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El Porsche Carrera de color negro se detuvo suavemente a la sombra de un árbol en la calle Dumbarton. Clay bajó y, por unos segundos, consiguió no prestar la menor atención a su más reciente juguete, pero, tras una rápida mirada en todas direcciones, se volvió y lo contempló una vez más. Era suyo desde hacía tres días, pero aún no se había acostumbrado a la idea. Acostúmbrate, se repetía a sí mismo una y otra vez, y de esa manera conseguía comportarse como si fuera un coche más, nada especial, aunque sólo de echarle un vistazo se le seguía acelerando el pulso. «Tengo un Porsche», decía en voz alta mientras circulaba entre el tráfico sintiéndose un piloto de fórmula uno.

Se encontraba a ocho manzanas del campus principal de la Universidad de Georgetown, el lugar donde se había pasado cuatro años estudiando antes de trasladarse a su facultad de Derecho en las inmediaciones de la colina del Capitolio. Las casas eran históricas y pintorescas; el césped de los pequeños jardines estaba impecablemente cuidado y en las aceras crecían añosos robles y alerces. Las animadas tiendas, los bares y los restaurantes de la calle M se encontraban a sólo dos manzanas al sur, y uno podía desplazarse fácilmente a pie hasta allí. Se había pasado cuatro años practicando el jogging por aquellas calles y muchas y largas noches recorriendo con sus amigos los locales y los bares de la avenida Wisconsin y la calle M.

Ahora se disponía a mudarse allí.

La casa que le gustaba estaba a la venta por un millón trescientos mil dólares. La había descubierto dos días antes paseando por Georgetown. Había otra en la calle N y otra en Volta, todas a un tiro de piedra la una de la otra. Estaba decidido a comprarse una antes de que terminara la semana.

La de Dumbarton, la primera que le había gustado, había sido construida en 1850 aproximadamente y se había mantenido cuidadosamente conservada desde entonces. Su fachada de ladrillo había sido pintada muchas veces y ahora presentaba un desvaído color azulado. Tenía planta baja, dos pisos y sótano. El agente de la inmobiliaria le había dicho que la casa había sido impecablemente conservada por un matrimonio de jubilados que en otros tiempos había recibido a los Kennedy, a los Kissinger y a todos los apellidos que él quisiera añadir. Los corredores de fincas de Washington podían soltar nombres con mayor rapidez que los de Beverly Hills, sobre todo cuando ofrecían propiedades de Georgetown.

Clay había llegado con quince minutos de adelanto. La casa estaba desocupada; sus propietarios vivían ahora en una residencia asistida, según el agente. Cruzó la verja de la parte lateral de la casa y admiró el jardincito de la parte de atrás. No había piscina ni espacio para construirla; los inmuebles eran algo muy apreciado en Georgetown. Había un patio con mobiliario de hierro forjado y las malas hierbas crecían en los parterres de flores. Clay podría dedicar algunas horas a la jardinería, pero no muchas.

Lo más probable era que se limitara a contratar los servicios de una empresa de mantenimiento.

Le encantaba la casa, así como las contiguas. Le encantaba la calle, el carácter acogedor del barrio, en el que todos vivían cerca los unos de los otros pero respetaban mutuamente su intimidad. Sentado en los escalones de la entrada principal, decidió ofrecer un millón, después negociar duro, echarse un farol y marcharse. Se lo pasaría en grande viendo cómo el agente corría de un lado para otro, aunque, al final, estaría totalmente dispuesto a pagar el precio que pedían.

Mientras contemplaba el Porsche, se perdió de nuevo en su mundo de fantasía en el que el dinero crecía en los árboles y él podía comprarse cuanto quisiera. Trajes italianos, vehículos deportivos alemanes, casas en Georgetown, despachos en el centro de la ciudad y… ¿qué más? Había estado pensando en la posibilidad de comprarle un barco a su padre, más grande, naturalmente, a fin de que incrementase sus ingresos. Podría crear un pequeño negocio de alquiler en las Bahamas, amortizar el precio del barco y cancelar casi todas las deudas para que, de esa manera, su padre pudiera ganarse mejor la vida. Jarrett se estaba muriendo allí abajo, bebiendo demasiado, acostándose con la primera que encontraba, viviendo en un barco prestado y buscando las propinas con desesperación. Clay estaba decidido a mejorar su vida.

Una portezuela se cerró de golpe e interrumpió sus gastos, aunque sólo por un instante. Acababa de llegar el agente de la inmobiliaria.

La lista de víctimas elaborada por Pace se había detenido en la número siete. Siete que él supiera. Siete que él y sus colaboradores hubieran podido controlar. Hacía dieciocho días que habían retirado el Tarvan y el laboratorio sabía por experiencia que, cualquiera que fuese la causa que inducía a la gente a matar, el efecto solía cesar a los diez días. Su lista era cronológica, y Ramón Pumphrey ocupaba el sexto lugar.

El número uno había sido un estudiante de la Universidad George Washington que había salido de una cafetería Starbucks de la avenida Wisconsin en Bethesda justo a tiempo para que un pistolero lo viera. El estudiante era de Bluefield, Virginia Occidental. Clay efectuó el viaje hasta allí en un tiempo récord de cinco horas, sin correr en absoluto, sino más bien como un piloto de automóviles de carreras que estuviera cruzando a gran velocidad el valle Shenandoah. Siguiendo las detalladas instrucciones de Pace, localizó la casa de los padres, un pequeño bungaló de aspecto un tanto tristón cerca del centro. Sentado en el interior de su automóvil, en el sendero de entrada, dijo en voz alta:

—No puedo creer lo que estoy haciendo.

Dos cosas lo indujeron a descender del vehículo. Primera, no tenía más remedio que hacerlo. Segunda, la perspectiva de los quince millones de dólares, no simplemente un tercio o dos tercios, sino los quince en su totalidad.

Vestía prendas informales y dejó la cartera en el automóvil. La madre estaba en casa, pero el padre aún no había regresado del trabajo. La mujer le franqueó la entrada a regañadientes, pero después le ofreció un té y unos pastelillos. Clay permaneció sentado en un sofá del estudio, con fotografías del difunto por todas partes. Las cortinas estaban corridas. La casa estaba hecha un desastre.

«¿Qué estoy haciendo aquí?», se preguntó Clay.

La mujer se pasó un buen rato hablando de su hijo, y Clay la escuchó atentamente.

El padre vendía seguros a pocas manzanas de allí, y regresó a casa antes de que el hielo se fundiera en el vaso de té. Clay les expuso los datos en la medida de lo posible. Al principio, sólo hubo algunas preguntas, como de tanteo: ¿cuántas personas habían muerto por este motivo?, ¿por qué no podían acudir a las autoridades?, ¿no debería revelarse ese hecho a la opinión pública? Clay las paró todas como un veterano. Pace lo había preparado muy bien.

Al igual que a todas las víctimas, se les ofrecía una alternativa. Podían enfadarse, formular preguntas, presentar demandas y exigir justicia, o bien aceptar discretamente el dinero. Al principio, la cantidad de cinco millones de dólares no hizo mella en ellos, o por lo menos fueron muy hábiles en simular que no les atraía. Querían enojarse y no mostrar interés por el dinero, por lo menos al principio. Pero, conforme transcurría la tarde, empezaron a ver la luz.

—Si usted no quiere decirme el verdadero nombre de la empresa, no aceptaré el dinero —dijo el padre en determinado momento.

—Ignoro su verdadero nombre —repuso Clay.

Hubo lágrimas y amenazas, amor y odio, perdón y justo castigo, casi todas las emociones y los sentimientos fueron y vinieron a lo largo de la tarde y parte del atardecer. Acababan de enterrar al menor de sus hijos y el dolor era inconmensurable y paralizador. No les gustaba la presencia de Clay, pero le agradecían con toda su alma su preocupación. Desconfiaban de él por ser un abogado de una gran ciudad que a todas luces estaba mintiéndoles acerca de aquel acuerdo tan indignante y escandaloso, pero le pidieron que se quedara a cenar con ellos.

La cena llegó a las seis en punto. Cuatro señoras de la parroquia se presentaron con comida suficiente para toda la semana. Clay fue presentado como un amigo de Washington y las cuatro lo sometieron de inmediato a un interrogatorio implacable. Un experto penalista no hubiera podido mostrarse más entrometido.

Al final, las señoras se fueron. Después de la cena, y a medida que avanzaba la noche, Clay empezó a ejercer presión. Estaba ofreciéndoles el único acuerdo al que podrían llegar. Poco después de las diez de la noche, empezaron a firmar los documentos.

El número tres fue, con mucho, el más difícil. Se trataba de una prostituta de diecisiete años que se había pasado casi toda la vida haciendo la calle. La policía pensaba que ella y su asesino habían mantenido en otros tiempos una relación laboral, pero ignoraba por qué razón él había disparado contra ella. Lo hizo a la entrada de un bar en presencia de tres testigos.

Se llamaba Bandy y no necesitaba para nada un apellido. Las investigaciones de Pace habían permitido establecer que no tenía marido, padre, madre, hermanos, hijos, domicilio conocido, escuelas, iglesias ni, y esto era lo más curioso de todo, antecedentes policiales. No se había celebrado ningún funeral. Al igual que las dos docenas de personas como ella que había cada año en el Distrito de Columbia, Bandy tuvo un entierro de pobre. Cuando uno de los agentes de Pace preguntó en el despacho del forense municipal, le contestaron:

—Está enterrada en la tumba de la prostituta desconocida.

Su asesino había facilitado la única pista. Había revelado a la policía que Bandy tenía una tía en Little Beirut, el gueto más peligroso del sudeste del Distrito de Columbia. Pero, después de dos semanas de búsqueda implacable, no habían logrado localizar a la tía. No habiendo herederos, sería imposible concertar un acuerdo.