12

Llevaba en el bolsillo de la pechera de la camisa sus nuevas tarjetas de visita con la tinta todavía húmeda, entregadas aquella misma mañana por una imprenta rápida, en las cuales se lo calificaba de «jefe auxiliar jurídico del bufete de J. Clay Carter II». Rodney Albritton, jefe auxiliar jurídico, como si el despacho dispusiera de toda una división de auxiliares jurídicos bajo sus órdenes. No era así, pero el despacho estaba creciendo a un ritmo impresionante.

Si hubiera tenido tiempo de comprarse un traje nuevo, probablemente no se lo habría puesto en su primera misión. Su viejo uniforme le sería más útil: chaqueta azul marino, corbata con el nudo aflojado, pantalones vaqueros desteñidos, viejas botas negras del Ejército… Seguía trabajando en la calle, y le convenía tener aspecto de que lo hacía. Encontró a Adelfa Pumphrey en su puesto, con los ojos fijos en una pared cubierta de monitores de circuito cerrado, pero sin ver nada en realidad.

Su hijo llevaba diez días muerto.

Lo miró y le indicó una tablilla con sujetapapeles en la que, al parecer, todos los visitantes tenían que firmar. Rodney sacó una de sus tarjetas y se presentó.

—Trabajo para un abogado de la ciudad —dijo.

—Qué bien —susurró ella sin mirar la tarjeta.

—Quisiera hablar con usted dos minutos.

—¿Sobre qué?

—Sobre su hijo Ramón.

—¿Qué pasa con él?

—Sé acerca de su muerte ciertas cosas que usted ignora.

—No es uno de mis temas preferidos en este momento.

—Lo comprendo, y lamento hablar de ello ahora, pero le interesará lo que tengo que decirle, y seré muy rápido.

Adelfa miró alrededor. Al fondo del vestíbulo había otro guardia uniformado medio dormido, de pie junto a la puerta.

—Puedo tomarme un descanso dentro de veinte minutos —dijo—. Reúnase conmigo en el bar que hay un piso más arriba.

Mientras se marchaba, Rodney se dijo que se merecía hasta el último centavo de su nuevo y elevado sueldo. Un sujeto blanco que hubiera abordado a Adelfa Pumphrey para plantearle un tema tan delicado aún estaría de pie delante de ella, trémulo y nervioso, buscando las palabras más apropiadas para convencerla, pues ella no se fiaría de él, no se creería ni una sola palabra de lo que dijera, no tendría el menor interés en escuchar lo que quisiera decirle, al menos durante los primeros quince minutos de conversación. Pero Rodney era muy afable e inteligente, y era negro, y ella necesitaba hablar con alguien.

La ficha de Max Pace sobre Ramón Pumphrey era breve pero exhaustiva; no había gran cosa que contar. Su presunto padre jamás se había casado con su madre. El hombre se llamaba Leon Tease y en esos momentos estaba cumpliendo una condena de treinta años en Pensilvania por atraco a mano armada y asesinato en grado de tentativa. Era evidente que él y Adelfa habían convivido justo lo suficiente para tener dos hijos, Ramón y un hermano algo más joven llamado Michael. Posteriormente, Adelfa había tenido otro hijo de otro hombre con el que se había casado y del que después se había divorciado. Así pues, Adelfa era libre y estaba tratando de educar, aparte los dos hijos que le quedaban, a dos sobrinas más pequeñas, hijas de una hermana que se encontraba en la cárcel por venta de crack.

Adelfa ganaba veintiún mil dólares trabajando para una empresa de seguridad que se dedicaba a la vigilancia de edificios de oficinas de bajo riesgo en el Distrito de Columbia. Desde su apartamento en un complejo de viviendas protegidas del noroeste, bajaba cada día al centro en metro. No tenía automóvil y jamás había aprendido a conducir. Tenía una cuenta corriente con un saldo muy bajo y dos tarjetas de crédito que le hacían pasar dificultades y le impedían alcanzar una favorable valoración crediticia. No tenía antecedentes penales. Aparte el trabajo y la familia, su único interés exterior parecía ser el Old Salem Gospel Center, situado muy cerca de su casa.

Puesto que ambos habían crecido en la ciudad, se pasaron unos minutos preguntándose mutuamente a qué escuela habían ido, a quién conocían, de dónde eran sus padres. Descubrieron dos débiles nexos. Adelfa pidió una cola dietética. Rodney se tomó un café solo. El bar estaba medio lleno de burócratas de bajo nivel que conversaban acerca de todo menos de las monótonas tareas cotidianas que tenían entre manos.

—Me quería hablar de mi hijo —dijo Adelfa después de unos cuantos minutos de charla forzada.

Hablaba en un suave susurro, tenso y todavía doloroso.

Rodney se movió ligeramente en su asiento y se inclinó hacia delante.

—Sí, y le repito que lamento hablar de él. Yo también tengo hijos. No puedo ni imaginar lo que usted está sufriendo.

—En eso tiene usted razón.

—Trabajo para un abogado de la ciudad, un chico muy listo que está investigando un asunto que podría suponer un montón de dinero para usted.

La idea del montón de dinero no pareció asombrarla.

Rodney siguió adelante.

—El chico que mató a Ramón acababa de salir de un centro de desintoxicación en el que había permanecido encerrado casi cuatro meses. Era un yonqui, un chico de la calle que nunca había tenido demasiadas oportunidades en la vida. Le habían administrado ciertos fármacos como parte del tratamiento. Nosotros creemos que uno de dichos medicamentos le provocó un acceso de locura que lo indujo a elegir a una víctima al azar y a disparar contra ella sin más.

—¿No fue por un ajuste de cuentas relacionado con la droga?

—No, de ninguna manera.

Adelfa apartó la mirada y los ojos se le llenaron de lágrimas; por un instante, Rodney adivinó que estaba a punto de derrumbarse, pero ella volvió a mirarlo y le preguntó:

—¿Un montón de dinero? ¿Cuánto?

—Más de un millón de dólares —contestó Rodney con un semblante inexpresivo que había ensayado por lo menos doce veces, pues abrigaba serias dudas de que pudiera soltar aquella frase clave sin poner los ojos en blanco.

No hubo ninguna reacción visible por parte de Adelfa, por lo menos en un primer momento. Otra mirada perdida a su alrededor.

—¿Me está tomando el pelo? —preguntó.

—¿Por qué iba a hacerlo? No la conozco de nada. ¿Por qué iba a entrar aquí y soltarle una mentira? Hay dinero sobre la mesa, muchísimo dinero. Dinero de un importante laboratorio farmacéutico que alguien quiere que usted acepte a cambio de que guarde silencio.

—¿Qué importante laboratorio?

—Mire, yo le he dicho todo lo que sé. Mi tarea era hablar con usted, decirle lo que ocurre e invitarla a reunirse con el señor Carter, el abogado para quien trabajo. Él se lo explicará todo.

—¿Es un tío blanco?

—Sí. Pero es buen chico. Llevo cinco años trabajando con él. Le gustará, y más le gustará lo que él va a decirle.

Los ojos ya no estaban empañados. Adelfa se encogió de hombros y repuso:

—De acuerdo.

—¿A qué hora sale del trabajo? —le preguntó Rodney.

—A las cuatro y media.

—Nuestro despacho está en la avenida Connecticut, a quince minutos de aquí. El señor Carter estará esperándola. Ya tiene usted mi tarjeta.

Ella volvió a estudiar la tarjeta.

—Y una cosa muy importante —añadió Rodney en voz baja—. Esto sólo dará resultado si usted guarda silencio. Es un secreto muy grande. Si hace lo que el señor Carter le aconseja que haga, cobrará más dinero del que se imagina. Pero si esto se divulga, no recibirá nada.

Adelfa asintió con la cabeza.

—Y ya puede empezar a pensar en mudarse a otra casa —agregó Rodney.

—¿Mudarme?

—A una nueva casa en otra ciudad, donde nadie la conozca ni sepa que tiene usted montones de dinero. Una bonita casa en una calle tranquila de esas donde los niños pueden circular en bicicleta por las aceras, no hay camellos ni bandas callejeras ni detectores de metal en la escuela. Ni parientes que ambicionen su dinero. Acepte el consejo de alguien que se crió como usted. Trasládese a vivir a otro sitio. Abandone este lugar. Como se lleve usted este dinero a Lincoln Towers, se la comen viva.

La incursión de Clay en la ODO le había permitido quedarse hasta aquel momento con la señorita Glick, la eficiente secretaria que sólo dudó un instante ante la perspectiva de duplicar su sueldo, y con su veterana compañera Paulette Tullos, quien, a pesar de estar muy bien mantenida por su ausente marido griego, pegó un salto ante la posibilidad de ganar doscientos mil dólares al año en lugar de los miserables cuarenta mil que le pagaban allí; y, naturalmente, con Rodney. La incursión había dado lugar a dos urgentes y todavía no contestadas llamadas de Glenda y a toda una serie de mordaces e-mails que también habían sido ignorados, al menos por el momento. Clay tenía previsto reunirse con Glenda en un futuro muy cercano y exponerle algunas de las endebles razones que lo habían inducido a robarle a sus más valiosos colaboradores.

Para contrapesar un poco la captación de colaboradores valiosos, había contratado también a Jonah, su compañero de apartamento, el cual, a pesar de que jamás había ejercido como abogado —había superado el examen de ingreso en el Colegio de Abogados al quinto intento—, era un amigo y confidente que, a su juicio, podría adquirir ciertas técnicas jurídicas. Jonah era un bocazas aficionado a la bebida, por lo que Clay se había limitado a describirle muy por encima los detalles de su nuevo trabajo. Tenía previsto revelarle gradualmente más cosas, pero había empezado con muy poco. Jonah, que había olfateado la existencia de mucho dinero, negoció un sueldo inicial de noventa mil dólares, menos de lo que ganaba el jefe auxiliar jurídico, aunque nadie del bufete sabía lo que ganaban los demás. La nueva empresa de contabilidad del tercer piso se encargaría de los libros y la nómina.

Clay había facilitado a Paulette y a Jonah la misma cuidadosa explicación que a Rodney. A saber: había descubierto casualmente una conspiración relacionada con un fármaco de efectos perniciosos, cuyo nombre, así como el de la empresa, jamás sería revelado, ni a ellos ni a nadie. Se había puesto en contacto con el laboratorio y había llegado rápidamente a un acuerdo. Unas cuantiosas sumas de dinero cambiarían de mano. Era de vital importancia que todo se mantuviese en secreto. «Vosotros os tenéis que limitar a llevar a cabo vuestro trabajo sin hacer demasiadas preguntas —le había dicho—. Vamos a montar un bufete jurídico estupendo en el que ganaremos muchísimo dinero y, de paso, nos lo pasaremos bomba».

¿Quién podía rechazar semejante oferta?

La señorita Glick saludó a Adelfa Pumphrey como si ésta fuera el primer cliente que entraba en aquel nuevo y resplandeciente despacho de abogados, cosa que así era, en realidad. Todo olía a nuevo: la pintura, la alfombra, el papel de la pared, el mobiliario italiano de cuero de la zona de recepción. La señorita Glick le sirvió agua a Adelfa con una jarra y un vaso de cristal jamás utilizados anteriormente, y después reanudó su tarea de ordenar su nuevo escritorio de cristal y metal cromado. Paulette fue la siguiente. Acompañó a Adelfa a su despacho para la tarea inicial de preparación, la cual consistió en algo más que una conversación entre chicas. Paulette tomó toda una serie de notas acerca de la familia y los antecedentes de Adelfa, reuniendo la misma información que Max ya había preparado. Le dirigió las palabras más apropiadas para una madre afligida.

Hasta aquel momento, todos habían sido negros, y Adelfa se sintió reconfortada.

—Puede que usted ya haya visto al señor Carter —dijo Paulette, siguiendo cuidadosamente el guión que ella y Clay habían preparado—. Se encontraba en la sala cuando usted estuvo allí. El juez le nombró abogado de oficio de Tequila Watson, pero él se libró del caso. Así fue como entró en contacto con este asunto.

Adelfa se mostró tan confusa como ellos esperaban.

—Él y yo hemos estado trabajando cinco años juntos en la Oficina de la Defensa de Oficio —prosiguió Paulette—. Nos fuimos hace unos días y abrimos este bufete. Clay le gustará. Es un hombre muy simpático y un buen abogado. Honrado y fiel a sus clientes.

—¿Acaban de abrir el bufete?

—Sí. Clay lleva mucho tiempo deseando ejercer por su cuenta. Me pidió que colaborara con él. Está usted en muy buenas manos, Adelfa.

La confusión se trocó en perplejidad.

—¿Alguna pregunta? —preguntó Paulette.

—Tengo tantas preguntas que no sé por dónde empezar.

—Lo comprendo. Siga mi consejo. No haga demasiadas preguntas. Hay una empresa muy importante que está dispuesta a pagarle mucho dinero para llegar a un acuerdo y evitar la posible demanda que usted pudiera presentar en relación con la muerte de su hijo. Si titubea o hace preguntas, podría acabar fácilmente sin nada. Limítese a aceptar el dinero, Adelfa. Cójalo y eche a correr.

Cuando finalmente llegó el momento de conocer al señor Carter, Paulette la acompañó por un pasillo hasta un espacioso despacho. Clay llevaba una hora paseando nerviosamente arriba y abajo, pero la saludó muy tranquilo. Se había aflojado el nudo de la corbata y remangado las mangas de la camisa, y tenía el escritorio cubierto de carpetas y documentos, como si estuviera litigando en muchos frentes. Paulette permaneció en el despacho hasta que se rompió por completo el hielo inicial y entonces, siguiendo el guión, se retiró.

—Lo reconozco —dijo Adelfa.

—Sí, estuve en la sala para el auto de acusación del asesino de su hijo. El juez me adjudicó el caso, pero yo me libré de él. Ahora trabajo al otro lado de la calle.

—Lo escucho.

—Probablemente esté usted un poco confusa por todo esto.

—Es cierto.

—En realidad, se trata de algo muy sencillo.

Clay se sentó a horcajadas en la esquina de su escritorio y contempló desde arriba el rostro perplejo de la mujer. Cruzó los brazos y trató de dar la impresión de haber hecho lo mismo otras veces. Se lanzó a soltar su versión de la historia del importante laboratorio que había creado el fármaco perjudicial y, a pesar de que ésta era más detallada y animada que la de Rodney, en el fondo ambas contaban lo mismo sin revelar demasiados datos nuevos. Adelfa permanecía sentada en un mullido sillón de cuero, con las manos entrelazadas sobre el regazo, sin parpadear ni saber muy bien qué creer.

Cuando ya estaba llegando al final de su relato, Clay le dijo:

—Ellos quieren pagarle ahora mismo un montón de dinero.

—¿Quiénes son ellos, exactamente?

—El laboratorio farmacéutico.

—¿Tiene nombre?

—Tiene varios y también varias direcciones, pero usted jamás conocerá su verdadera identidad. Eso forma parte del trato. Nosotros, usted y yo, el abogado y la clienta, tenemos que comprometernos a mantenerlo todo en secreto.

Adelfa parpadeó, volvió a cruzar las manos sobre el regazo y se agitó en su asiento. Sus ojos se empañaron mientras contemplaba la preciosa alfombra persa recién estrenada que ocupaba la mitad del despacho.

—¿Cuánto dinero? —preguntó finalmente.

—Cinco millones de dólares.

—Dios mío —balbuceó Adelfa antes de venirse abajo.

Se cubrió los ojos, rompió en sollozos y se pasó un buen rato sin hacer el menor esfuerzo por reprimirlos. Clay le ofreció un pañuelo de papel de una caja.

El dinero del acuerdo se hallaba en el Chase Bank, al lado del de Clay, a la espera de ser repartido. Los documentos que había preparado Max formaban una pila sobre el escritorio. Clay fue mostrándoselos y le explicó que el dinero sería transferido a primera hora de la mañana siguiente, en cuanto el banco abriera sus puertas. Pasó páginas y más páginas de documentos, deteniéndose en los puntos más destacados de los tecnicismos legales e indicándole los lugares donde tenía que firmar. Adelfa estaba tan aturdida que apenas conseguía hablar.

—Confíe en mí —le dijo varias veces Clay—. Si quiere el dinero, firme aquí mismo.

—Me parece que estoy haciendo algo que no debo —dijo Adelfa en determinado momento.

—No, son otros los que han hecho lo que no debían. Aquí la víctima es usted, Adelfa, la víctima y ahora la clienta.

—Tengo que hablar con alguien —dijo ella en determinado momento mientras volvía a firmar.

Pero no tenía a nadie con quien hablar. Según la información obtenida por Max, había un novio que iba y venía, y no era la clase de persona a quien pedir consejo. Tenía hermanos y hermanas repartidos entre el Distrito de Columbia y Filadelfia, pero éstos no estaban en modo alguno mejor preparados que ella. Sus padres habían muerto.

—Eso sería un error —dijo Clay con la mayor delicadeza de que fue capaz—. Si usted guarda silencio, este dinero mejorará su vida. Si habla, la destruirá.

—Yo no sabré manejar tanto dinero.

—Nosotros podemos ayudarla. Si lo desea, Paulette hará un seguimiento de todo el proceso y la asesorará.

—Se lo agradecería.

—Para eso estamos.

Paulette la acompañó a casa en su automóvil, un lento recorrido a través del tráfico de la hora punta. Más tarde ésta le dijo a Clay que Adelfa apenas había abierto la boca y que, al llegar al complejo de viviendas protegidas donde vivía, no había querido bajar. Ambas permanecieron media hora en el interior del vehículo, hablando en voz baja de su nueva vida. Ya no dependería de los servicios sociales, ya no oiría más disparos por la noche. Ya no tendría que pedirle a Dios que protegiera a sus hijos. Jamás tendría que volver a preocuparse por la seguridad de sus hijos tal como se había preocupado por la de Ramón.

Se habían acabado las bandas callejeras. Y las malas escuelas. Cuando finalmente se despidió de Paulette, estaba llorando.