremiaba Max.

Aproximadamente un tercio de las personas colgaba o se negaba a creer que Clay hablara en serio.

Él, Paulette y Rodney dividieron sus listas entre posibles clientes negros y blancos. Estaba claro que los negros no se mostraban tan recelosos como los blancos, porque era más fácil convencerles de que fueran a ver al médico. O puede que les halagara la atención médica que recibían. O puede, tal como Paulette sugirió más de una vez, que ella tuviese más labia.

A finales de semana, Clay ya había captado a tres clientes cuyos análisis habían revelado la presencia de células anormales. Rodney y Paulette, trabajando en equipo, habían firmado un contrato con otros siete.

La demanda conjunta contra el Dyloft ya estaba preparada para la guerra.