Clay recordaba haber llamado o intentado llamar a Bennett el Bulldozer sólo una vez en los últimos cuatro años. El intento había sido catastrófico, pues le había resultado imposible atravesar las capas de importancia que rodeaban al gran hombre. El señor BVH quería que la gente pensara que se pasaba el rato «trabajando», lo cual consistía en permanecer en las obras entre las excavadoras para dirigir las operaciones y aspirar de cerca las ilimitadas posibilidades del norte de Virginia. En su casa había fotografías suyas de gran tamaño «trabajando», con su casco a la medida adornado con sus iniciales, señalando aquí y allá mientras los obreros nivelaban el terreno y construían nuevas galerías y centros comerciales. Decía que estaba demasiado ocupado para dar importancia a los rumores intrascendentes y aseguraba odiar los teléfonos, aunque siempre tenía a mano un buen surtido de ellos para atender sus negocios.
Pero lo cierto era que Bennett jugaba mucho al golf, y muy mal, por cierto, según el padre de uno de los compañeros de estudios de Clay en la facultad de Derecho. A Rebecca se le había escapado decir más de una vez que su padre jugaba por lo menos cuatro veces a la semana en el Potomac y que su sueño secreto era ganar el campeonato del club.
El señor Van Horn era un hombre de acción y no tenía paciencia para permanecer sentado detrás de un escritorio. Pasaba muy poco tiempo allí, decía. El pit bull que contestaba Grupo «BVH Group» accedió a regañadientes a pasar la llamada de Clay a otra secretaria de una sección más interna de la empresa. «Desarrollo», dijo la segunda chica en tono desabrido, como si la empresa tuviera ilimitados departamentos. Transcurrieron por lo menos cinco minutos antes de que la secretaria personal de Bennett se pusiera al teléfono.
—No está en su despacho —dijo.
—¿Cómo puedo ponerme en contacto con él? —preguntó Clay.
—Está trabajando.
—Sí, ya me lo imaginaba, pero ¿cómo puedo ponerme en contacto con él?
—Deje un número y yo lo añadiré a los restantes mensajes —respondió la chica.
—Ah, muchas gracias —dijo Clay, y procedió a dejar el número de su despacho.
Treinta minutos después, Bennett le devolvió la llamada. Parecía que estuviera en el interior de alguna estancia, tal vez en el Salón de Caballeros del club de campo Potomac, con un whisky doble en la mano y un enorme puro entre los dedos, en plena partida de gin rummy con los chicos.
—Clay, pero ¿cómo estás, hombre? —exclamó, como si ambos llevaran meses sin verse.
—Muy bien, señor Van Horn, ¿y usted?
—Estupendamente. Me encantó la cena de anoche.
Clay no oyó en segundo plano ni rugido de motores diesel ni estruendo de explosiones controladas.
—Pues sí, fue realmente agradable —mintió Clay.
—¿En qué puedo ayudarte, hijo?
—Bueno, quiero que comprenda que le agradezco de todo corazón sus esfuerzos por conseguirme ese puesto en Richmond. No lo esperaba, y fue usted muy amable, interviniendo en mi favor. —Clay tragó saliva y añadió—: Pero, la verdad, señor Van Horn, no me veo trasladándome a Richmond en un futuro inmediato. Yo siempre he vivido en el Distrito de Columbia, y ésta es mi casa.
Clay tenía muchos motivos para rechazar la oferta. El deseo de permanecer en el Distrito de Columbia ocupaba un lugar intermedio en la lista. El motivo más poderoso era el de evitar que Bennett Van Horn organizara su vida y tener que estar en deuda con él.
—No hablarás en serio —dijo Van Horn.
—Pues sí, hablo muy en serio. Gracias, pero no.
Lo que menos quería Clay era aguantar las estupideces de aquel memo. Le encantaba el teléfono en aquellos momentos; era un igualador maravilloso.
—Cometes un grave error, hijo —dijo Van Horn—. No ves la magnitud de lo que se te ofrece, ¿verdad?
—Es probable que no. Pero no estoy muy seguro de que usted la vea.
—Eres muy orgulloso, Clay, y eso me gusta. Pero también eres un poco novato. Tienes que comprender que la vida es un juego de favores, y cuando alguien trata de ayudarte debes aceptar el favor. Puede que algún día tengas la oportunidad de devolverlo. Y aquí cometes un error, Clay, un error que me temo tenga graves consecuencias.
—¿Qué clase de consecuencias?
—Se trata de algo que podría afectar muy seriamente tu futuro.
—Pues es mi futuro, no el suyo. Yo elegiré mi siguiente trabajo, y después el siguiente. En estos momentos me encuentro a gusto donde estoy.
—¿Cómo puedes ser feliz defendiendo todo el día a delincuentes? Es que no lo entiendo.
No era la primera vez que mantenían aquella conversación y, si ésta siguiera el rumbo habitual, las cosas se deteriorarían rápidamente.
—Creo que me ha formulado usted esta pregunta otras veces. No entremos en este tema.
—Estamos hablando de un impresionante aumento de sueldo, Clay. Más dinero, mejor trabajo, te pasarás el rato entre gente importante, no con un atajo de asquerosos tipejos de la calle. ¡Despierta, muchacho!
Se oyeron unas voces en segundo plano. Dondequiera que se hallase, Bennett estaba interpretando su papel delante de un público.
Clay apretó los dientes y dejó correr lo de «muchacho».
—No voy a discutir, señor Van Horn. Le he llamado para decir que no.
—Será mejor que reconsideres tu decisión.
—Ya la he reconsiderado. Muchas gracias, pero no.
—Eres un perdedor, Clay, y lo sabes muy bien. Yo lo sé desde hace tiempo, y esto viene a confirmármelo. Estás rechazando un puesto prometedor sólo para seguir en la rutina de siempre y trabajar a cambio de un sueldo miserable. No tienes ambición ni agallas ni visión de futuro.
—Anoche era muy trabajador…, tenía una espalda muy ancha y mucho talento y era listísimo.
—Retiro lo dicho. Eres un perdedor.
—Y estaba muy bien preparado, e incluso era guapo.
—Mentía. Eres un perdedor.
Clay colgó primero. Depositó violentamente el auricular en la horquilla con una sonrisa en los labios, orgulloso de haber irritado hasta tal extremo al gran Bennett Van Horn. No había cedido terreno y había transmitido el claro mensaje de que no se dejaría manejar por aquella gente.
Ya hablaría más tarde con Rebecca y no sería agradable.
La tercera y última visita de Clay al Campamento fue más espectacular que las dos primeras. Con Jermaine sentado en el asiento del acompañante y Rodney en el de atrás, Clay siguió un coche patrulla del Distrito de Columbia y volvió a aparcar directamente delante del edificio. Dos agentes, ambos jóvenes y de raza negra, y hartos de su trabajo en la tarea de los requerimientos, consiguieron que les franquearan la entrada. En cuestión de minutos se encontraron metidos de lleno en un enfrentamiento con Talmadge X, Noland y otro asesor, un exaltado sujeto llamado Samuel.
En parte por ser el único blanco del grupo, pero sobre todo por ser el abogado que había obtenido el requerimiento, los tres asesores centraron su cólera en Clay. A éste le dio enteramente igual. Jamás volvería a ver a aquella gente.
—¡Usted ya examinó el expediente! —le gritó Noland.
—Examiné el expediente que ustedes quisieron que examinara. —Puntualizó Clay—. Ahora quiero el resto.
—Pero ¿de qué está usted hablando? —preguntó Talmadge X.
—Quiero todo lo que hay aquí bajo el nombre de Tequila.
—No puede hacer eso.
Clay se volvió hacia el agente que llevaba los papeles y le dijo:
—¿Quiere tener la bondad de leer el requerimiento?
El agente lo sostuvo en alto para que todo el mundo lo viera y leyó:
—«Todas las fichas relacionadas con el ingreso, la evaluación médica, el tratamiento médico, la reducción de la sustancia, la asesoría sobre la adicción a la sustancia, la rehabilitación y el alta de Tequila Watson. Por orden del excelentísimo F. Floyd Sackman, juez del Departamento Penal del Tribunal Superior del Distrito de Columbia».
—¿Cuándo lo ha firmado? —preguntó Samuel.
—Hace unas tres horas.
—Se lo hemos enseñado todo —le dijo Noland a Clay.
—Lo dudo. Cuando un expediente ha sufrido alguna modificación, yo me doy cuenta.
—Demasiado pulcro y ordenado —intervino Jermaine, echando finalmente una mano.
—No vamos a pelearnos —terció el más corpulento de los agentes, dando a entender sin el menor asomo de duda que le encantaría una buena pelea—. ¿Por dónde empezamos?
—Las evaluaciones médicas son confidenciales —dijo Samuel—. Creo que éste es el privilegio de la relación entre médico y paciente.
Era un argumento excelente, pero un poco fuera de lugar.
—Las fichas del médico son confidenciales —explicó Clay—, pero no las del paciente. Tengo una autorización y una renuncia firmada por Tequila Watson en la que se me autoriza a ver todas sus fichas, incluidas las de carácter médico.
Empezaron en una habitación sin ventanas en cuyas paredes se alineaba toda una serie de desparejados archivadores. A los pocos minutos, Talmadge X y Samuel se marcharon y la tensión empezó a ceder. Los agentes acercaron unas sillas y aceptaron el café que les ofreció la recepcionista, quien no se lo había ofrecido a los representantes de la Oficina de la Defensa de Oficio.
Se pasaron una hora escarbando, pero no descubrieron nada útil. Clay y Jermaine encomendaron a Rodney la tarea de seguir investigando. Tenían que reunirse con otros agentes de la policía.
El operativo en Calles Limpias fue muy similar. Los dos abogados entraron en el despacho de la parte anterior del edificio, seguidos de dos agentes. La directora tuvo que interrumpir una reunión. Mientras leía el requerimiento, ésta comentó por lo bajo que conocía al juez Sackman y que ya hablaría con él más tarde. Estaba furiosa, pero el documento era muy claro. El lenguaje era el mismo que el del anterior: todas las fichas y los papeles relacionados con Washad Porter.
—Eso no era necesario —le dijo a Clay—. Siempre colaboramos con los abogados.
—No es lo que yo tengo entendido —apuntó Jermaine.
En efecto, Calles Limpias tenía fama de oponerse a todas las peticiones de la ODO, por inocentes que fueran.
Cuando terminó de leer el requerimiento por segunda vez, uno de los agentes le dijo:
—No vamos a pasarnos todo el día esperando.
Los acompañó a un espacioso despacho y mandó llamar a un auxiliar, que empezó a sacar las fichas.
—¿Cuándo nos las devolverán? —preguntó la directora.
—Cuando terminemos con ellas —contestó Jermaine.
—¿Y quién las custodiará?
—La Oficina de la Defensa de Oficio, bajo llave.
El idilio había empezado en Abes Place. Rebecca estaba en un reservado con dos amigas cuando pasó Clay de camino hacia el servicio de caballeros. Sus miradas se cruzaron y él se detuvo un instante sin saber muy bien qué hacer. Las amigas no tardaron en desaparecer. Clay se libró de sus compañeros de copas. Ambos permanecieron sentados dos horas junto a la barra, charlando por los codos. La primera cita fue a la noche siguiente. Antes de que finalizara la semana, ya habían hecho el amor. Ella se pasó dos meses ocultando ante sus padres la existencia de Clay.
Al cabo de cuatro años, la situación se encontraba en punto muerto y ella estaba siendo presionada para que lo dejara. Les pareció apropiado terminar las cosas en Abes Place.
Clay fue el primero en llegar y permaneció de pie junto a la barra en medio de un numeroso grupo de funcionarios del Gobierno que hablaban rápidamente en voz alta y todos a la vez acerca de los trascendentales asuntos cuyo estudio tantas horas les había llevado. Le encantaba el Distrito de Columbia, pero también lo odiaba. Le gustaba su historia, su energía y su importancia, y despreciaba a todos los paniaguados que se perseguían entre sí en su afán por establecer cuál de ellos era más importante. Lo más parecido a una discusión era un apasionado debate acerca de las leyes sobre el tratamiento de las aguas residuales en Central Plains.
Abes Place no era más que un abrevadero estratégicamente situado en la proximidad de la colina del Capitolio para atrapar a las sedientas multitudes que regresaban a sus zonas residenciales. Mujeres tremendamente guapas y bien vestidas. Muchas de ellas en busca de presa. Clay atrajo algunas miradas.
Rebecca se mostró apagada, decidida y fría. Se sentaron en un reservado y ambos pidieron bebidas de alta graduación para poder afrontar lo que tenían por delante. Él hizo unas cuantas preguntas absurdas acerca de las vistas que ya habían empezado sin ninguna alharaca, por lo menos según el Post. En cuanto les sirvieron las consumiciones, se lanzaron en picado.
—He hablado con mi padre —empezó ella.
—Yo también.
—¿Por qué no me dijiste que no pensabas aceptar el puesto de Richmond?
—Y tú, ¿por qué no me dijiste que tu padre estaba echando mano de su influencia para conseguirme un puesto en Richmond?
—Deberías habérmelo dicho.
—Lo dije con toda claridad.
—Contigo jamás nada está claro. Ambos bebieron un trago.
—Tu padre me llamó perdedor. ¿Es la opinión más extendida en tu familia?
—Por el momento, sí.
—¿Y tú la compartes?
—Tengo mis dudas. Aquí alguien ha de ser realista.
Se había producido una seria interrupción en las relaciones, un lamentable fracaso como mucho. Aproximadamente un año atrás, ambos habían decidido dejar que se enfriaran un poco las cosas, seguir siendo amigos pero mirar un poco alrededor e incluso alternar con otras personas y cerciorarse de que no había nadie más que les interesara. Barb había organizado la separación porque, tal como Clay descubrió posteriormente, un joven muy rico del club de campo Potomac acababa de perder a su mujer a causa de un cáncer de ovario. Bennett era un íntimo amigo de la familia, etcétera: Él y Barb tendieron la trampa, pero el viudo se dio cuenta. Tras pasarse un mes en la periferia de la familia Van Horn, el hombre se compró una propiedad en Wyoming.
La de ahora, sin embargo, era una ruptura mucho más grave. Se trataba, casi con toda certeza, del final. Clay pidió otra copa y se prometió a sí mismo que, por muchas cosas que allí se dijeran, bajo ningún pretexto diría nada que pudiera herirla. Que ella le propinase golpes bajos si quería. Él no pensaba hacerlo.
—¿Qué es lo que deseas, Rebecca?
—No lo sé.
—Sí, lo sabes. ¿Quieres dejarlo?
—Creo que sí —respondió Rebecca, e inmediatamente se le humedecieron los ojos.
—¿Hay alguien más?
—No.
«Todavía no, en cualquier caso. Dales a Barb y a Bennett unos cuantos días».
—Es que no irás a ninguna parte, Clay —añadió ella—. Eres listo y tienes talento, pero te falta ambición.
—Vaya, es bueno saber que vuelvo a ser listo y talentoso. Hace unas horas, era un perdedor.
—¿Estás de guasa?
—¿Por qué no, Rebecca? ¿Por qué no tomárnoslo a broma? Todo ha terminado, reconozcámoslo. Nos queremos, pero yo soy un perdedor que no irá a ninguna parte. Éste es tu problema. El mío son tus padres. Machacarán al pobre desgraciado que se case contigo.
—¿El pobre desgraciado?
—Exactamente. Compadezco al pobre tipo que se case contigo, porque tus padres son insoportables. Y eso también lo sabes.
—¿El pobre desgraciado que se case conmigo? Sus ojos ya no estaban llorosos. Ahora emitían destellos de furia.
—Tranquilízate.
—¿El pobre desgraciado que se case conmigo?
—Mira, voy a hacerte un ofrecimiento. Casémonos ahora mismo. Dejemos nuestros empleos, organicemos una boda rápida sin invitados, vendamos todo lo que tenemos y volemos, por ejemplo, a Seattle o a Portland, cualquier lugar lejos de aquí, y vivamos del amor durante un tiempo.
—¿No quieres ir a Richmond pero estás dispuesto a ir a Seattle?
—Richmond está demasiado cerca de tus padres, ¿acaso no lo comprendes?
—Y después, ¿qué?
—Después buscaremos trabajo.
—¿Qué clase de trabajo? ¿Acaso hay escasez de abogados en el oeste?
—Olvidas una cosa. Recuerda que desde anoche soy inteligente, tengo talento, estoy bien preparado, soy listísimo e incluso guapo. Los grandes bufetes me perseguirán por todas partes. Me convertiré en asociado en dieciocho meses. Tendremos hijos.
—Entonces vendrán mis padres.
—No, porque no les diremos dónde estamos. Y si lo averiguan nos cambiaremos de nombre y nos trasladaremos a Canadá.
Les sirvieron otras dos copas y ambos se apresuraron a apartar a un lado las anteriores.
Pasó el momento de charla intrascendente, y con mucha rapidez, por cierto. Pero a ambos les sirvió para recordar por qué se amaban y lo bien que lo pasaban juntos. Había habido más alegrías que penas, aunque últimamente las cosas estaban cambiando. Menos alegrías. Más discusiones estúpidas. Más influencia de la familia de ella.
—No me gusta la Costa Oeste —dijo finalmente Rebecca.
—Pues entonces, elige tú el lugar —replicó Clay, dando por finalizada la aventura.
El lugar ya se lo habían elegido otros y ella no se alejaría demasiado de su mamá y su papá.
Al final, tuvo que soltar lo que tenía pensado decir en el transcurso de aquella cita.
—Clay, la verdad es que necesito una pausa.
—No te preocupes por eso, Rebecca. Haremos lo que tú quieras.
—Gracias.
—Una pausa… ¿cómo de larga?
—No voy a negociar, Clay.
—¿Un mes?
—Algo más.
—No, no estoy de acuerdo. Pasémonos treinta días sin llamarnos, ¿te parece? Hoy estamos a 7 de mayo. Volvamos a reunirnos el 6 de junio, aquí mismo y en esta misma mesa, y entonces hablaremos de la ampliación.
—¿La ampliación?
—Llámala como quieras.
—Gracias. Voy a llamarla separación, Clay. El big bang. La escisión. Tú sigues tu camino y yo el mío. Volveremos a hablar dentro de un mes, pero no esperes ningún cambio. Las cosas no han cambiado demasiado en el último año.
—Si yo aceptara este horrible puesto en Richmond, ¿la separación también se produciría?
—Probablemente, no.
—¿Significa eso algo más que no?
—No.
—O sea, que ya estaba todo previamente decidido, ¿verdad? Me refiero a lo del trabajo y el ultimátum. Lo de anoche fue lo que yo pensaba, una emboscada. Acepta este trabajo, muchacho, de lo contrario…
Ella no lo negó. En su lugar, dijo:
—Mira, Clay, ya estoy harta de discutir, ¿comprendes? No me llames hasta dentro de treinta días. —Cogió el bolso y se levantó. Mientras salía del reservado, consiguió estamparle un seco y absurdo beso cerca de la sien derecha, pero él no reaccionó. No la vio alejarse.
Y ella no se volvió a mirar.