Los últimos clientes del Tarvan en firmar los documentos fueron los padres de una alumna de veinte años de la Universidad de Howard que había sido asesinada una semana después de haber abandonado los estudios. Vivían en Warrenton, Virginia, a sesenta y cinco kilómetros al oeste del Distrito de Columbia. Se habían pasado una hora sentados en el despacho de Clay tomados fuertemente de la mano como si ninguno de ellos pudiera actuar en solitario. Lloraron a ratos, derramando todo su indecible dolor, y a ratos se mostraron estoicos y tan rígidos, fuertes y aparentemente indiferentes al dinero que Clay llegó a dudar que aceptaran el acuerdo.
Pero lo hicieron, aunque, de entre todos los clientes que habían pasado por sus manos, Clay estaba seguro de que serían los menos afectados por el dinero. Tal vez con el tiempo lo apreciaran, pero por el momento sólo querían que les devolvieran a su hija.
Paulette y la señorita Glick los acompañaron desde el despacho hasta los ascensores, donde todo el mundo volvió a abrazar a todo el mundo. Mientras las puertas se cerraban, los padres pugnaron por contener las lágrimas.
El pequeño equipo de Clay se reunió en la sala de conferencias donde dejaron que pasara el momento y se alegraron de que ya no tuvieran que visitarlos más viudas y padres desconsolados, por lo menos en un futuro próximo. Habían puesto a enfriar para la ocasión un champán muy caro y Clay procedió a servirlo. La señorita Glick lo rechazó porque no bebía, pero era la única abstemia del bufete. Paulette y Jonah parecían especialmente sedientos. Rodney hubiera preferido una Budweiser, pero bebió junto con los demás.
Cuando ya iban por la segunda botella, Clay se levantó para hablar.
—Tengo que hacer algunos anuncios relacionados con el bufete —dijo, dando unas palmadas a su copa—. Primero, los casos del Tylenol ya se han terminado. Enhorabuena y gracias a todos.
Había utilizado el nombre de Tylenol como denominación en clave del Tarvan, un nombre que sus colaboradores jamás oirían pronunciar. De la misma manera que jamás sabrían a cuánto ascendían los honorarios de Clay. Estaba claro que le pagaban una fortuna, pero ellos no tenían la menor idea de a cuánto ascendía.
Todos se aplaudieron a sí mismos.
—Segundo. Esta noche iniciaremos las celebraciones con una cena en el Citronelle. A las ocho en punto. Puede que la velada sea muy larga, pues mañana no hay trabajo. El despacho está cerrado.
Más aplausos y más champán.
—Tercero, dentro de dos semanas nos vamos a París. Todos nosotros más un acompañante para cada uno, a ser posible consorte, si lo tenéis. Todos los gastos pagados. Pasaje de avión de primera clase, hotel de lujo y todo lo que queráis. Estaremos ausentes una semana. Sin excepciones. Aquí mando yo y os ordeno que vayáis todos a París.
La señorita Glick se cubrió la boca con ambas manos. Estaban todos asombrados. Paulette fue la primera en hablar.
—¿No será París, Tennessee?
—No, querida, el París de verdad.
—¿Y si me tropiezo con mi marido por allí? —dijo esbozando una media sonrisa mientras las carcajadas estallaban en torno a la mesa.
—Puedes ir a Tennessee, si quieres —le dijo Clay.
—Ni hablar, cariño.
Cuando finalmente consiguió hablar, la señorita Glick dijo:
—Necesitaré un pasaporte.
—Los impresos están en mi escritorio. Yo me encargaré de todo. Se tarda menos de una semana. ¿Alguna otra cosa?
Hablaron del tiempo, de la comida y de la ropa que iban a ponerse. Jonah empezó a preguntarse a qué chica le pediría que lo acompañase. Paulette era la única que había estado en París, durante su luna de miel, un breve encuentro que terminó de mala manera cuando al griego lo llamaron para un urgente asunto de negocios. Regresó a casa sola en clase turista, a pesar de que a la ida había viajado en primera.
—Queridos, en primera clase te sirven champán —les explicó a los demás—, y los asientos son tan amplios como sofás.
—¿Puedo llevar a quien me dé la gana? —preguntó Jonah, que aún no había conseguido tomar una decisión.
—Limitémonos a alguien que no esté casado, ¿de acuerdo? —contestó Clay.
—Eso reduce el campo de elección.
—¿Tú a quién llevarás? —preguntó Paulette.
—Puede que a nadie —contestó Clay, y la estancia enmudeció por un instante.
Todos habían estado hablando de Rebecca y de la ruptura, basándose en los chismes que les había contado Jonah. Querían que su jefe fuera feliz, pero no tenían la confianza suficiente para mezclarse en sus asuntos.
—¿Cómo se llama aquella torre de allí? —preguntó Rodney.
—La torre Eiffel —contestó Paulette—. Puedes subir hasta arriba.
—Yo no. No me parece muy segura.
—Te vas a convertir en un auténtico viajero, te lo digo yo.
—¿Cuánto tiempo permaneceremos allí? —preguntó la señorita Glick.
—Siete noches —contestó Clay—. Siete noches en París.
Todos empezaron a marcharse, animados por el champán. Un mes atrás, estaban atrapados en las monótonas tareas de la ODO. Todos menos Jonah, que se dedicaba a la venta de ordenadores a tiempo parcial.
Max Pace quería hablar, y, dado que el despacho estaba cerrado, Clay le propuso que se reuniesen allí al mediodía, en cuanto se le hubiera pasado la resaca.
Para entonces sólo le dolía la cabeza.
—Estás fatal —le dijo Pace en tono risueño.
—Es que lo hemos celebrado.
—Lo que tengo que discutir contigo es muy importante. ¿Estás en condiciones de escucharme?
—Puedo seguirte. Dispara.
Pace empezó a pasear por la estancia con un vaso de papel de café en la mano.
—El desastre del Tarvan ha terminado —dijo en tono perentorio. Las cosas terminaban cuando él decía que terminaban, y no antes—. Hemos resuelto los seis casos. Si alguna vez apareciera alguien que alegase estar emparentado con la chica Bandy, confiaremos en que tú resuelvas el asunto. Aunque estoy convencido de que no tiene familia.
—Yo también.
—Has hecho un buen trabajo, Clay.
—Me pagan muy bien por ello.
—Hoy mismo haré la transferencia del último pago. Los quince millones estarán en tu cuenta. Lo que quede de ellos.
—¿Qué esperas que haga? ¿Que conduzca un cacharro, duerma en un apartamento en mal estado y siga vistiendo ropa barata? Tú mismo me dijiste que tenía que gastarme un poco de dinero para causar buena impresión.
—Era una broma. Representas muy bien el papel de rico.
—Gracias.
—Estás haciendo la transición de la pobreza a la riqueza con considerable soltura.
—Es un don que tengo.
—Pero ándate con cuidado. Procura no llamar demasiado la atención.
—Vamos a hablar del siguiente caso.
Pace se sentó y empujó una carpeta sobre el escritorio.
—El medicamento se llama Dyloft, fabricado por los laboratorios Ackerman. Es un potente fármaco antiinflamatorio utilizado por pacientes aquejados de artritis aguda. El Dyloft es nuevo, y los médicos están entusiasmados con él. Obra maravillas y a los pacientes les encanta. Pero tiene dos problemas: primero, lo fabrica un competidor de mi cliente; segundo, se ha relacionado con la aparición de pequeños tumores en la vejiga. Mi cliente, el mismo del Tarvan, fabrica un medicamento parecido que era ampliamente utilizado hasta hace doce meses en que se lanzó al mercado el Dyloft. El mercado vale unos tres mil millones de dólares anuales, más o menos. El Dyloft ya es el número dos y este año alcanzará probablemente los mil millones de dólares. Es difícil decirlo, porque está creciendo muy rápido. El medicamento de mi cliente alcanza los mil quinientos millones de dólares, pero está perdiendo terreno a ojos vistas. El Dyloft es la estrella del momento y no tardará en hundir a toda la competencia. Así son de buenos sus efectos. Hace unos meses, mi cliente compró un pequeño laboratorio farmacéutico en Bélgica. Esta empresa tenía anteriormente una división que más tarde fue absorbida por los laboratorios Ackerman. Éstos despidieron y jodieron de paso a unos cuantos investigadores. Desaparecieron algunos estudios de laboratorio y después reaparecieron donde no debían. Mi cliente tiene testigos y documentos en los que se demuestra que Ackerman conoce los potenciales problemas del medicamento desde hace por lo menos seis meses. ¿Me sigues?
—Sí. ¿Cuántas personas han tomado el Dyloft?
—Es difícil saberlo, porque el número está aumentando muy rápido. Probablemente un millón.
—¿Qué porcentaje de ellas desarrolla tumores?
—Las investigaciones señalan un cinco por ciento, suficiente para acabar con el fármaco.
—¿Y cómo se sabe que un paciente tiene estos tumores?
—Por medio de análisis de orina.
—¿Y queréis que yo presente una demanda contra Ackerman?
—Espera. La verdad acerca del Dyloft está a punto de divulgarse. Por el momento no ha habido querellas ni reclamaciones, y las publicaciones especializadas no han dado a conocer ningún estudio perjudicial. Nuestros espías nos dicen que los de Ackerman están ocupados contando el dinero y reservándolo para pagar a los abogados en cuanto estalle la tormenta. También cabe la posibilidad de que Ackerman esté tratando de mejorar el medicamento, pero eso lleva tiempo y requiere la aprobación de la FDA. Están en apuros, porque necesitan dinero en efectivo. Se endeudaron fuertemente para adquirir otras empresas que, en su mayor parte, no han dado el resultado que se esperaba. Sus acciones se cotizan a cuarenta y dos dólares. Hace un año valían ochenta.
—¿Qué daño causará a la empresa la noticia sobre el Dyloft?
—Hundirá las acciones, que es justamente lo que quiere mi cliente. Si la demanda se lleva bien, y supongo que tú y yo podremos hacerlo como es debido, la noticia será el fin de Ackerman. Y, puesto que contamos con pruebas internas de que el Dyloft es malo, la empresa no tendrá más remedio que disolverse. No pueden correr el riesgo de afrontar un juicio con un producto tan peligroso.
—¿Dónde está la pega?
—El noventa y cinco por ciento de los tumores es de carácter benigno. La vejiga no sufre auténtico daño.
—¿O sea que la demanda sólo servirá para provocar una sacudida en el mercado?
—Sí, y, naturalmente, también para compensar a las víctimas. Yo no quiero tener tumores en la vejiga, ni benignos ni malignos. Y casi todos los miembros de los jurados pensarían lo mismo. Aquí tienes el guión: tú reúnes a un grupo de unos cincuenta demandantes y presentas una querella en nombre de todos los pacientes del Dyloft. Al mismo tiempo, lanzas una serie de anuncios a través de la televisión solicitando más casos. Si golpeas rápido y duro, conseguirás miles de casos. Los anuncios se emitirán de costa a costa. Serán anuncios rápidos capaces de asustar a la gente e inducirla a marcar gratuitamente tu número del Distrito de Columbia, donde un ejército de auxiliares jurídicos atenderá las llamadas y se encargará de las tareas burocráticas. Te costará bastante dinero, pero si consigues, por ejemplo, unos cinco mil casos y pides por cada uno veinte mil dólares, son cien millones de dólares, un tercio de los cuales es para ti.
—¡Pero eso es un escándalo!
—No, Clay, eso es la máxima expresión de lo que se llama acción conjunta en demanda de resarcimiento de daños. Así funciona el sistema en la actualidad. Y si tú no lo haces, te aseguro que otro lo hará. Y muy pronto. Hay tanto dinero en juego que los abogados especializados en demandas conjuntas por daños y perjuicios esperan como buitres la aparición de cualquier indicio sobre medicamentos perjudiciales. Y te aseguro que los hay a montones.
—¿Y por qué soy yo el afortunado?
—Por una cuestión de oportunidad. Si mi cliente sabe exactamente cuándo vas a presentar la demanda, podrá reaccionar al mercado.
—Pero ¿dónde encuentro yo a cincuenta clientes? —preguntó Clay.
Max depositó otra abultada carpeta sobre la mesa.
—Sabemos de mil por lo menos. Nombres, direcciones, todo está aquí dentro.
—¿Me has dicho que dispongo de un ejército de auxiliares jurídicos?
—Media docena. Serán necesarios para atender las llamadas y organizar las fichas. Podrías acabar con cinco mil clientes individuales.
—¿Y los anuncios en la televisión?
—Sí, tengo el nombre de una agencia que puede crear el anuncio en menos de tres días. No es necesario que sea sofisticado: una voz en off, las imágenes de unos comprimidos cayendo sobre una mesa, los posibles efectos adversos del Dyloft, quince segundos de terror destinados a inducir a la gente a llamar al bufete jurídico de Clay Carter II. Estos anuncios funcionan, créeme. Si los pasas durante una semana en los principales mercados, tendrás tantos clientes que no podrás ni contarlos.
—¿Cuánto costará todo eso?
—Un par de millones de dólares, pero puedes permitírtelo.
Ahora le tocó a Clay pasear por la estancia para que la sangre le circulara mejor por las venas. Había visto algunos anuncios sobre píldoras adelgazantes de efectos dañinos, en los que unos abogados invisibles trataban de atemorizar a la gente para que llamara a un número gratuito. Estaba firmemente decidido a no caer tan bajo.
¡Pero treinta y tres millones de dólares de honorarios! Aún no se había recuperado de los efectos de la primera fortuna.
¿Cuál sería el programa?
Pace había elaborado una lista de las primeras cosas que se tendrían que hacer.
—Debes firmar el contrato con los clientes, lo que te llevará dos semanas como máximo. Tres días para la creación del anuncio. Unos cuantos días más para la compra de tiempo televisivo. Tendrás que contratar a unos auxiliares jurídicos y colocarlos en algún espacio alquilado de las afueras; aquí sería demasiado caro. Habrá que preparar la demanda. Cuentas con un buen equipo. Creo que podrías hacerlo en menos de treinta días.
—Voy a llevarme a los chicos a pasar una semana en París, pero lo haremos.
—Mi cliente quiere que la demanda se presente antes de un mes. El día 2 de julio para ser más exactos.
Clay se acercó de nuevo a la mesa y miró a Pace.
—Jamás he manejado una demanda de este tipo —dijo. Pace sacó algo de la carpeta.
—¿Estás ocupado este fin de semana? —preguntó, contemplando el folleto.
—No.
—¿Has estado últimamente en Nueva Orleans?
—Hace unos diez años que no voy por allí.
—¿Has oído hablar alguna vez del Círculo de Abogados?
—Es probable.
—Es una veterana asociación con savia nueva…, un grupo de abogados especializados en demandas colectivas. Se reúnen dos veces al año y comentan las últimas tendencias del sector. Sería un fin de semana muy fructífero.
Deslizó el folleto sobre la mesa hacia Clay, y éste lo cogió.
En la cubierta había una fotografía en color del hotel Royal Sonesta, del Barrio Francés.
Nueva Orleáns era tan húmedo y caluroso como siempre, sobre todo en el Barrio.
Estaba solo y le parecía muy bien. Aunque él y Rebecca todavía hubieran estado juntos, ella no habría hecho el viaje. Habría estado demasiado ocupada con su trabajo y yendo de compras el fin de semana con su madre. La rutina de siempre. Había pensado en la posibilidad de invitar a Jonah, pero la relación entre ambos era un poco tensa en aquel momento. Clay había dejado el pequeño e incómodo apartamento y se había mudado a la tranquilidad de Georgetown sin ofrecérsela a Jonah, una ofensa que ya había previsto y tenía intención de reparar. Lo que menos quería en su nueva casa era un alocado compañero de vivienda que entrara y saliese a todas horas siempre con una chica distinta.
El dinero empezaba a aislarlo de los demás. Había dejado de llamar a sus amigos porque no quería que le hicieran preguntas. No frecuentaba los antiguos locales porque ahora podía permitirse cosas mejores. En menos de un mes había cambiado de trabajo, de casa, de automóvil, de banco, de vestuario, de restaurantes y de gimnasio y tenía el firme propósito de cambiar de novia, por más que no se vislumbrara ninguna sustituta en el horizonte. Llevaban veintiocho días sin hablarse. Pensaba llamarla cuando se cumpliera el trigésimo día, según lo prometido, pero muchas cosas habían cambiado desde entonces.
Cuando entró en el vestíbulo del Royal Sonesta, su camisa ya estaba mojada y se le pegaba a la espalda. La tarifa de inscripción era de cinco mil dólares, una escandalosa cantidad de dinero por unos pocos días de confraternización con un grupo de abogados. La tarifa le decía al mundo jurídico que no todos estaban invitados, sino tan sólo los ricos que se tomaban en serio los daños colectivos. Su habitación costaba otros cuatrocientos cincuenta dólares por noche, que él pagó con una tarjeta de crédito platino todavía por estrenar.
Estaban celebrándose varios seminarios simultáneamente. Pasó por una sala donde dos abogados estaban moderando una discusión acerca de daños por sustancias tóxicas. Ambos habían presentado una demanda contra un laboratorio químico que había contaminado unas aguas potables que quizás habían provocado la aparición de cánceres, o quizá no. De todos modos la empresa pagó quinientos millones de dólares, y ellos dos se hicieron ricos. En la sala contigua, un abogado a quien Clay había visto en la televisión estaba explicando con entusiasmo cómo manejar los medios de difusión, pero contaba con muy pocos oyentes. De hecho, casi todos los seminarios estaban muy poco concurridos. Lo que ocurría era que estaban a viernes, y los pesos pesados llegarían el sábado.
Al final, Clay encontró a la gente en una pequeña sala de proyecciones en la que una compañía aérea estaba mostrando un vídeo sobre su nuevo jet de lujo, el más sofisticado de su generación. Las imágenes se proyectaban sobre una pantalla gigante instalada en un rincón de la sala, y los abogados permanecían todos juntos, contemplando en silencio el milagro más reciente de la aviación. Autonomía de seis mil kilómetros. «De costa a costa o de Nueva York a París, sin escalas, naturalmente». Consumía menos combustible que los otros cuatro modelos de jet de los que Clay jamás había oído hablar, y también era más rápido. El interior era más espacioso y había asientos y sofás por todas partes, e incluso una agraciada auxiliar de vuelo en minifalda, sosteniendo en sus manos una botella de champán y un cuenco de cerezas. El cuero era de un intenso color canela. Para vuelos de placer o de trabajo, pues el Galaxy 9000 iba equipado con un sofisticado sistema telefónico y un receptor vía satélite que permitía a cualquier atareado abogado llamar a cualquier lugar del mundo; y faxes y una fotocopiadora y, naturalmente, acceso instantáneo a Internet. El vídeo mostraba a un grupo de abogados de aspecto severo sentados en torno a una mesita con las mangas de las camisas remangadas, como si estuvieran estudiando atentamente un complicado acuerdo sin prestar la menor atención a la agraciada rubia minifaldera y a su champán.
Clay se acercó poco a poco al grupo, sintiéndose un intruso. Con muy buen criterio, el vídeo no indicaba en ningún momento el precio del Galaxy 9000. Había otras posibilidades mejores, como, por ejemplo, el tiempo compartido y los trueques de venta y los arriendos al vendedor, todas las cuales serían debidamente explicadas por los representantes que aguardaban allí cerca, listos para hacer negocio. Cuando la pantalla se quedó en blanco, los abogados se pusieron a hablar todos a la vez, pero no de medicamentos cuyos efectos resultaban perniciosos ni de demandas colectivas, sino de jets y de lo caros que resultaban los pilotos. En determinado momento, Clay oyó decir a alguien:
—Uno nuevo ronda los treinta y cinco.
No era posible que fueran treinta y cinco millones de dólares.
Otros exhibidores estaban ofreciendo toda clase de artículos de lujo. Un constructor de embarcaciones había llamado la atención de un sesudo grupo de abogados interesados en yates. Había un especialista en inmuebles caribeños. Otro vendía ranchos de ganado en Montana. Una cabina electrónica con los últimos y carísimos artilugios era objeto de especial atención.
Y los automóviles. Había una pared enteramente cubierta por complejos displays de costosos vehículos: un cupé descapotable Mercedes-Benz, un Corvette de edición limitada, un Bentley de color rojo oscuro que cualquier especialista en demandas colectivas que se respetara no podía por menos que poseer. La marca Porsche estaba exhibiendo su propio SUV y un representante anotaba los pedidos. Pero el vehículo que más atraía la atención era un reluciente Lamborghini de color azul marino cuya etiqueta con el precio estaba casi escondida, como si el fabricante le tuviera miedo. Sólo doscientos noventa mil dólares, y en edición muy limitada. Varios abogados parecían dispuestos a pelearse por él.
En una zona más tranquila de la sala, un sastre y sus ayudantes estaban tomando las medidas de un abogado un tanto grueso para un traje italiano. Un letrero decía que eran de Milán, pero Clay les había oído hablar en un inglés muy americano.
Una vez, en la facultad de Derecho, Clay había asistido a una mesa redonda acerca de importantes acuerdos jurídicos y de lo que deberían hacer los abogados para proteger a sus poco sofisticados clientes de la tentación de la riqueza inmediata. Varios penalistas habían contado terroríficas historias de familias trabajadoras que habían destrozado su vida por culpa de acuerdos jurídicos, y dichas historias constituían unos estudios fascinantes sobre la conducta humana. En determinado momento, un participante en la mesa redonda había comentado con ironía: «Nuestros clientes se gastan el dinero casi con tanta rapidez como nosotros».
Mientras miraba en la sala de exposiciones, Clay observó a los abogados gastarse el dinero con la misma rapidez con que lo ganaban. ¿Era él también culpable de lo mismo?
Por supuesto que no. Se había limitado a lo esencial, al menos por el momento. ¿Quién no querría un nuevo automóvil y una vivienda mejor? No estaba comprando yates ni aviones ni ranchos de ganado. No le interesaban. Y, si el Dyloft le reportara otra fortuna, bajo ningún pretexto malgastaría su dinero en jets y en segundas residencias. Lo enterraría en el banco o en el patio de atrás.
La frenética orgía consumista estaba asqueándolo, por cuyo motivo abandonó el hotel. Le apetecía comerse unas ostras en el Dixie Beer.