11

La suite estaba en otro hotel. Pace cambiaba de alojamiento en el Distrito de Columbia como si unos espías estuvieran siguiéndole la pista. Tras un rápido saludo y un ofrecimiento de café, ambos se sentaron a hablar de negocios. Clay comprendió que la presión de enterrar cuanto antes el secreto estaba afectando seriamente a Pace. Éste parecía cansado. Sus movimientos eran nerviosos. Hablaba atropelladamente. La sonrisa había desaparecido. Nada de preguntas acerca del fin de semana o de la pesca allá abajo en las Bahamas. Pace estaba dispuesto a llegar a un acuerdo con Clay Carter o con el siguiente abogado de su lista. Se sentaron a una mesa, cada uno con un cuaderno de apuntes tamaño folio y con los bolígrafos dispuestos.

—Creo que cinco millones de dólares por defunción sería una cantidad más apropiada —empezó Clay—. Es cierto que eran unos chicos de la calle cuyas vidas no tenían gran valor económico, pero lo que ha hecho tu cliente costaría muchos millones de indemnización por daños. Por consiguiente, si mezclamos el valor real con el de la indemnización, llegamos a los cinco millones.

—El tipo que estaba en coma murió anoche —dijo Pace.

—O sea, que tenemos seis víctimas.

—Siete. Perdimos a otra el sábado por la mañana.

Clay había multiplicado tantas veces cinco millones por seis que tuvo dificultades para aceptar la nueva cifra.

—¿Quién? ¿Dónde?

—Te facilitaré los sucios detalles más tarde, ¿de acuerdo? Digamos que ha sido un fin de semana muy largo. Mientras tú te encontrabas de pesca, nosotros estábamos controlando llamadas al nueve uno uno, que, en un activo fin de semana en esta ciudad, exigen un pequeño ejército.

—¿Estáis seguros de que el caso se debe al Tarvan?

—Estamos seguros.

Clay hizo una anotación y trató de fijar su estrategia.

—Vamos a acordar cinco millones por fallecimiento —dijo.

—De acuerdo.

Durante el vuelo de regreso desde Abaco, Clay había llegado a la conclusión de que se trataba de un juego de ceros. No pienses en ello en términos de dinero sino tan sólo en toda una serie de ceros detrás de unos números. Por el momento, olvídate de todo lo que puede comprarse con dinero. Olvídate de los cambios trascendentales que están a punto de producirse. Olvídate de lo que puede hacer un jurado dentro de unos años. Tú juega con los ceros. No pienses en el afilado cuchillo que te está retorciendo el estómago. Compórtate como si tuvieras las tripas revestidas de acero. Tu contrincante es débil y se siente asustado, es muy rico y está equivocado.

Clay tragó saliva y procuró hablar en tono normal.

—Los honorarios de los abogados son demasiado bajos —dijo.

—Vaya. —Pace llegó al extremo de sonreír—. ¿Diez millones de dólares no te parecen suficiente para cerrar un trato con nosotros?

—No en este caso. El peligro de que todo quedara al descubierto sería mucho mayor si un importante bufete especializado en daños y perjuicios interviniera en el asunto.

—Veo que lo captas todo muy rápido.

—La mitad se irá en impuestos. Los gastos generales que habéis previsto para mí serán muy elevados. Tengo que montar un verdadero bufete jurídico en cuestión de días, y hacerlo en la zona más exclusiva de la ciudad. Además, quiero hacer algo por Tequila y los otros acusados que van a joderse por culpa de todo eso.

—Indícame una suma.

Pace ya estaba garabateando algo.

—Quince millones suavizarían más la transición.

—¿Estás lanzando dardos?

—No, negociando, sencillamente.

—O sea que quieres cincuenta millones, treinta y cinco para las familias y quince para ti. ¿No es así?

—Creo que con eso me conformaría.

—Trato hecho. —Pace alargó la mano y añadió—: Enhorabuena.

Clay se la estrechó.

—Gracias —fue lo único que se le ocurrió decir.

—Hay un contrato con ciertos detalles y condiciones. —Max estaba introduciendo la mano en un maletín.

—¿Qué clase de condiciones?

—Ante todo, jamás podrás mencionar el Tarvan a Tequila Watson, a su nuevo abogado o a cualquiera de los demás acusados relacionados con este caso. Si lo hicieras, lo pondrías todo en grave peligro. Tal como ya tuvimos ocasión de comentar, la toxicomanía no es una justificación legal para un delito. Podría ser una circunstancia atenuante en la sentencia, pero el señor Watson cometió un asesinato, y lo que estuviera tomando en aquel momento no tiene la menor relevancia en su defensa.

—Eso lo sé yo mejor que tú.

—Pues entonces, olvídate de los asesinos. Tú representas ahora a los familiares de las víctimas. Estás al otro lado de la calle, Clay, por consiguiente, acéptalo. Según el contrato, cobrarás cinco millones de dólares por adelantado, otros cinco dentro de diez días y los cinco restantes una vez se hayan firmado todos los acuerdos. Si le mencionas a alguien el Tarvan, el contrato quedará sin efecto. Si abusas de nuestra confianza y te pones en contacto con los acusados, perderás un montón de dinero.

Clay asintió con la cabeza contemplando el abultado contrato que estaba sobre la mesa.

—Se trata esencialmente de un acuerdo de confidencialidad —añadió Max, dando unas palmadas a los papeles—. Está lleno de oscuros secretos, la mayor parte de los cuales tendrás que ocultar hasta a tu propia secretaria. Por ejemplo, el nombre de mi cliente jamás se menciona. Hay una sociedad fantasma radicada actualmente en las Bermudas con una nueva división en las Antillas Holandesas que responde ante un grupo suizo cuyo cuartel general está en Luxemburgo. Las pruebas documentales empiezan y terminan allí, y nadie, ni siquiera yo, puede seguirlas sin perderse. Tus nuevos clientes cobrarán el dinero; no tienen que hacer ninguna pregunta. No creemos que eso vaya a constituir un problema. En cuanto a ti, ganarás una fortuna. No esperamos sermones desde un terreno moral más elevado. Tú cobras el dinero, terminas el trabajo y todo el mundo será más feliz.

—¿Sólo a cambio de vender mi alma?

—Tal como ya te he dicho, déjate de sermones. No haces nada que sea inmoral. Conseguirás unos acuerdos por unas sumas cuantiosas para unos clientes que no tienen la menor idea de que se les deba algo. Eso no es precisamente vender tu alma. ¿Y qué si te haces rico? No serás el primer abogado que tiene un golpe de suerte inesperado.

Clay estaba pensando en los primeros cinco millones. Pagaderos de inmediato.

Max rellenó unos espacios en blanco del contrato y empujó este último sobre la mesa.

—Éste es nuestro acuerdo preliminar. Fírmalo, y entonces te podré decir algo más acerca de mi cliente. Voy por un poco de café.

Clay tomó el documento, lo sostuvo en las manos al advertir que pesaba mucho, y después trató de leer el párrafo inicial. Max estaba llamando por teléfono al servicio de habitaciones.

Abandonaría de inmediato, ese mismo día, la Oficina de la Defensa de Oficio y se retiraría como abogado de oficio de Tequila Watson. El documento necesario ya se había redactado y estaba fijado al contrato con un clip. Clay establecería directamente su propio bufete jurídico; contrataría a los suficientes colaboradores, abriría cuentas bancarias, etcétera. También se adjuntaba una propuesta de normas internas del bufete jurídico J. Clay Carter II, todo según la fórmula habitual en tales documentos.

Llegó el café y Clay siguió leyendo. Max estaba hablando en voz baja a través de un móvil en la suite contigua, transmitiendo sin duda el desarrollo de los últimos acontecimientos a su superior. O puede que estuviera controlando su red de información para averiguar si se había producido algún otro asesinato por culpa del Tarvan. A cambio de su firma en la página 11, Clay recibiría por medio de una transferencia inmediata la suma de cinco millones de dólares, cantidad que Max acababa de escribir en el documento. Le temblaban las manos cuando estampó su firma, pero no por temor o incertidumbre moral sino por el vértigo que le daban tantos ceros.

Cuando terminó la primera tanda del papeleo, ambos abandonaron el hotel y subieron a un SUV conducido por el mismo guardaespaldas que había recibido a Clay en el vestíbulo del Willard.

—Te sugiero que abramos primero la cuenta bancaria —dijo Max en tono suave pero no exento de firmeza.

Clay era la Cenicienta que iba al baile y se dejaba llevar porque ahora todo aquello era un sueño.

—Pues claro, buena idea —consiguió decir.

—¿Algún banco en particular? —preguntó Pace.

El banco de Clay se quedaría estupefacto al ver la clase de actividad que estaba a punto de producirse. Su cuenta bancaria llevaba tanto tiempo justo por encima del mínimo que cualquier depósito significativo dispararía la alarma. Un humilde empleado del banco lo había llamado una vez para advertirle de la necesidad de que pagara un pequeño préstamo pendiente. Ya se imaginaba al pez gordo de arriba boquiabierto de asombro al ver aquel cheque.

—Estoy seguro de que ya habréis pensado en alguno en particular —contestó Clay.

—Mantenemos estrechas relaciones con el Chase. Allí las transferencias serán más fluidas.

«Pues que sea el Chase», pensó Clay con una sonrisa en los labios. Lo que fuera más rápido.

—Al Chase Bank de la Quince —le indicó Max al conductor, quien ya se dirigía hacia allí. Max sacó otros papeles—. Éste es el arriendo y el subarriendo de tu despacho. Se trata de un espacio privilegiado, como bien sabes, y está claro que no es barato. Mi cliente utilizó una empresa de poca monta para alquilarlo por dos años por dieciocho mil dólares mensuales. Podemos subarrendártelo por la misma suma.

—Eso son más o menos cuatrocientos mil dólares.

—Estás en situación de permitírtelo —dijo Max sonriendo—. Empieza a pensar como un penalista con mucho dinero que malgastar.

Ya tenían reservado a un vicepresidente de cierto peso. Max preguntó por la persona indicada y de inmediato les extendieron alfombras rojas en todos los pasillos. Clay asumió el control de sus asuntos y firmó todos los documentos pertinentes.

Según el vicepresidente, la transferencia se recibiría a las cinco de la tarde.

En cuanto subieron de nuevo al SUV, Max volvió a poner rápidamente manos a la obra.

—Nos hemos tomado la libertad de redactar las normas internas de tu bufete jurídico —dijo, entregándole a Clay unos nuevos documentos.

—Eso ya lo he visto —dijo Clay, pensando todavía en la transferencia bancaria.

—Son cosas bastante corrientes…, nada delicado. Hazlo on line. Paga doscientos dólares mediante tarjeta de crédito y tendrás tu negocio. Se tarda menos de una hora. Puedes hacerlo desde tu mismo despacho de la ODO.

Clay cogió los papeles y miró a través de la ventanilla. Un elegante Jaguar XJ de color granate se había detenido a su lado en un semáforo en rojo, y su mente empezó a divagar. Quería concentrarse en el asunto que tenía entre manos, pero le resultaba imposible.

—Hablando de la ODO —estaba diciendo Max—, ¿cómo piensas abordar a esa gente?

—Hagámoslo ahora.

—Al trece de la Dieciocho —le dijo Max al conductor, que parecía no perderse detalle. Dirigiéndose de nuevo a Clay, añadió—: ¿Has pensado en Rodney y Paulette?

—Sí. Hoy mismo hablaré con ellos.

—Muy bien.

—Me alegro de que lo apruebes.

—También tenemos algunas personas que conocen muy bien la ciudad. Pueden ser útiles. Trabajarán para nosotros, pero tus clientes no lo sabrán. —Señaló con la cabeza al conductor mientras lo decía—. No podemos relajarnos, Clay, hasta que las siete familias se conviertan en clientes tuyos.

—Me parece que tendré que decírselo todo a Rodney y Paulette.

—Casi todo. Serán los únicos de tu bufete que sabrán lo que ha ocurrido. Pero tú jamás podrás mencionar el Tarvan ni la empresa, y ellos nunca verán los documentos del acuerdo. Ésos los prepararemos nosotros.

—Pero tendrán que saber lo que ofrecemos.

—Evidentemente. Deberán convencer a las familias de que acepten el dinero, pero jamás sabrán de dónde procede éste.

—Eso constituirá todo un reto.

—Primero hay que contratarlos.

En la ODO nadie parecía haber echado en falta a Clay. Hasta la eficiente señorita Glick estaba ocupada atendiendo varios teléfonos y no tuvo tiempo de mirarle con la habitual expresión de «Pero ¿dónde se ha metido?». Tenía una docena de mensajes sobre su escritorio, todos intrascendentes, pues ahora ya nada importaba. Glenda estaba asistiendo a una reunión en Nueva York y, como de costumbre, su ausencia se traducía en almuerzos más largos y más bajas por enfermedad en la ODO.

Redactó rápidamente una nota de dimisión y se la envió por e-mail. Con la puerta cerrada, introdujo sus objetos de escritorio personales en dos maletines y dejó a su espalda viejos libros y otras pertenencias que en otro tiempo habían tenido para él un valor sentimental. Siempre podría regresar, aunque sabía que no lo haría.

El escritorio de Rodney ocupaba un pequeño espacio compartido con otros dos auxiliares jurídicos.

—¿Tienes un minuto? —le preguntó Clay.

—Creo que no —contestó Rodney sin apenas levantar los ojos de un montón de informes.

—Ha habido una novedad en el caso de Tequila Watson. Será sólo un minuto.

Rodney se colocó a regañadientes el bolígrafo detrás de la oreja y siguió a Clay hasta su despacho, cuyos estantes ya se habían vaciado. La puerta se cerró inmediatamente a su espalda.

—Me voy —anunció Clay casi en un susurro.

Se pasaron aproximadamente una hora hablando mientras Max esperaba con impaciencia en el SUV, mal aparcado junto al bordillo. Cuando Clay salió con dos abultados maletines, Rodney lo acompañaba, cargado también con una cartera de documentos y una bolsa de la compra de papel. Rodney se dirigió a su automóvil y se marchó. Clay subió rápidamente al SUV.

—Ya lo tenemos —dijo.

—Qué sorpresa.

En el despacho de la avenida Connecticut se reunieron con un especialista en decoración contratado por Max. A Clay le dieron a elegir entre varias piezas de mobiliario muy caro del cual había casualmente existencias en el almacén, por lo que podrían entregarse en veinticuatro horas. Clay señaló varios diseños y muestras, todos ellos de entre los más caros del catálogo. Después firmó una orden de compra.

Estaban instalando un sistema telefónico. Un asesor informático llegó nada más retirarse el decorador. En determinado momento, Clay observó que estaba gastando un montón de dinero y se preguntó si le habría ajustado lo suficiente las tuercas a Max.

Poco antes de las cinco de la tarde Max salió de un despacho recién pintado y se guardó el móvil en el bolsillo.

—Ya ha llegado la transferencia —le dijo a Clay.

—¿Cinco millones de dólares?

—Eso es. Ahora ya eres multimillonario.

—Me largo de aquí —dijo Clay—. Nos vemos mañana.

—¿Adónde vas?

—No vuelvas a hacerme esta pregunta nunca más, ¿entendido? Tú no eres mi jefe. Y deja de seguirme. Ya hemos cerrado el trato.

Anduvo unas cuantas manzanas por Connecticut en medio de los apretujones de la hora punta, sonriendo estúpidamente para sus adentros. Bajó por la Diecisiete hasta llegar al Reflectig Pool y el monumento a Washington, donde varios grupos de alumnos de bachillerato se habían congregado para hacerse fotos. Giró a la derecha cruzando Constitution Gardens y pasó por delante del Vietnam Memorial. Una vez al otro lado del mismo, se detuvo en un quiosco, compró dos cigarros baratos, encendió uno y se acercó a las gradas del Lincoln Memorial, donde permaneció sentado un buen rato contemplando el Mall, abajo, y el Capitolio a lo lejos.

Le resultaba imposible pensar con claridad. Un buen pensamiento era inmediatamente superado y empujado por otro. Pensó en su padre, que vivía en una embarcación de pesca alquilada, simulando darse la gran vida, aunque en realidad tuviera que luchar por ganarse un magro sustento; a sus cincuenta y cinco años, no tenía ningún futuro y bebía más de la cuenta para olvidarse de sus penurias. Dio una calada al cigarro y se pasó un rato haciendo mentalmente compras, y por pura diversión llevó la cuenta de lo que se gastaría si comprara todo lo que quería: un nuevo vestuario, un automóvil auténticamente bonito, un equipo estereofónico, unos cuantos viajes. El total no era más que una pequeña parte de su fortuna. La gran pregunta era qué clase de automóvil. Llamativo pero no ostentoso.

Y, como es natural, necesitaría un nuevo domicilio. Se daría una vuelta por Georgetown en busca de alguna vieja casa con encanto.

Había oído decir que algunas de ellas se vendían por seis millones de dólares, pero él no necesitaba tanto. Estaba seguro de que encontraría algo que le gustara por un millón de dólares.

—Un millón por aquí. Un millón por allá.

Pensó en Rebecca, pero procuró no entretenerse demasiado en ella. En el transcurso de los últimos cuatro años, ella había sido la única amiga con quien lo había compartido todo. Ahora no tenía con quien hablar. La ruptura se había producido cinco días atrás, y seguía adelante, pero habían ocurrido tantas cosas que apenas había tenido tiempo de pensar.

—Olvídate de los Van Horn —se dijo en voz alta, exhalando una densa nube de humo.

Haría una elevada donación a la fundación Piedmont, que se dedicaba a la lucha por la conservación de la belleza natural del Norte de Virginia. Contrataría a un auxiliar jurídico cuya única misión consistiría en localizar las más recientes compras de tierras y las previstas urbanizaciones del BVH Group y, siempre que le fuera posible, olfatearía a su alrededor y contrataría abogados para los pequeños propietarios de tierras, ignorantes de que estaban a punto de convertirse en vecinos de Bennett el Bulldozer. ¡Qué bien se lo pasaría actuando en defensa del medio ambiente!

Olvídate de esta gente.

Encendió el segundo puro y llamó a Jonah, que estaba en la tienda de informática haciendo unas cuantas horas extra.

—Tengo una mesa reservada en el Citronelle a las ocho —le dijo.

Era el restaurante francés más de moda en el Distrito de Columbia.

—Vale —dijo Jonah.

—Hablo en serio. Vamos a celebrar que cambio de trabajo. Te lo explicaré después. Espérame allí.

—¿Puedo llevar a una amiga?

—De ninguna manera.

Jonah no iba a ningún sitio sin la chica de la semana. Cuando se mudara de casa, Clay lo haría solo y no echaría de menos las hazañas de alcoba de Jonah. Llamó a otros dos compañeros de la facultad de Derecho, pero ambos tenían hijos y obligaciones y no podían dejarlas con tan poca antelación.

Cenar con Jonah siempre constituía una aventura.