La única sesión de las nueve de la mañana del sábado era una puesta al día sobre la legislación relativa a las demandas colectivas que en aquellos momentos se estaba debatiendo en el Congreso. El tema había atraído a un pequeño grupo. Por cinco mil dólares, Clay estaba firmemente decidido a absorber cuanto pudiera. De entre los pocos presentes, parecía el único que no tenía resaca. Por todo el salón de baile los asistentes apuraban sin descanso humeantes tazas de café.
El conferenciante era un abogado perteneciente a algún grupo de presión de Washington, que empezó muy mal, contando dos chistes verdes que no fueron del agrado de nadie. Todos los presentes eran varones blancos, y constituían una especie de club masculino, pero no estaban para bromas de mal gusto. La presentación pasó rápidamente del mal humor al aburrimiento. Sin embargo, por lo menos para Clay, los temas eran en cierto modo interesantes, e incluso ligeramente informativos; no sabía nada acerca de las acciones legales colectivas y, por consiguiente, todo constituía una novedad.
A las diez de la mañana tuvo que elegir entre una mesa redonda sobre los más recientes acontecimientos relacionados con el Skinny Ben y una presentación por parte de un abogado cuya especialidad era la pintura a base de plomo, un tema que a él le pareció un tanto aburrido, por lo que decidió regresar a la mesa redonda.
El Skinny Ben era el apodo de una infame píldora contra la obesidad que había sido recetada a millones de pacientes. Su inventor se había embolsado miles de millones de dólares y pretendía hacerse el amo del mundo cuando, de pronto, en un número considerable de consumidores empezaron a producirse problemas cardíacos fácilmente atribuibles al medicamento. Las demandas estallaron en un abrir y cerrar de ojos, y el laboratorio no mostró el menor interés en ir a juicio. Tenía los bolsillos llenos y empezó a comprar a los demandantes, llegando a acuerdos por los que pagaba elevadas sumas de dinero. Varios abogados de los cincuenta estados de la Unión especializados en demandas colectivas se habían pasado cuatro años buscando como locos casos relacionados con el Skinny Ben.
Cuatro abogados permanecían sentados detrás de una mesa en compañía de un moderador, de cara a los presentes. El asiento contiguo al de Clay estaba desocupado, hasta que un menudo y risueño abogado apareció en el último momento y consiguió pasar entre las filas. Abrió su maletín y reveló varios cuadernos de notas de tamaño folio, material de seminarios, dos teléfonos móviles y un buscapersonas. Cuando hubo ordenado debidamente su puesto de mando, y Clay ya se hubo apartado todo lo posible de él, el hombre murmuró:
—Buenos días.
—Buenos días —contestó Clay, también en voz baja, sin el menor deseo de enzarzarse en una charla. Contempló los móviles y se preguntó a quién demonios podría querer llamar aquel hombre a las diez de la mañana de un sábado.
—¿Cuántos casos ha conseguido? —le preguntó todavía en voz baja el otro abogado.
Una pregunta interesante, a la que Clay no tenía intención de contestar. Acababa de resolver los casos del Tarvan y estaba preparando su ataque contra el Dyloft, pero en aquel momento no tenía ningún caso en absoluto. Sin embargo, semejante respuesta habría sido del todo impropia en un ambiente en el que todas las cantidades eran enormes y exageradas.
—Un par de docenas —mintió.
El tipo frunció el entrecejo como si su respuesta fuera totalmente inaceptable, y la conversación quedó interrumpida, por lo menos durante unos minutos. Uno de los participantes en la mesa redonda tomó la palabra y se hizo el silencio en la sala. Su tema era un informe económico sobre el laboratorio Healthy Living, fabricante de las Skinny Ben. La empresa tenía varias divisiones, casi todas ellas rentables. El precio de las acciones no había bajado. Más aún, después de cada uno de los acuerdos, su valor se había mantenido, señal de que los inversores sabían que la empresa tenía dinero en abundancia.
—Éste es Patton French —le dijo el abogado que tenía al lado.
—¿Quién es? —preguntó Clay.
—El especialista en demandas colectivas más importante del país. El año pasado obtuvo trescientos millones de dólares en honorarios.
—Es el orador de la hora del almuerzo ¿verdad?
—Sí, no se lo pierda.
El señor French explicó con insoportable lujo de detalles que los aproximadamente trescientos mil casos del Skinny Ben se habían resuelto con unas indemnizaciones de unos siete mil quinientos millones de dólares. Él, junto con otros expertos, calculaban que debía de haber por ahí otros cien mil casos por un valor aproximado de entre dos mil millones y tres mil millones de dólares. La empresa y sus aseguradoras tenían dinero más que suficiente para hacer frente a todas las demandas que se presentaran, por cuyo motivo los presentes en la sala deberían afanarse en encontrar a los restantes. Sus palabras provocaron el entusiasmo del auditorio.
Clay no tenía el menor interés en saltar a la cancha. No le entraba en la cabeza que aquel bajito, regordete y presuntuoso gilipollas del micrófono pudiera ganar trescientos millones de dólares en honorarios al año y todavía tuviera tanto afán en ganar más. El debate pasó al tema de las maneras más creativas de atraer a nuevos clientes. Uno de los participantes en la mesa redonda había ganado tanto dinero que tenía en plantilla a dos médicos a tiempo completo cuya tarea consistía exclusivamente en ir de ciudad en ciudad examinando a personas que hubieran tomado Skinny Ben. Otro se había limitado a utilizar los anuncios a través de la televisión, un tema que despertó el momentáneo interés de Clay, pero que enseguida se transformó en una aburrida discusión acerca de la conveniencia de que el abogado apareciera en pantalla o bien contratara a un actor de aspecto impecable.
Lo más curioso, sin embargo, fue que no hubo ningún debate sobre estrategias judiciales —testigos expertos, gente que tirara de la manta, selecciones de jurados, pruebas médicas—, es decir, la información que los abogados solían intercambiarse en los seminarios. Clay estaba averiguando que tales casos raras veces iban a juicio. Las habilidades en las salas de justicia carecían de importancia. Allí sólo se hablaba de buscar casos. Y de cobrar honorarios cuantiosos. En distintos momentos del debate, los cuatro participantes en la mesa redonda, y varios otros que se limitaron a plantear cuestiones intrascendentes, no pudieron por menos que confesar que habían ganado muchos millones en acuerdos recientes.
Clay estaba deseando darse otra ducha.
A las once, el concesionario local de la Porsche ofreció una concurrida recepción con Bloody Marys. Ostras, Bloody Marys e incesantes comentarios acerca de los casos que tenía cada cual. Y de la manera de conseguir otros. Mil por aquí, dos mil por allá. Estaba claro que la táctica más utilizada consistía en reunir el mayor número de casos posible y después formar equipo con Patton French, quien estaría encantado de incluirlos en su propia demanda colectiva en su propio terreno de Misisipí, donde los jueces, los jurados y las sentencias siempre iban por donde él quería y los fabricantes temían poner los pies. French manejaba a los presentes como un dirigente político de barrio de Chicago.
Volvió a hablar a la una, después de un bufé libre a base de comida cajun y cerveza. Tenía las mejillas coloradas y la lengua suelta y animada. Sin utilizar notas, se lanzó a contar una breve historia del sistema estadounidense de daños indemnizables y de la importancia que éste revestía para proteger a las masas de la codicia y la corrupción de las grandes empresas que fabricaban productos peligrosos. Y, de paso, aprovechó para decir que no le gustaban las compañías de seguros, los bancos, las multinacionales ni los republicanos. El capitalismo desenfrenado provocaba la necesidad de personas como los valerosos miembros del Círculo de Abogados, que trabajaban en las trincheras y no temían atacar a las grandes empresas en representación de los trabajadores y los desvalidos.
Con sus honorarios de trescientos millones de dólares anuales resultaba un poco difícil imaginar a Patton French en el papel de desamparado, pero él estaba actuando para sus espectadores. Clay miró alrededor y se preguntó, no por primera vez, si él sería la única persona cuerda de allí. ¿Tan cegados estaban aquellos hombres por el dinero que de verdad se creían los defensores de los pobres y los enfermos?
¡Casi todos ellos disponían de jets privados!
Las historias de las batallitas de French se iban sucediendo. Un acuerdo de demanda colectiva de cuatrocientos millones de dólares por un medicamento contra el colesterol de efectos adversos. Mil millones por un medicamento contra la diabetes que había matado por lo menos a cien pacientes. Ciento cincuenta millones por una instalación eléctrica defectuosa en doscientos mil hogares que había provocado mil quinientos incendios, se había cobrado la vida de diecisiete personas y había causado quemaduras a otras cuarenta. Los abogados estaban pendientes de sus palabras. Y, entremedio de todo ello, alguna que otra alusión a los lugares adónde había ido a parar su dinero.
—Eso les costó un nuevo Gulfstream —soltó en un determinado momento mientras los presentes aplaudían.
Clay sabía, tras haberse pasado menos de veinticuatro horas en el Royal Sonesta, que el Gulfstream era el mejor de todos los jets privados del mercado y que uno a estrenar costaba aproximadamente cuarenta y cinco millones de dólares.
El rival de French era un abogado especializado en compañías tabaqueras de algún lugar de Misisipí que había ganado algo así como mil millones de dólares y se había comprado un yate de sesenta metros de eslora. El viejo yate de French sólo medía cuarenta y cinco metros, y por eso lo había cambiado por otro de setenta. Eso también les hizo mucha gracia a los presentes. Ahora su bufete contaba con treinta abogados y necesitaba otros treinta. Ya iba por la cuarta esposa. La última se había quedado con su apartamento de Londres.
Y así sucesivamente. Una fortuna ganada, una fortuna perdida. No era de extrañar que trabajara siete días a la semana.
Un público normal se hubiera sentido molesto ante aquella vulgar ostentación de riqueza, pero French conocía a su público. Y sus palabras estimulaban a todos los presentes a ganar más, gastar más, presentar más demandas y buscar más clientes. Por espacio de una hora demostró ser un necio y un desvergonzado, pero raras veces resultó aburrido.
Sus cinco años en la ODO habían protegido a Clay contra muchos aspectos del moderno ejercicio de la abogacía. Había leído muchas cosas acerca de las demandas colectivas por daños y perjuicios, pero no tenía ni idea de que los letrados que las presentaban constituyeran un grupo tan organizado y especializado. No daban la impresión de ser excepcionalmente brillantes. Sus estrategias no se centraban en una auténtica labor de penalistas, sino en buscar los casos y llegar a acuerdos extrajudiciales.
French podría haber seguido hablando eternamente sin cansarse, pero al cabo de una hora se retiró en medio de una atronadora aunque un tanto embarazosa ovación. Regresaría a las tres para participar en un seminario sobre la búsqueda de la plaza judicial más favorable: cómo encontrar la mejor jurisdicción para tu caso. La tarde prometía ser una repetición de la mañana, y Clay ya había tenido suficiente.
Paseó sin rumbo por el Barrio, fijándose no en los bares y los clubes de striptease sino en los anticuarios y las galerías, pero no compró nada porque se sentía dominado por la necesidad de almacenar su dinero. Más tarde se sentó en la terraza de un café de Jackson Square y se dedicó a contemplar el ir y venir de los personajes de la calle. Mientras bebía a sorbos, trató de disfrutar de la achicoria caliente, pero no lo consiguió. Aunque no había puesto los números sobre el papel, ya había hecho mentalmente los cálculos. Los honorarios del Tarvan menos el cuarenta y cinco por ciento de los impuestos y los gastos del despacho, menos lo que ya se había gastado, sumaban seis millones y medio de dólares. Podía enterrarlos en un banco y ganar trescientos mil dólares anuales en concepto de intereses, lo cual equivalía aproximadamente a ocho veces el sueldo que ganaba en la ODO. Trescientos mil dólares al año eran veinticinco mil dólares al mes, y él no acertaba a imaginar, sentado a la sombra en una calurosa tarde de Nueva Orleans, cómo podría gastar semejante cantidad de dinero.
No era un sueño, sino una realidad. El dinero ya estaba en su cuenta. Sería rico durante el resto de su vida y no se convertiría en uno de aquellos payasos del Royal Sonesta que se pasaban el tiempo quejándose de lo que costaban los pilotos o los patrones de los yates.
Pero había un problema, y era muy importante. Había contratado a unas personas y les había hecho unas promesas. Rodney, Paulette, Jonah y la señorita Glick habían abandonado su trabajo de siempre y habían depositado ciegamente su confianza en él. Ahora no podía coger el dinero y salir corriendo sin más.
Pidió una cerveza y tomó una decisión trascendental. Trabajaría duro durante un breve período de tiempo con los casos del Dyloft que, con toda franqueza, habría sido una estupidez rechazar, pues Max Pace estaba entregándole una mina de oro, y cuando terminara con el Dyloft ofrecería cuantiosas gratificaciones a sus colaboradores y clausuraría el bufete. Viviría tranquilamente en Georgetown, se dedicaría a viajar por el mundo cuando quisiera, pescaría como su padre y vería crecer su dinero, y jamás, bajo ningún pretexto, se volvería a acercar a otra reunión del Círculo de Abogados.
Acababa de pedir el desayuno al servicio de habitaciones cuando sonó el teléfono. Era Paulette, la única persona que sabía exactamente dónde estaba.
—¿Estás instalado en una bonita habitación? —le preguntó.
—Vaya si lo estoy.
—¿Dispone de fax?
—Pues claro.
—Dame el número que voy a enviarte una cosa.
Era una fotocopia de un recorte de la edición dominical del Post. El anuncio de una boda. Rebecca Allison Van Horn, de McLean, Virginia, y Jason Shubert Myers IV «El señor Bennett Van Horn y esposa, de McLean, Virginia, se complacen en participar el enlace de su hija Rebecca con el señor Jason Shubert Myers IV, hijo del señor D. Stephens Myers y esposa, de Falls Church…». La fotografía, a pesar de haber sido fotocopiada y enviada por fax desde más de mil seiscientos kilómetros de distancia, era muy nítida… Una chica muy guapa iba a casarse con otro.
D. Stephens Myers era el hijo de Dallas Myers, abogado de varios presidentes, desde Woodrow Wilson a Dwight Eisenhower. Según el anuncio, Jason Myers había estudiado en Brown y en la facultad de Derecho de Harvard y ya era socio de Myers & OMalley, tal vez el bufete jurídico más antiguo del Distrito de Columbia y sin duda el más arrogante. Había creado el departamento de propiedad intelectual y se había convertido en el socio más joven de toda la historia de Myers & OMalley. Aparte de sus gafas redondas, el chico no tenía la menor pinta de intelectual, por más que Clay supiera que no podía ser justo en sus apreciaciones aunque quisiese. No era feo, pero no estaba a la altura de Rebecca.
La boda se celebraría en diciembre en la iglesia episcopaliana de McLean, y la recepción se ofrecería en el club de campo Potomac.
En menos de un mes Rebecca había encontrado a alguien a quien amaba lo suficiente para casarse con él. Alguien dispuesto a aguantar una vida al lado de Bennett y Barb. Alguien con dinero suficiente para impresionar a los Van Horn.
Volvió a sonar el teléfono. Era Paulette.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Perfectamente —contestó él, haciendo un esfuerzo.
—Lo siento mucho, Clay.
—Ya había terminado, Paulette. Llevábamos un año alejándonos poco a poco el uno del otro. Es una buena noticia. Ahora ya puedo olvidarla por completo.
—Si tú lo dices…
—Estoy bien. Gracias por llamarme.
—¿Cuándo regresas a casa?
—Hoy mismo. Estaré en el despacho mañana por la mañana.
Llegó el desayuno, pero él ya lo había olvidado. Bebió un poco de zumo de fruta y dejó lo demás. Era probable que aquel pequeño idilio ya llevase un tiempo en marcha. Lo único que necesitaba Rebecca era librarse de Clay, lo cual había conseguido hacer con notable facilidad. Estaba claro que lo había traicionado. Clay ya podía ver y oír a su madre actuando bajo mano, manipulando la ruptura, tendiéndole una trampa a Myers y organizando a continuación los detalles de la boda.
—Vete con viento fresco —masculló para sí.
Después pensó en el sexo y en Myers ocupando su lugar, y entonces arrojó el vaso al otro lado de la habitación; se estrelló contra la pared y se hizo añicos. Clay se maldijo por comportarse como un idiota.
¿Cuántas personas estarían leyendo el anuncio en aquellos momentos y pensando en él, diciendo: «Caray, qué rápido»?
¿Estaría Rebecca pensando en él? ¿Cuánta satisfacción experimentaría admirando el anuncio de su boda y pensando en el viejo Clay? Probablemente mucha. Quizá muy poca. Pero ¿qué más daba? No cabía duda de que el señor y la señora Van Horn lo habrían olvidado en un santiamén. ¿Por qué no podía él limitarse a devolverles el favor?
Ella se había dado mucha prisa, eso lo sabía con toda certeza. El idilio entre ambos había sido demasiado largo e intenso, y su ruptura era demasiado reciente para que ella lo soltara sin más y se buscara a otro. Se había pasado cuatro años acostándose con ella; Myers sólo llevaba un mes, o tal vez menos, confiaba.
Regresó a pie a Jackson Square, donde los artistas y los tarotistas y los malabaristas y los músicos callejeros ya se habían puesto en marcha. Se compró un helado y se sentó en un banco cerca de la estatua de Andrew Jackson. Decidió llamarla para felicitarla por lo menos. Después pensó que se buscaría a una putita rubia y se la restregaría por las narices a Rebecca. A lo mejor, la llevaría a la boda, con minifalda, naturalmente, y unas piernas de un kilómetro de longitud. Con su dinero, no le resultaría difícil encontrar a una mujer así. Incluso estaba dispuesto a contratarla en caso necesario.
—Todo ha terminado, chico —se repitió varias veces—. Procura serenarte.
Déjala que se vaya.