10

La isla Gran Abaco es una larga franja de tierra situada en el extremo norte de las Bahamas, a unos ciento sesenta kilómetros de Florida. Clay había estado allí cuatro años atrás, la vez en que había conseguido reunir el dinero suficiente para el pasaje. Aquel viaje había sido un largo fin de semana en cuyo transcurso Clay pensaba discutir con su padre ciertos asuntos importantes y deshacerse de una parte del equipaje. No pudo ser. Jarrett Carter todavía estaba demasiado cerca de su ignominia y lo único que le interesaba era beber ponche de ron a partir del mediodía. Estaba dispuesto a hablar de todo menos de leyes y de abogados.

Esta visita sería distinta.

Clay llegó a última hora de la tarde en un sofocante y abarrotado turbohélice de la Coconut Air. El funcionario de Aduanas echó un vistazo a su pasaporte y le indicó por señas que pasara. La carrera en taxi hasta Marsh Harbor duró cinco minutos, circulando por el lado malo de la carretera. Al taxista le gustaba la música gospel a todo volumen y Clay no estaba de humor para discutir. Tampoco estaba de humor para darle una propina. Bajó del taxi en el puerto y fue en busca de su padre.

Jarrett Carter se había querellado una vez contra el presidente de Estados Unidos, y a pesar de haber perdido el pleito la experiencia le enseñó que todos los acusados sucesivos serían un blanco más fácil. No temía a nadie, ni en las salas de justicia ni fuera de ellas. Su fama se había cimentado con una gran victoria, un sonado veredicto contra el presidente de la Asociación Norteamericana de Médicos, un afamado profesional que había cometido un error en una intervención quirúrgica. Un implacable jurado de un condado conservador había pronunciado el veredicto, y de la noche a la mañana Jarrett Carter se convirtió en un penalista muy solicitado. Aceptaba los casos más difíciles, los ganaba casi todos y, a la edad de cuarenta años, ya se había labrado una inmensa fama. Fundó un bufete conocido por la dureza de su actuación ante los tribunales. Clay estaba seguro de que seguiría los pasos de su padre y se pasaría toda su vida profesional entre juicios.

La buena racha terminó cuando Clay ya había iniciado sus estudios universitarios. Se produjo un terrible divorcio que a Jarrett le costó muy caro. Su bufete empezó a desmembrarse cuando, tal como suele ocurrir en estos casos, todos los asociados se querellaron entre sí. Trastornado por la situación, Jarrett se pasó dos años sin ganar ni un solo juicio y su reputación se vio gravemente dañada. Su mayor error lo cometió cuando, junto con su contable, empezó a amañar los libros de contabilidad, ocultando ingresos e hinchando los gastos. Cuando los pillaron, el contable se suicidó, pero no así Jarrett, que sin embargo estaba destrozado y corría peligro de acabar en la cárcel. Por suerte, el fiscal encargado de la acusación era un antiguo compañero suyo de la facultad de Derecho.

Los detalles del acuerdo al que ambos llegaron permanecerían en secreto para siempre. Jamás hubo un proceso, sino tan sólo un acuerdo oficioso, de conformidad con el cual Jarrett cerró discretamente su despacho, renunció a su licencia para el ejercicio de la abogacía y abandonó el país. Huyó sin nada, aunque las personas más próximas al caso creían que tenía ciertas sumas escondidas en algún paraíso fiscal. Pero Clay no había observado ningún indicio de la existencia de semejante botín.

Así pues, el gran Jarrett Carter se convirtió en patrón de un pesquero en las Bahamas, lo cual a algunos les habría parecido una existencia maravillosa. Clay lo localizó en el barco, un Weavedancer de dieciocho metros de eslora encajado entre dos embarcaciones del abarrotado puerto deportivo. Otros barcos de alquiler estaban regresando de una larga jornada en el mar y los bronceados pescadores contemplaban admirados sus capturas. Las cámaras se disparaban por doquier. Los marineros de cubierta nativos corrían de un lado a otro descargando neveras portátiles llenas de meros y atunes. Y retiraban bolsas de botellas y latas de cerveza vacías.

Jarrett se encontraba en la proa con una manguera de agua en una mano y una esponja en la otra. Clay se pasó un rato observándolo, sin querer interrumpir su tarea. No cabía duda de que su padre estaba muy puesto en su papel de desterrado de su antiguo territorio…, descalzo y con la morena piel curtida por la intemperie, una poblada barba a lo Hemingway, unas cadenas de plata alrededor del cuello, una gorra de pescador de larga visera y una vieja camisa blanca de algodón, remangada hasta los bíceps. De no haber sido por la leve tripita propia de los bebedores de cerveza, Jarrett habría ofrecido un aspecto de lo más saludable.

—¡Pero mira quién está aquí! —exclamó al ver a su hijo.

—Bonito barco —dijo Clay, subiendo a bordo.

Hubo un firme apretón de manos, pero nada más. Jarrett no era un tipo expansivo, por lo menos con su hijo. Varias antiguas secretarias habrían podido contar historias muy distintas. Olía a sudor ya seco, agua salada y cerveza rancia después de una larga jornada en la mar. Sus shorts y su camisa blanca estaban sucios.

—Sí, es de un médico de Boca. Te veo estupendo.

—Yo a ti también.

—Tengo salud, y eso es lo único que importa. Tómate una cerveza.

Jarrett señaló una nevera portátil que había en la cubierta.

Abrieron sendas latas y permanecieron sentados en unas sillas de lona mientras un grupo de pescadores avanzaba con paso cansino por el muelle. El barco se balanceaba suavemente.

—Has tenido un día muy ajetreado, ¿eh? —dijo Clay.

—Hemos salido al amanecer con un padre y sus dos hijos, todos ellos levantadores de pesas. De no sé qué sitio de Nueva Jersey.

Jamás he visto tantos músculos juntos a bordo de un barco. Sacaban del océano agujas de mar de más de cuarenta kilos como si de truchas se tratara.

Dos mujeres de unos cuarenta y tantos años pasaron por su lado portando pequeñas mochilas y equipos de pesca. Parecían tan cansadas y requemadas por el sol como los demás pescadores. Una de ellas estaba un poco gruesa, mientras que la otra no, pero Jarrett las estudió a las dos por igual, hasta que se perdieron de vista. Su mirada resultaba casi embarazosa.

—¿Sigues teniendo la misma vivienda en propiedad? —preguntó Clay.

La vivienda que había visto cuatro años atrás era un viejo apartamento de dos habitaciones en la parte de atrás de Marsh Harbor.

—Sí, pero ahora vivo en el barco. El propietario viene muy poco y yo me quedo aquí. Hay un sofá para ti en el camarote.

—¿Vives en este barco?

—Pues claro; tiene aire acondicionado y es muy espacioso. Casi siempre estoy solo.

Ambos se bebieron sus cervezas mientras contemplaban el paso de otro grupo de pescadores.

—Mañana tengo un flete —anunció Jarrett—. ¿Te apetece el paseo?

—¿Qué otra cosa podría hacer aquí?

—Tengo a unos gilipollas de Wall Street que quieren salir a las siete de la mañana.

—Podría ser divertido.

—Me muero de hambre —dijo Jarrett, levantándose y arrojando la lata de cerveza vacía al cubo de la basura—. Vamos.

Echaron a andar por el muelle, pasando por delante de docenas de barcos de todas clases. En los veleros ya estaban preparando la cena. Los patrones se relajaban, bebiendo cerveza. Todos le gritaron algo a Jarrett, quien tuvo para cada uno de ellos una respuesta apropiada. Todavía iba descalzo. Clay lo siguió a un paso de distancia. Éste es mi padre, el gran Jarrett Carter, pensaba, ahora un descalzo holgazán de playa vestido con unos shorts y una camisa desabrochada, el rey de Marsh Harbor. Y un hombre muy desgraciado.

El Blue Fin era un ruidoso bar abarrotado de gente. Al parecer, Jarrett conocía a todo el mundo. Antes de que pudieran encontrar dos taburetes contiguos, el camarero ya les había servido dos vasos altos de ponche de ron.

—Salud —dijo Jarrett, entrechocando su vaso con el de Clay e ingiriendo de un trago la mitad de su contenido. A continuación, inició una seria charla sobre pesca con otro patrón, y durante un buen rato Clay se quedó al margen, lo cual a él le pareció muy bien. Jarrett se tomó el primer vaso de ponche de ron y pidió otro en voz alta. Y después otro.

En una gran mesa redonda situada en un rincón estaban organizando un festín a base de langosta, cangrejo y gambas. Jarrett le hizo señas a Clay de que lo siguiera y ambos se sentaron alrededor de la mesa junto con otras doce personas. La música sonaba a todo volumen y la conversación era aún más estruendosa. Todos los comensales se esforzaban al máximo en emborracharse, y Jarrett el primero. El marinero sentado a la derecha de Clay era un veterano hippie que afirmaba haber eludido la guerra de Vietnam y haber quemado su cartilla militar. Había rechazado todas las ideas democráticas, entre ellas el empleo y el impuesto sobre la renta.

—Llevo treinta años saltando de un lugar del Caribe a otro —dijo en tono de jactancia con la boca llena de gambas—. Los federales ni siquiera saben que existo.

Clay sospechaba que a los federales no les importaba demasiado la existencia de aquel hombre, y lo mismo habría podido decirse de los demás inadaptados con los cuales estaba cenando en aquellos momentos. Marineros, patrones de barco, pescadores a tiempo completo, todos ellos huyendo de algo: pago de pensiones por alimentos, juicios pendientes, negocios fraudulentos… Todos se consideraban rebeldes, anticonformistas, espíritus libres, piratas de la época moderna, demasiado independientes para dejarse oprimir por las reglas normales de la sociedad.

El verano anterior un huracán había azotado gravemente Abaco y el capitán Floyd, el más charlatán de la mesa, estaba en guerra con una compañía de seguros. Su comentario dio lugar a toda una serie de historias sobre huracanes que, como es natural, hicieron necesaria otra ronda de ponche de ron. Clay dejó de beber; su padre no. Jarrett, cada vez más borracho, se puso a hablar a voz en grito al igual que todos los demás comensales.

Pasadas dos horas, la comida ya había desaparecido pero el ponche de ron seguía llegando. Ahora el camarero ya lo servía directamente de la jarra, por lo que Clay decidió hacer un rápido mutis. Abandonó la mesa sin que nadie se diera cuenta y salió a hurtadillas del Blue Fin.

Así acabó la tranquila cena con su padre.

Despertó en medio de la oscuridad a causa del alboroto que estaba armando su padre en el camarote de abajo, silbando e incluso cantando una melodía que sonaba un poco a Bob Marley.

—¡Despierta! —gritó Jarrett.

La embarcación se estaba balanceando, pero no tanto a causa del agua como del sonoro ataque de Jarrett contra el nuevo día.

Clay permaneció tumbado un instante en el estrecho sofá mientras trataba de orientarse y recordaba la legendaria fama de Jarrett Carter. Siempre estaba en su despacho a las seis de la mañana, a menudo a las cinco, y a veces a las cuatro. Seis días a la semana, y a menudo siete. Se perdía casi todos los partidos de béisbol y de fútbol americano de Clay sencillamente porque estaba demasiado ocupado. Nunca regresaba a casa antes del anochecer y muchas veces no regresaba en absoluto. Cuando Clay se hizo mayor y empezó a trabajar en el bufete, Jarrett era famoso por su costumbre de agobiar de trabajo a los jóvenes asociados. Cuando su matrimonio empezó a hacer agua, adquirió la costumbre de quedarse a dormir en el despacho, en ocasiones solo. Sin embargo, a pesar de sus malas costumbres, Jarrett siempre cumplía con sus obligaciones, y mucho antes que cualquiera de los demás. Había coqueteado con el alcohol, pero había conseguido detenerse a tiempo al advertir que la bebida le impedía desarrollar debidamente su trabajo.

En sus días de gloria no necesitaba dormir demasiado, y ahora estaba claro que las viejas costumbres se negaban a morir. Pasó por delante del sofá cantando a pleno pulmón y oliendo a ducha reciente y loción barata para después del afeitado.

—¡Vamos! —gritó.

Del desayuno ni se habló. Clay consiguió darse un rápido baño en el diminuto espacio llamado ducha. No padecía de claustrofobia, pero la mera idea de vivir en los reducidos confines de la embarcación le causaba mareo. Fuera, las nubes se condensaban y el aire ya estaba caliente.

En el puente, Jarrett escuchaba con el entrecejo fruncido.

—Malas noticias —dijo.

—¿Qué ocurre?

—Se acerca una fuerte tormenta. Dicen que lloverá a cántaros todo el día.

—¿Qué hora es?

—Las seis y media.

—¿A qué hora regresaste anoche?

—Te pareces a tu madre. El café está allí.

Clay se llenó una buena taza de café cargado y se sentó junto al timón.

El rostro de Jarrett estaba cubierto por unas gruesas gafas de sol, la barba y la visera de la gorra. Clay sospechaba que los ojos habrían revelado una resaca descomunal, pero eso nadie lo sabría jamás. La radio hablaba de alertas meteorológicas y de avisos de tormenta procedentes de embarcaciones de mayor tonelaje desde alta mar. Jarrett y otros patrones de embarcaciones de alquiler se llamaban mutuamente, comunicándose información, haciendo previsiones y meneando la cabeza mientras contemplaban las amenazadoras nubes.

Transcurrió media hora. Nadie se haría a la mar.

—Maldita sea —masculló Jarrett en determinado momento—. Un día perdido.

Llegaron cuatro jóvenes ejecutivos de Wall Street, todos con shorts blancos de tenis, impecables zapatillas de footing y gorros de pescar recién estrenados. Jarrett los vio acercarse y los recibió en la popa. Antes de que saltaran a la embarcación, les dijo:

—Lo siento, muchachos, hoy no podremos salir a pescar. Avisos de tormenta.

Los cuatro echaron un vistazo a las nubes y les bastó para decidir que los hombres del tiempo estaban equivocados.

—Usted bromea —dijo uno de ellos.

—Sólo caerán unas cuantas gotitas —dijo otro.

—Vamos a probar —dijo un tercero.

—La respuesta es no —declaró Jarrett—. Hoy no va a salir nadie a pescar.

—Pero nosotros hemos pagado el flete.

—Se les devolverá el dinero.

Volvieron a contemplar los nubarrones cada vez más oscuros.

De repente, estalló un trueno semejante al fragor de unos lejanos cañones.

—Lo siento, amigos —dijo Jarrett.

—¿Y mañana? —preguntó uno.

—Ya estoy comprometido. Lo lamento.

Se marcharon, convencidos de que los habían estafado, impidiéndoles obtener unos impresionantes trofeos.

Ahora que ya había resuelto la cuestión laboral, Jarrett se dirigió a la nevera y sacó una cerveza.

—¿Quieres una? —la preguntó a Clay.

—¿Qué hora es?

—Hora de tomarse una cerveza, supongo.

—Todavía no me he terminado el café.

Se sentaron en las sillas de cubierta mientras el rugido de los truenos se intensificaba por momentos. El puerto deportivo estaba lleno de patrones y marineros ocupados en la tarea de amarrar sus embarcaciones y de entristecidos pescadores que corrían por los embarcaderos, llevando a cuestas neveras portátiles y bolsas llenas de aceite bronceador y cámaras fotográficas. El viento soplaba cada vez con más fuerza.

—¿Has hablado con tu madre? —preguntó Jarrett.

—No.

La historia de la familia Carter era una pesadilla, y ambos se guardaban de explorarla.

—¿Sigues en la ODO? —preguntó Jarrett.

—Sí, y precisamente quería hablarte de ello.

—¿Cómo está Rebecca?

—Creo que ya pasó a la historia.

—¿Y eso es bueno o malo?

—En estos momentos es, sencillamente, doloroso.

—¿Cuántos años tienes ahora?

—Veinticuatro menos que tú. Treinta y uno.

—Exactamente. Demasiado joven para casarte.

—Gracias, papá.

El capitán Floyd se acercó corriendo por el muelle y se detuvo al llegar a la altura de su embarcación.

—Ha llegado Gunter. Partida de póquer dentro de diez minutos. ¡Vamos!

Jarrett se levantó de un salto, convertido de repente en un niño en la mañana de Navidad.

—¿Vienes? —le preguntó a Clay.

—¿A qué?

—A jugar al póquer.

—Yo no juego al póquer. ¿Quién es Gunter?

Jarrett se desperezó y señaló con la mano.

—¿Ves aquel yate de allí, el de treinta metros de eslora? Es de Gunter. Es un viejo cabrón alemán con mil millones de dólares y todo un barco lleno de chicas. Es el mejor sitio donde capear el temporal, créeme.

—¡Vamos! —volvió a gritar el capitán Floyd, reanudando su camino.

Jarrett saltó al muelle.

—¿Vas a venir? —le preguntó a Clay en tono perentorio.

—Me parece que no.

—No seas tonto. Será mucho más divertido que quedarte todo el día sentado aquí.

Jarrett ya se había puesto en marcha, tras el capitán Floyd. Clay lo saludó con la mano.

—Leeré un libro.

—Como quieras.

Saltaron a una lancha junto con otro individuo y se alejaron por el puerto hasta desaparecer detrás de los yates.

Pasarían varios meses antes de que Clay volviera a ver a su padre. Adiós consejo.

Clay estaba abandonado a su suerte.