Estaba pasando por delante de la Casa Blanca. Se detuvo un momento en medio de un grupo de turistas holandeses que estaban tomando fotografías y esperando a que el presidente los saludara con la mano; después cruzó dando un paseo por el parque Lafayette, donde los sin techo desaparecían durante el día, y a continuación se sentó en un banco de la plaza Farragut, donde se comió un bocadillo frío sin darse cuenta de lo que hacía. Todos sus sentidos estaban embotados, y sus pensamientos eran lentos y confusos. Corría el mes de mayo, pero había mucha humedad, y esto no lo ayudaba precisamente a pensar.
Vio doce rostros negros sentados en el banco del jurado, unos seres enfurecidos que se habían pasado una semana oyendo contar la espeluznante historia del Tarvan. Se dirigió a ellos en su alegato final: «Necesitaban ratones de laboratorio negros, señoras y señores, a ser posible norteamericanos, porque aquí es donde está el dinero. Y así fue cómo trajeron su prodigioso Tarvan a nuestra ciudad». Los doce rostros estaban pendientes de sus palabras, y asintieron con la cabeza en gesto de aquiescencia, ansiosos de retirarse para hacer justicia. ¿Cuál había sido la sentencia más impresionante de toda la historia del mundo? ¿Decía algo al respecto el Libro Guinness de los Récords? Cualquiera que fuese, sería suyo con sólo pedirlo. «Rellenen el espacio en blanco, señoras y señores del jurado».
El caso jamás iría a juicio; ningún jurado sabría nada de él. Quienesquiera que hubiesen fabricado el Tarvan se gastarían muchísimo más que treinta y cuatro millones de dólares para enterrar la verdad. Y contratarían a toda clase de matones para romper piernas, robar documentos, pinchar teléfonos, incendiar despachos y hacer cuanto hiciera falta para mantener su secreto alejado de aquellos doce rostros enfurecidos.
Pensó en Rebecca. Qué distinta sería envuelta en el lujo de su dinero. Con cuánta rapidez abandonaría las preocupaciones laborales para retirarse a criar a sus hijos. Se casaría con él en cuestión de tres meses o en cuanto Barb lo hubiera organizado todo.
Pensó en los Van Horn, pero, curiosamente, no como personas a las que todavía conocía. Ya no formaban parte de su vida; estaba tratando de olvidarlos. Se había librado de aquella gente después de cuatro años de esclavitud. Jamás volverían a atormentarlo.
Estaba a punto de librarse de muchas cosas.
Transcurrió una hora. Se encontraba en DuPont Circle, contemplando los escaparates de las tiendecitas que daban a la avenida Massachusetts; libros raros, platos raros, disfraces raros, personas raras por doquier. Había un espejo en un escaparate, se miró directamente a los ojos y se preguntó en voz alta si Max, el bombero, era real o era un farsante, un fantasma. Echó a andar por la acera y se sintió asqueado ante la sola idea de que una respetada empresa pudiera aprovecharse de las personas más débiles que lograra encontrar, y a los pocos segundos se sintió entusiasmado ante la perspectiva de tener más dinero del que jamás hubiese soñado. Necesitaba a su padre. Jarrett Carter sabría exactamente qué hacer.
Transcurrió otra hora. Lo esperaban en el despacho para participar en una reunión semanal del equipo.
—Ya podéis despedirme —murmuró sonriendo.
Se pasó un rato curioseando en Kramerbooks, su librería preferida del Distrito de Columbia. Quizá muy pronto pudiera dejar la sección de libros de bolsillo y pasar a la de tapa dura. Cubriría sus nuevas paredes con hileras de libros.
A las tres en punto de la tarde, según lo previsto, se dirigió al café de la parte de atrás de Kramer y vio a Max Pace sentado solo, tomándose un zumo de limón, esperando. Éste se alegró visiblemente de volver a verlo.
—¿Me has seguido? —le preguntó Clay, sentándose con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones.
—Naturalmente. ¿Te apetece beber algo?
—No. ¿Y si yo mañana presentara una demanda en nombre de la familia de Ramón Pumphrey? Este caso solo podría valer mucho más que lo que tú ofreces por los seis.
Al parecer, Max había previsto la pregunta, pues tenía la respuesta a punto.
—Te meterías en una larga serie de problemas. Permíteme darte a conocer los tres primeros. Primero, tú no sabes a quién demandar. No sabes quién fabricó el Tarvan y cabe la posibilidad de que nadie lo sepa jamás. Segundo, no cuentas con dinero para enfrentarte con mi cliente. Se necesitarían por lo menos diez millones de dólares para organizar un ataque sustentable. Tercero, perderías la oportunidad de representar a todos los querellantes conocidos. Si no dices inmediatamente que sí, estoy dispuesto a pasar al siguiente abogado de mi lista con la misma oferta. Mi meta es tenerlo todo arreglado en treinta días.
—Podría acudir a un importante bufete especializado en demandas por daños y perjuicios.
—Sí, y eso te plantearía más problemas. Primero, perderías por lo menos la mitad de tus honorarios. Segundo, tardarías cinco años o más en obtener un resultado. Tercero, es muy probable que el bufete más importante del país en cuestión de demandas por daños y perjuicios perdiese fácilmente este caso. Puede que la verdad jamás se conozca, Clay.
—Pues debería conocerse.
—Tal vez, pero a mí me da lo mismo una cosa que otra. Mi misión es silenciar este asunto; compensar debidamente a las víctimas y enterrarlo para siempre. No seas tonto, amigo mío.
—No somos precisamente amigos.
—Cierto, pero estamos en el mismo barco.
—¿Tienes una lista de abogados?
—Sí, tengo otros dos nombres, ambos con un perfil muy similar al tuyo.
—En otras palabras, muertos de hambre.
—Sí, tú estás muerto de hambre. Pero también eres inteligente.
—Eso me han dicho. Y tengo una espalda muy ancha. ¿Los otros dos son de aquí, de la ciudad?
—Sí, pero no nos preocupemos por ellos. Hoy estamos a jueves. Necesito una respuesta el lunes al mediodía. De lo contrario, pasaré al siguiente.
—¿Se utilizó el Tarvan en alguna otra ciudad de Estados Unidos?
—No, sólo en el Distrito de Columbia.
—¿Y cuántas personas fueron tratadas con él?
—Unas cien.
Clay bebió un sorbo del agua helada que el camarero había depositado cerca de él.
—O sea, que hay unos cuantos asesinos sueltos por ahí…
—Es muy posible. Huelga decir que estamos esperando y vigilando con gran inquietud.
—¿No podéis impedir que actúen?
—¿Impedir los asesinatos callejeros en el Distrito de Columbia? Nadie podía prever que Tequila Watson saldría del Campamento y antes de dos horas mataría a una persona. Y tampoco podía preverse lo que hizo Washad Porter. El Tarvan no permite establecer quién estallará ni cuándo lo hará. Existen ciertas pruebas según las cuales después de diez días sin tomar el medicamento la persona vuelve a ser inofensiva. Pero todo son conjeturas.
—¿Eso significa que los asesinatos tendrían que terminar en cuestión de unos días?
—Contamos con ello. Y espero que logremos sobrevivir a este fin de semana.
—Tu cliente tendría que ir a la cárcel.
—Mi cliente es una empresa.
—Las empresas pueden ser consideradas penalmente responsables.
—Procuremos no discutir al respecto, si no te importa. No nos llevará a ninguna parte. Tenemos que centrarnos en ti y en si estás dispuesto a afrontar el reto o no.
—Estoy seguro de que tienes un plan.
—Sí, y muy detallado, por cierto.
—Muy bien, dejo mi trabajo actual, y después, ¿qué?
Pace apartó el zumo de limón a un lado y se inclinó hacia delante como si estuviera a punto de revelar lo mejor.
—Te montas tu propio bufete. Alquilas un despacho, lo amueblas como Dios manda, etcétera. Tienes que vender esta idea, Clay, y la única manera de hacerlo consiste en parecer y comportarse como un prestigioso penalista. Tus clientes en potencia serán conducidos a tu despacho. Hay que causarles muy buena impresión. Necesitarás empleados y otros abogados que trabajen para ti. Aquí la percepción lo es todo. Confía en mí. He sido abogado en otros tiempos. A los clientes les gustan los despachos bonitos. Le dirás a esta gente que puede conseguir acuerdos por valor de cuatro millones de dólares.
—Cuatro son muy pocos.
—Eso más tarde, si no te importa. Tienes que dar la impresión de ser un triunfador. Eso es lo que quiero decir.
—Comprendo lo que quieres decir. Me formé en un bufete jurídico muy importante.
—Lo sabemos. Es una de las cosas que nos gustan de ti.
—¿Qué tal están ahora los locales para oficinas?
—Hemos alquilado unos cuantos metros cuadrados en la avenida Connecticut. ¿Quieres verlos?
Abandonaron el Kramers por la entrada posterior y echaron a andar por la acera como si fueran dos viejos amigos que hubieran salido a dar un paseo.
—¿Todavía me estáis siguiendo? —preguntó Clay.
—¿Por qué?
—Pues no sé. Simple curiosidad. Es algo que no ocurre todos los días. Me gustaría saber si me pegarían un tiro en caso de que me echara atrás y huyera corriendo.
Pace soltó una risita por lo bajo.
—Es un poco absurdo, ¿no te parece?
—Una auténtica tontería.
—Mi cliente está muy nervioso, Clay.
—Y con razón.
—En estos momentos tienen en la ciudad docenas de personas vigilando, esperando, rezando para que no haya más asesinatos.
Y esperan que tú seas el que se encargue de ofrecer el acuerdo.
—¿Qué me dices de los problemas éticos?
—¿Cuál de ellos?
—Se me ocurren dos: conflicto de intereses y petición de venia.
—La venia es una estupidez. No hay más que ver los anuncios de las vallas publicitarias.
Se detuvieron al llegar a un cruce.
—En este momento represento al acusado —dijo Clay mientras esperaban—. ¿Cómo cruzo la calle y represento a la víctima?
—Haciéndolo, sencillamente. Hemos examinado los criterios éticos. Resulta un poco violento, pero no se comete ninguna incorrección. En cuanto abandones tu puesto en la ODO serás libre de abrir tu propio despacho y empezar a aceptar casos.
—Ésta es la parte más fácil. ¿Qué hago con Tequila Watson? Sé por qué cometió el asesinato. No puedo ocultarle este dato, ni a él ni a su siguiente abogado.
—El hecho de estar bebido o bajo los efectos de la droga no es un eximente en la comisión de un delito. Es culpable. Ramón Pumphrey está muerto. Olvídate de Tequila.
Habían reanudado la marcha.
—No me gusta esa respuesta —dijo Clay.
—Es la mejor que tengo. Si me dices que no y sigues representando a tu cliente, te será prácticamente imposible demostrar que éste tomó alguna vez un medicamento llamado Tarvan. Tú sabrás que sí, pero no podrás demostrarlo. Utilizando este argumento como justificación harás el ridículo.
—Tal vez no sea una justificación, pero podría ser una circunstancia atenuante.
—Sólo si consigues demostrarlo, Clay. Ya estamos.
Habían llegado a la avenida Connecticut y se encontraban delante de un alargado y moderno edificio con una entrada de tres pisos de bronce y cristal.
Clay levantó la vista.
—La zona de los alquileres más altos —dijo.
—Vamos. Estás en la cuarta planta, un despacho de esquina con una vista impresionante.
En el espacioso vestíbulo de mármol, un directorio facilitaba la lista del quién era quién en el sector jurídico del Distrito de Columbia.
—No es precisamente mi terreno —dijo Clay mientras leía los nombres de los bufetes.
—Pero puede serlo —puntualizó Max.
—¿Y si no quiero estar aquí?
—Eso depende de ti. Resulta que nosotros disponemos de un despacho. Te lo subarrendaremos a ti con un alquiler muy razonable.
—¿Cuándo lo alquilaste?
—No hagas demasiadas preguntas, Clay. Estamos en el mismo equipo.
—Todavía no.
En la zona de la cuarta planta destinada a Clay estaban pintando las paredes y colocando una alfombra. Una alfombra muy cara. Ambos permanecieron de pie junto a la ventana del espacioso y desierto despacho contemplando el tráfico de la avenida Connecticut. Había mil cosas que hacer para abrir un nuevo bufete, y a él sólo se le ocurrían cien. Tenía la impresión de que Max conocía todas las respuestas.
—¿En qué piensas? —preguntó Max.
—En estos momentos no puedo pensar mucho. Todo está muy confuso.
—No desperdicies esta oportunidad, Clay. Jamás se te volverá a presentar. Y el reloj sigue marcando el paso del tiempo.
—Es surrealista.
—Puedes conseguir el permiso legal para abrir el despacho on line; se tarda aproximadamente una hora. Elegir un banco y abrir cuentas. Los membretes y demás se pueden hacer en un santiamén. El despacho se puede tener listo y amueblado en pocos días. El miércoles que viene estarás sentado aquí, detrás de un soberbio escritorio, dirigiendo tu propio espectáculo.
—¿Cómo firmo contrato con los otros casos?
—Tus amigos Rodney y Paulette. Conocen la ciudad y a su gente. Contrátalos, triplícales el sueldo, asígnales unos bonitos despachos al fondo del pasillo. Podrán hablar con los familiares. Nosotros echaremos una mano.
—Has pensado en todo.
—Sí, absolutamente en todo. Manejo una máquina muy eficiente que funciona en modo de alerta máxima. Estamos trabajando las veinticuatro horas del día, Clay. Necesitamos a un hombre que explore el territorio.
Mientras bajaban, el ascensor se detuvo en el tercer piso. Entraron tres hombres y una mujer, todos elegantemente vestidos a la medida y con las uñas de las manos impecablemente cuidadas, sosteniendo unos abultados y costosos maletines de cuero, envueltos por el irremediable aire de importancia que suele rodear a los abogados de los grandes bufetes. Max estaba tan enfrascado en sus asuntos que ni siquiera reparó en ellos. Pero Clay estudió sus modales, su comedida manera de hablar, su seriedad, su arrogancia. Eran los grandes abogados, los abogados importantes que ni siquiera reconocían la existencia de alguien como él. Claro que con sus viejos pantalones caqui y sus gastados mocasines tampoco proyectaba demasiado la imagen de un miembro del Colegio de Abogados.
Pero todo aquello podía cambiar de la noche a la mañana, ¿verdad?
Se despidió de Max y fue a dar otro largo paseo, esta vez en la dirección aproximada de su despacho. Cuando finalmente llegó a éste, no encontró ninguna nota urgente sobre su escritorio. Al parecer, había muchos otros que tampoco habían asistido a la reunión. Nadie le preguntó dónde había estado. Nadie pareció haber notado su ausencia de aquella tarde.
De repente, su despacho le pareció mucho más pequeño y sucio, y el mobiliario se le antojó insoportablemente triste. Había un montón de expedientes sobre su escritorio, unos casos en los que no tenía ánimos para pensar. De todos modos, sus clientes eran, invariablemente, delincuentes.
Las normas de la ODO exigían notificar el abandono del puesto con treinta días de antelación. Pero esta regla no se cumplía, porque no había modo de obligar a cumplirla. La gente se iba constantemente casi sin previo aviso o con muy poca antelación. Glenda escribiría una carta amenazadora. Él le contestaría con una carta amabilísima y el asunto quedaría zanjado.
La mejor secretaria del despacho era la señorita Glick, una veterana que probablemente pegaría un brinco de alegría ante la posibilidad de duplicar su sueldo y dejar a su espalda la monotonía de la ODO. Clay ya había decidido que su despacho tendría un ambiente de trabajo muy agradable. Sueldos, bonificaciones, largas vacaciones y tal vez incluso participación en los beneficios.
Se pasó la última hora de su jornada laboral detrás de una puerta cerrada, planificando, robando empleados y examinando qué abogados y qué auxiliares jurídicos serían más apropiados.
Se reunió con Max Pace por tercera vez aquel día para cenar en el Old Ebbitt Grille de la calle Quince, a dos manzanas del Willard. Para su sorpresa, Max empezó con un martini que lo relajó considerablemente. La presión de la situación empezó a suavizarse bajo los efectos de la ginebra y Max se convirtió en una persona real. Había trabajado como abogado penalista en California antes de que un desdichado incidente acabara con su carrera allí. A través de varios contactos había encontrado un hueco en el mercado de los litigios como bombero. O mediador. Un agente muy bien pagado que se introducía subrepticiamente, limpiaba los desastres y volvía a retirarse sin dejar rastro. Mientras se tomaban los bistecs tras haberse bebido la primera botella de vino de Burdeos, Max le dijo a Clay que después del Tarvan le esperaba otra cosa.
—Algo mucho más importante —dijo, mirando alrededor como si temiera que hubiera algún espía escuchando en el restaurante.
—¿Qué? —preguntó Clay tras una larga espera.
Otra rápida mirada alrededor.
—Mi cliente tiene un competidor que ha sacado al mercado un producto muy malo. Nadie lo sabe todavía. Su medicamento es mejor que el nuestro. Pero mi cliente cuenta con pruebas fidedignas según las cuales el medicamento provoca tumores. Mi cliente ha estado esperando el momento más oportuno para atacar.
—¿Atacar?
—Sí, mediante una demanda presentada por un joven y agresivo abogado que está en posesión de las pruebas pertinentes.
—¿Me estás ofreciendo otro caso?
—Sí. Tú aceptas el trato del Tarvan, lo resuelves todo en treinta días y nosotros te entregamos un caso que valdrá millones.
—¿Más que el Tarvan?
—Mucho más.
Hasta aquel momento, Clay había conseguido tragarse la mitad de su filete sin apenas saborearlo. La otra mitad se quedaría intacta. Se le había pasado el hambre.
—¿Por qué yo? —preguntó, más dirigiéndose a sí mismo que a su nuevo amigo.
—Es la misma pregunta que se hacen los ganadores de un premio de la lotería, Clay. Llámalo la lotería del abogado. Tú has sido lo bastante sagaz para olfatear el rastro del Tarvan y, al mismo tiempo, nosotros estábamos buscando desesperadamente a un joven abogado en quien confiar. Nos hemos encontrado, Clay, y nos hallamos en ese breve momento en que tú tomas una decisión que cambiará el rumbo de tu vida. Si dices que sí, te convertirás en un abogado muy importante. Si dices que no, perderás en la lotería.
—Entiendo el mensaje. Necesito un poco de tiempo para pensar y aclararme las ideas.
—Dispones del fin de semana.
—Gracias. Mira, voy a hacer un viaje rápido, saldré por la mañana y regresaré el domingo por la noche. No creo que sea necesario que me sigas.
—¿Puedo preguntarte adónde?
—Abaco, en las Bahamas.
—¿A ver a tu padre?
Clay se sorprendió, pero no debería haberlo hecho.
—Sí —contestó.
—¿Con qué objeto?
—Eso no es asunto tuyo. Para pescar.
—Perdona, pero es que estamos muy nerviosos. Espero que lo comprendas.
—No del todo. Te indicaré mis vuelos para que no me sigas, ¿de acuerdo?
—Te doy mi palabra.