El apartamento de Clay estaba situado en un vetusto complejo residencial de Arlington. Cuando lo había alquilado cuatro años atrás, jamás había oído hablar del BVH Group. Más tarde averiguaría que la empresa había construido el complejo a principios de los ochenta en una de las primeras actividades empresariales de Bennett. La firma se declaró en quiebra, el complejo se compró y vendió varias veces y ninguna de las cuotas de alquiler de Clay había ido a parar al señor Van Horn. De hecho, ningún miembro de aquella familia sabía que Clay vivía en algo que ellos habían construido. Ni siquiera Rebecca.
Compartía una vivienda de dos dormitorios con Jonah, un antiguo compañero de la facultad de Derecho que había suspendido cuatro veces el examen de ingreso en el colegio de abogados antes de conseguir aprobarlo y que ahora se dedicaba a la venta de ordenadores. Trabajaba a tiempo parcial y, aun así, ganaba más dinero que Clay, una circunstancia que siempre estaba veladamente presente en las relaciones entre ambos.
A la mañana siguiente de la separación, Clay recogió el Post que habían dejado delante de su puerta y se sentó a la mesa de la cocina para tomarse la primera taza de café. Como siempre, se fue directamente a las páginas económicas para echar un rápido vistazo a la triste situación del BVHG. Las acciones apenas se negociaban y los pocos incautos inversores que todavía las conservaban estaban ahora dispuestos a desprenderse de ellas por sólo 0,75 dólares la acción.
¿Quién era allí el perdedor?
No se decía ni una sola palabra de las trascendentales vistas del subcomité de Rebecca.
Cuando terminó con su pequeña caza de brujas, pasó a la página de deportes y se dijo a sí mismo que ya era hora de olvidarse de los Van Horn. De todos ellos.
A las siete y veinte, una hora en la que solía estar comiendo un cuenco de cereales, sonó el teléfono. Sonrió, pensando que era ella. Ya volvía.
Nadie más habría llamado tan temprano. Nadie excepto el novio o el marido de quienquiera que fuese la señora que estuviera arriba durmiendo la resaca con Jonah. Clay había atendido varias llamadas semejantes a lo largo de los años. Jonah adoraba a las mujeres, sobre todo a las que ya estaban comprometidas con otro. Constituían un reto más interesante, decía.
Pero no era Rebecca, ni ningún novio o marido.
—¿El señor Clay Carter? —dijo una desconocida voz masculina.
—Soy yo.
—Señor Carter, soy Max Pace. Me dedico a reclutar abogados para bufetes jurídicos de Washington y Nueva York. Su nombre nos ha llamado la atención y tengo dos puestos muy atractivos que quizá le interesen. ¿Sería posible que almorzáramos juntos este mediodía?
Clay se quedó sin habla. Más tarde, en la ducha, recordaría que la idea de un suculento almuerzo había sido curiosamente lo primero que se le había pasado por la cabeza.
—Sí, claro —consiguió responder.
Los cazatalentos formaban parte del negocio jurídico, tal como ocurría con cualquier otra profesión. Pero raras veces perdían el tiempo pulsando el timbre de la Oficina de la Defensa de Oficio.
—Muy bien. ¿Le parece que nos reunamos en el vestíbulo del hotel Willard hacia las doce?
—Las doce me parece muy bien —contestó Clay, clavando la mirada en un montón de platos sucios que había en el fregadero. Sí, aquello estaba ocurriendo de verdad. No era un sueño.
—Gracias —dijo Max Pace—. Lo veré después. Le prometo, señor Carter, que el tiempo que me dedique merecerá la pena.
—Por supuesto.
Max Pace se apresuró a colgar y, por un instante, Clay se quedó con el auricular en la mano contemplando los platos sucios preguntándose qué compañero suyo de la facultad de Derecho estaría detrás de aquella broma pesada. ¿O acaso sería obra de Bennett el Bulldozer, que quería tomarse una última venganza?
No tenía ningún teléfono de Max Pace. Ni siquiera se le había ocurrido preguntar el nombre de su empresa.
Y no tenía ningún traje limpio. Tenía dos, ambos de color gris, uno de tejido grueso y otro ligero, ambos muy viejos y muy gastados. Su vestuario para los juicios. Por suerte, en la ODO no existía un código de vestimenta especial, por lo que él solía llevar unos pantalones caqui y una chaqueta azul marino. Cuando iba a los juzgados solía ponerse una corbata, que se quitaba nada más regresar al despacho.
Mientras se duchaba, llegó a la conclusión de que su atuendo no tenía importancia. Max Pace sabía dónde trabajaba y debía de tener una idea aproximada de lo poco que ganaba. Si se presentaba a la entrevista con unos viejos pantalones caqui, podría pedir más dinero.
Atrapado entre el tráfico del puente Arlington Memorial, pensó que quizás había sido su padre. El viejo había sido desterrado del Distrito de Columbia, pero todavía conservaba algunos contactos. Seguramente había pulsado la tecla adecuada, había pedido un último favor y le había encontrado a su hijo un trabajo como Dios manda. Cuando su carrera jurídica de alto nivel acabó en un prolongado y espectacular fracaso, Jarrett Carter empezó a empujar a su hijo hacia la Oficina de la Defensa de Oficio. Ahora aquel aprendizaje había terminado. Tras haberse pasado cinco años en las trincheras, había llegado la hora de ocupar un puesto de verdad.
¿Qué clase de bufetes estarían interesados en contratarlo? El misterio lo intrigaba. Su padre aborrecía los grandes bufetes mercantiles de los grupos de presión que se congregaban a lo largo de las avenidas Connecticut y Massachusetts. Y no le interesaban los despachos de tres al cuarto que se anunciaban en los autobuses y en las vallas publicitarias y obstruían el sistema con casos frívolos. El viejo bufete de Jarrett Carter contaba con diez abogados, diez fieras de las salas de justicia que ganaban pleitos y estaban muy solicitados.
—Allá voy —murmuró Clay para sí mientras contemplaba el río Potomac, que fluía debajo de él.
Tras soportar la mañana más infructuosa de su carrera, Clay salió a las once y media y subió a su automóvil para dirigirse sin prisas al hotel Willard, conocido ahora oficialmente como Willard Inter-Continental. En el vestíbulo fue inmediatamente abordado por un joven musculoso cuyo aspecto le resultaba vagamente familiar.
—El señor Pace está arriba —le explicó—. Le gustaría reunirse allí con usted, si le parece bien.
Se encaminaron hacia los ascensores.
—Por supuesto —dijo Clay.
No sabía muy bien cómo era posible que lo hubieran reconocido tan fácilmente.
Ambos hicieron caso omiso el uno al otro mientras subían. Bajaron en el noveno piso y el acompañante de Clay llamó con los nudillos a la puerta de la suite Theodore Roosevelt. La puerta se abrió de inmediato y Max Pace saludó con una sonrisa profesional. Tenía unos cuarenta y tantos años, una cabellera negra y ondulada y un bigote tan negro como todo lo demás. Vestía tejanos negros, camiseta negra y unas negras y puntiagudas botas de diseño. Hollywood en el Willard. No era exactamente el aspecto profesional que Clay esperaba. Mientras ambos se estrechaban la mano, éste experimentó por primera vez la sensación de que las cosas no eran lo que parecían.
Con una rápida mirada, el hombre despidió al guardaespaldas.
—Gracias por venir —dijo Max mientras ambos cruzaban un salón ovalado lleno de mármoles.
—Faltaría más. —Clay estaba asimilando la suite; lujosos cueros y tejidos, con habitaciones que se irradiaban en todas direcciones—. Bonito lugar.
—Es mío durante unos cuantos días más. He pensado que podríamos comer aquí, pedir algo al servicio de habitaciones para hablar con más intimidad.
—Me parece muy bien.
Se le ocurrió una pregunta, la primera de otras muchas. ¿Para qué habría alquilado un cazatalentos de Washington una suite de hotel tan tremendamente cara? ¿Por qué no tenía un despacho cerca de allí? ¿De veras necesitaba un guardaespaldas?
—¿Le apetece comer algo en particular?
—No soy difícil.
—Preparan unos capellini con salmón estupendos. Ayer los probé. Son exquisitos.
—Los probaré.
En aquel momento Clay hubiera probado cualquier cosa; estaba muerto de hambre.
Max se acercó al teléfono mientras Clay admiraba la vista de la avenida Pennsylvania. Tras pedir el almuerzo, ambos se sentaron cerca de la ventana e hicieron unos rápidos comentarios sobre el tiempo, la reciente mala racha de los Orioles y la desastrosa situación económica. Pace tenía mucha labia y parecía sentirse a gusto hablando de cualquier cosa durante todo el tiempo que Clay quisiera. Practicaba el levantamiento de pesas muy en serio y quería que la gente se diera cuenta. La camiseta se le pegaba al pecho y a los brazos y gustaba de atusarse el bigote. Cada vez que lo hacía, sus bíceps se contraían e hinchaban.
Quizá fuese un doble de cine especialista en escenas peligrosas, pero no un cazatalentos de primera división.
Cuando ya llevaban diez minutos charlando, Clay preguntó:
—¿Por qué no me habla un poco de esos dos bufetes?
—No existen —contestó Max—. Confieso que le he mentido. Y le prometo que será la única vez que le mienta.
—O sea que no es un cazatalentos, ¿verdad?
—No.
—Pues entonces, ¿qué es?
—Un bombero.
—Gracias, eso lo aclara todo.
—Déjeme hablar un momento. Tengo que darle algunas explicaciones. Cuando termine, le prometo que se alegrará.
—Le aconsejo que hable rápido, Max, de lo contrario, me largo.
—Tranquilícese, señor Carter. ¿Puedo llamarlo Clay?
—Todavía no.
—Muy bien. Soy un agente, un contratista, trabajo por mi cuenta y tengo una especialidad. Me contratan las grandes empresas como apagafuegos. Se meten en líos, se dan cuenta de sus errores antes que los abogados y me contratan para que entre discretamente en escena, arregle los estropicios y les ahorre, de ser posible, un montón de dinero. Mis servicios están muy solicitados. Puede que me llame Max Pace o que mi nombre sea otro, eso no importa.
Quién soy y de dónde vengo son cuestiones irrelevantes. Lo importante aquí es que una gran empresa me ha contratado para que apague un fuego. ¿Alguna pregunta?
—Son muchas para poder formularlas todas ahora mismo.
—Espere un momento. Ahora no puedo revelarle el nombre de mi cliente y tal vez jamás lo haga. Si llegamos a un acuerdo, entonces estaré en situación de decirle muchas más cosas. Ésta es la historia: mi cliente es una empresa farmacéutica multinacional. Reconocerá el nombre. Fabrica una variada serie de productos, desde conocidos remedios que ahora mismo se guardan en los botiquines de las casas hasta complicados fármacos contra el cáncer y la obesidad. Una antigua y consolidada empresa de valor seguro e intachable reputación. Hace un par de años, descubrió una sustancia que quizá pudiera curar la adicción a los estupefacientes basados en el opio y la cocaína. Mucho más avanzada que la metadona que, aunque ayuda a muchos adictos, es en sí misma una sustancia adictiva de la que se abusa ampliamente. Vamos a llamar Tarvan a esta sustancia prodigiosa…, pues ése fue su apodo durante un tiempo. Se descubrió por error y se empezó a utilizar rápidamente en todos los animales de laboratorio disponibles. Los resultados fueron sensacionales, pero el caso es que resulta muy difícil reproducir la adicción al crack en un montón de ratones.
—Se necesitan seres humanos —dijo Clay.
Pace se acarició el bigote mientras su bíceps se hinchaba.
—Sí. Las posibilidades del Tarvan eran tan enormes que los grandes jefes se pasaban las noches sin dormir. Imagínese, tomar una pastilla diaria durante noventa días y quedar desintoxicado. La adicción a la droga desaparece. Uno se libra de la cocaína, la heroína, el crack…, así, sin más. Una vez desintoxicado, toma Tarvan en días alternos y se cura para toda la vida. Casi un remedio instantáneo para millones de adictos. Piense en los beneficios… Podrían cobrar lo que les diera la gana por el fármaco porque alguien, en algún lugar, siempre estaría gustosamente dispuesto a pagarlo. Imagine las vidas que se podrían salvar, los delitos que se dejarían de cometer, la unión de las familias, los miles de millones que se dejarían de gastar tratando de rehabilitar a los drogadictos. Cuanto más pensaban los grandes jefes en lo estupendo que podría ser el Tarvan, tanto más interés tenían en sacarlo al mercado. Pero, tal como usted dice, necesitan probarlo en seres humanos.
Una pausa, un sorbo de café. La buena forma física hizo temblar la camiseta. Max siguió adelante.
—Y entonces empezaron a cometer errores. Eligieron tres lugares (Ciudad de México, Singapur, Belgrado) situados muy lejos de la jurisdicción de la DEA. Bajo la tapadera de una vaga organización humanitaria internacional, construyeron clínicas de desintoxicación, unos centros francamente bonitos en los que los adictos podían estar completamente controlados. Eligieron a los peores yonquis que pudieron encontrar, los desintoxicaron y empezaron a utilizar Tarvan sin que los adictos lo supieran. En realidad, les daba igual…, pues todo era gratis.
—Laboratorios humanos —dijo Clay.
La historia hasta ese momento resultaba fascinante, y Max, el bombero, tenía un don especial como narrador.
—Simples laboratorios humanos —admitió—. Muy lejos del sistema estadounidense de indemnizaciones por daños. Y de la prensa estadounidense. Y de las normas y disposiciones estadounidenses. Era un plan brillante. Y la sustancia obraba milagros. A los treinta días, acababa con la adicción. Después de sesenta días, los drogadictos parecían encantados de haberse desintoxicado, y a los noventa días ya no temían regresar a las calles. Todo estaba controlado…, la dieta, el ejercicio, la terapia, e incluso las conversaciones. Mi cliente tenía por lo menos un empleado por paciente, y cada una de estas clínicas disponía de cien camas. A los tres meses se dejaba en libertad a los pacientes con la condición de que regresaran a la clínica en días alternos para tomar el Tarvan. El noventa por ciento siguió tomando la sustancia y no volvió a engancharse. ¡El noventa por ciento nada menos! Sólo un dos por ciento volvió a caer en la drogadicción.
—¿Y el otro ocho por ciento?
—Se convertiría en un problema, pero mi cliente ignoraba cuál sería su gravedad. Sea como fuere, siguieron con las camas ocupadas, y a lo largo de dieciocho meses unos mil adictos fueron tratados con Tarvan. Los resultados eran espectaculares. Mi cliente ya estaba empezando a olfatear miles de millones de beneficios. Y no existía competencia. No había ningún otro laboratorio que estuviera dedicándose seriamente a la busca de una sustancia antiadictiva. Casi todos los laboratorios farmacéuticos habían tirado la toalla años atrás.
—¿Y el segundo error?
Max hizo una pausa de un segundo antes de contestar:
—Hubo muchos.
Sonó un timbre y llegó el almuerzo. Entró un camarero con un carrito y se pasó cinco minutos poniendo la mesa. Clay permaneció de pie delante de la ventana, contemplando la parte superior del monumento a Washington, pero estaba demasiado sumido en sus pensamientos para ver algo. Max le dio una propina al camarero y éste abandonó finalmente la estancia.
—¿Tiene apetito? —preguntó Max.
—No. Prefiero que siga. —Clay se quitó la chaqueta y se sentó en el sillón—. Creo que está usted llegando a la parte más interesante.
—Bueno, eso depende de cómo se mire. El siguiente error fue trasladar el espectáculo aquí. Fue donde las cosas empezaron a ponerse auténticamente feas. Tras una búsqueda cuidadosa, mi cliente había elegido un lugar para los caucásicos, otro para los hispanos y otro para los asiáticos. Se necesitaban algunos africanos.
—Los hay a montones en el Distrito de Columbia.
—Eso pensó mi cliente.
—Está usted mintiendo, ¿verdad? Dígame que miente.
—Le mentí una vez, señor Carter, y le prometí que no volvería a hacerlo.
Clay se levantó muy despacio y rodeó el sillón para acercarse nuevamente a la ventana. Max lo estudió detenidamente. El almuerzo se estaba enfriando, pero a ninguno de los dos parecía importarle. El tiempo se había detenido.
Clay se volvió y preguntó:
—¿Tequila?
—Sí —contestó Max, asintiendo con la cabeza.
—¿Y Washad Porter?
—Sí.
Transcurrió un minuto. Clay cruzó los brazos y se apoyó contra la pared de cara a Max, que estaba atusándose el bigote.
—Prosiga —pidió.
—En aproximadamente el ocho por ciento de los pacientes algo falló —dijo Max—. Mi cliente no tiene idea de qué o cómo ocurrió, ni de quién puede estar en peligro, pero el caso es que el Tarvan los induce a matar. Así de sencillo. Al cabo de unos cien días algo se agita en algún lugar del cerebro y experimentan un irresistible impulso de hacer daño y derramar sangre. Es indiferente que tengan o no antecedentes de violencia. La edad, la raza, el sexo, nada distingue a los asesinos.
—¿Eso significa que hay ochenta personas muertas?
—Por lo menos. Pero no es fácil obtener información en los barrios pobres de Ciudad de México.
—¿Y cuántas aquí, en el Distrito de Columbia?
Max se agitó por primera vez en su asiento y eludió la pregunta.
—Le contestaré dentro de unos minutos. Déjeme terminar la historia. ¿Quiere hacer el favor de sentarse, si no le importa? No me gusta tener que levantar la mirada cuando hablo.
Clay se sentó, accediendo a la petición.
—El siguiente error fue intentar salvar el obstáculo de la FDA.
—Claro.
—Mi cliente tiene muchos amigos importantes en esta ciudad. Es un veterano profesional en la compra de políticos por medio del PAC, el Comité de Acción Política, y en contratar a sus mujeres y parejas y a antiguos colaboradores, las habituales mierdas que se suelen hacer aquí con el dinero. Se llegó a un acuerdo en el que estaban incluidos peces gordos de la Casa Blanca, el Departamento de Estado, la DEA, el FBI y otras dos agencias, ninguna de las cuales puso nada por escrito. No hubo entrega de dinero ni sobornos. Mi cliente fue muy hábil en convencer a las suficientes personas de que el Tarvan podría salvar al mundo siempre y cuando se siguiera investigando en un laboratorio más. Puesto que la FDA tardaría de dos a tres años en autorizar el medicamento, y puesto que, de todos modos, dicho organismo cuenta con muy pocos amigos en la Casa Blanca, el acuerdo se cerró. Estos importantes personajes, cuyos nombres se han perdido ahora para siempre, encontraron el medio de introducir clandestinamente el Tarvan en un reducido y selecto número de clínicas de rehabilitación del Distrito de Columbia subvencionadas con fondos federales. Si daba resultado en ellas, la Casa Blanca y los peces gordos ejercerían una implacable presión sobre la FDA para que ésta diera rápidamente el visto bueno.
—Cuando se concertó este acuerdo, ¿conocía su cliente los datos relativos al ocho por ciento?
—No lo sé. Mi cliente no me lo ha dicho todo y jamás lo hará. Y yo tampoco hago demasiadas preguntas. Mi trabajo consiste en otra cosa. Sin embargo, sospecho que mi cliente ignoraba lo del ocho por ciento. De otro modo, habría sido demasiado arriesgado hacer experimentos aquí. Todo ha ocurrido muy rápido, señor Carter.
—Ahora ya puede llamarme Clay.
—Gracias, Clay.
—De nada.
—He dicho que no se pagaron sobornos. Repito que eso es lo que me dijo mi cliente. Pero seamos realistas: la estimación inicial de los beneficios del Tarvan correspondientes a los próximos diez años fue de treinta mil millones de dólares. Hablo de beneficios, no de ventas. La estimación inicial de los dólares en impuestos ahorrados gracias al Tarvan fue de unos cien mil millones en el mismo período. Es evidente que cierta cantidad de dinero cambiaría de manos a lo largo de todo el proceso.
—Pero ¿todo eso ya es historia pasada?
—Pues sí. El medicamento se retiró hace seis días. Aquellas maravillosas clínicas de la Ciudad de México, Singapur y Belgrado cerraron al amparo de la noche y todos aquellos amables asesores se esfumaron como fantasmas. Todos los experimentos se han olvidado. Todos los papeles se han triturado. Mi cliente jamás ha oído hablar del Tarvan. Y desearíamos que todo siguiera así.
—Tengo la sensación de que aquí es donde yo entro en escena.
—Sólo si tú quieres. Si lo rechazas, estoy dispuesto a contactar con otro abogado.
—¿Rechazar el qué?
—El trato, Clay, el trato. Hasta ahora, ha habido en el Distrito de Columbia cinco personas asesinadas por adictos sometidos a tratamiento con Tarvan. Un pobre hombre está en coma, y lo más probable es que no se salve. Me refiero a la primera víctima de Washad Porter. Eso suma un total de seis. Sabemos quiénes son, cómo murieron, quién los mató, todo. Queremos que representes a sus familias. Tú las convences de que te contraten, nosotros pagamos el dinero, todo se arregla rápidamente y con la mayor discreción, sin juicios ni publicidad y sin que quede la menor huella en ningún sitio.
—¿Y por qué razón van a contratarme?
—Porque no tienen ni idea de que pueden presentar una demanda. Que ellos sepan, sus seres queridos fueron víctimas de un acto fortuito de violencia callejera. Es lo que suele ocurrir aquí. Un cabrón de la calle mata a tu hijo, tú lo entierras, el cabrón es detenido, se celebra el juicio y tú abrigas la esperanza de que el asesino se pase el resto de su vida en la cárcel. Pero jamás se te ocurre presentar una querella. ¿Vas a demandar a un cabrón? Ni siquiera el abogado más hambriento aceptaría el caso. A ti, en cambio, te contratarán porque irás a verlos, les explicarás que tienen derecho a presentar una demanda y les dirás que puedes conseguirles cuatro millones de dólares mediante un rápido acuerdo muy confidencial.
—Cuatro millones de dólares —repitió Clay, sin saber si era demasiado o demasiado poco.
—Es el riesgo que corremos, Clay. En caso de que algún abogado descubra el Tarvan (y, si he de serte sincero, tú eres el primero que ha olfateado el rastro), podría haber un juicio. Supongamos que este abogado es un as y consigue reunir un jurado enteramente de raza negra, aquí en el Distrito de Columbia.
—Eso es fácil.
—Por supuesto que es fácil. Y supongamos que este abogado consigue reunir las pruebas apropiadas. Tal vez algunos documentos que no se trituraron. O más probablemente alguien que trabaja para mi cliente y se va de la lengua. Y el juicio resulta favorable para la familia del difunto. El veredicto podría ser devastador. Y peor todavía, por lo menos para mi cliente, la publicidad negativa sería desastrosa. El valor de las acciones caería en picado. Imagínate lo peor, Clay, invéntate tu propia pesadilla, y créeme si te digo que estos tipos también la ven. Hicieron una cosa muy mala. Lo saben y quieren corregirla. Pero también quieren limitar los daños que puedan sufrir.
—Cuatro millones son una ganga.
—Sí y no. Pensemos en Ramón Pumphrey. Veintidós años, trabajo a tiempo parcial, seis mil dólares anuales de ingresos. Con una esperanza de vida normal de cincuenta y tres años más, y suponiendo unos ingresos anuales del doble del salario mínimo, el valor económico de su vida, calculado en dólares actuales, es de aproximadamente medio millón de dólares. Eso es lo que vale.
—Sería fácil exigir una indemnización por daños y perjuicios.
—Depende. Los hechos serían muy difíciles de demostrar, Clay, porque no hay documentos. Las fichas que tú te llevaste ayer no revelarán nada. Los asesores del Campamento y de Calles Limpias no tienen ni idea de la clase de fármaco que estaban administrando. La FDA jamás ha oído hablar del Tarvan. Mi cliente se gastaría mil millones de dólares en abogados y expertos y en quienquiera que hiciera falta para protegerse. ¡El litigio sería una guerra, porque mi cliente es muy culpable!
—Seis por cuatro son veinticuatro millones de dólares.
—Añádeles diez para el abogado.
—¿Diez millones?
—Sí, ése es el trato, Clay. Diez millones para ti.
—Bromeas.
—Hablo completamente en serio. Treinta y cuatro en total. Y puedo extender los cheques ahora mismo.
—Necesito salir a dar un paseo.
—¿Y el almuerzo?
—No, gracias.