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Con Rodney se sentía un poco más seguro y, además, las nueve de la mañana era demasiado temprano para los tipos peligrosos de la calle Lamont. Aún estaban durmiendo la mona de cualquiera que fuera el veneno que hubieran consumido la víspera. Tardarían en volver a la vida. Clay aparcó muy cerca del callejón.

Rodney era un auxiliar jurídico de la ODO. Llevaba diez años estudiando esporádicamente en la facultad de Derecho y todavía soñaba con sacar el título y darse de alta en el colegio de abogados. Pero con cuatro adolescentes en casa no andaba muy sobrado ni de tiempo ni de dinero. Puesto que procedía de las calles del Distrito de Columbia, las conocía muy bien. Parte de su actividad cotidiana consistía en atender las peticiones de algún abogado o alguna abogada de la ODO, normalmente de raza blanca, atemorizado y no muy experto, de que lo acompañara a las zonas de guerra para investigar algún crimen horrendo. Él era un auxiliar jurídico, no un investigador, y contestaba tantas veces que no como que sí.

Pero a Clay jamás le decía que no. Los dos habían colaborado estrechamente en muchos casos. Encontraron el lugar del callejón donde Ramón había caído y examinaron cuidadosamente la zona circundante, sabiendo muy bien que la policía ya había peinado varias veces el lugar. Dispararon todo un carrete de fotos y después fueron en busca de algún testigo.

No había ninguno, lo que no era de extrañar. Cuando Clay y Rodney llevaban quince minutos en el escenario del crimen, ya se había corrido la voz. Hay forasteros in situ, fisgoneando acerca del último asesinato, por consiguiente, cerrad las puertas y no digáis nada. Los dos testigos sentados en sendas cajas de embalaje de leche delante de la tienda de licores, unos hombres que solían pasarse muchas horas cada día en el mismo lugar tomando vino barato sin perderse el menor detalle de nada, se habían largado hacía bastante rato y nadie sabía nada de ellos. Los comerciantes parecían extrañarse de que hubiera habido un tiroteo.

—¿Por aquí? —preguntó uno de ellos, como si el delito todavía no hubiera llegado a su gueto.

Al cabo de una hora se marcharon y se dirigieron al Campamento. Mientras Clay conducía, Rodney tomaba café frío en un vaso alto de papel. Un café muy malo a juzgar por la expresión de su rostro.

—A Jermaine le tocó un caso parecido hace unos días —dijo—. Un chico que estaba en un centro de rehabilitación. Lo habían tenido encerrado varios meses, y de algún modo consiguió salir, no sé si se fugó o lo soltaron, pero el caso es que en cuestión de veinticuatro horas cogió una pistola y disparó contra dos personas, una de las cuales murió.

—¿Al azar?

—¿Qué significa «al azar» en estos barrios? Dos tipos que circulan en automóviles sin seguro chocan y empiezan a tirotearse el uno al otro. ¿Es por puro azar o está justificado?

—¿Fue por un asunto de drogas, por atraco o en defensa propia?

—Por puro azar, creo.

—¿Dónde está el centro de rehabilitación? —preguntó Clay.

—No era el Campamento, sino un sitio cerca de Howard, me parece. No he visto el expediente. Tú ya sabes lo lento que es Jermaine.

—¿O sea que no estás trabajando con el expediente?

—No. Me he enterado por los rumores que corren.

Rodney controlaba los rumores y sabía más cosas acerca de los abogados de la ODO y de los casos que llevaban que la propia Glenda, la directora. Mientras doblaban la esquina de la calle W, Clay preguntó:

—¿Tú ya has estado alguna vez en el Campamento?

—Una o dos veces. Es para los casos más desesperados, la última parada antes del cementerio. Un lugar duro dirigido por tipos duros.

—¿Conoces a un caballero llamado Talmadge X?

No hubo que abrirse paso entre gente rara que ocupaba la acera. Clay aparcó delante del edificio y ambos se apresuraron a entrar. Talmadge X no estaba, pues una emergencia lo había obligado a ir al hospital. Un compañero suyo llamado Noland se presentó amablemente como el asesor jefe. En una mesita de su despacho les mostró el expediente de Tequila Watson y los invitó a examinarlo. Clay le dio las gracias, convencido de que el expediente ya habría sido debidamente expurgado y adecentado.

—Nuestra norma es que yo permanezca en la estancia mientras ustedes examinan el expediente —dijo Noland—. Si quieren copias, son a veinticinco centavos cada una.

—Sí, claro —dijo Clay.

El obstáculo de la norma no podría salvarse. Y, en caso de que él quisiera todo el expediente, podría obtenerlo en cualquier momento mediante un requerimiento. Noland ocupó su lugar detrás del escritorio, donde lo esperaba una impresionante pila de papeles. Clay empezó a hojear el expediente mientras Rodney tomaba notas.

Los antecedentes de Tequila eran tristes y previsibles. Había ingresado en enero, enviado por los Servicios Sociales tras haber sido rescatado de una sobredosis de algo. Pesaba cincuenta y cinco kilos y medía un metro sesenta y cuatro de estatura. El examen médico lo habían efectuado en el Campamento. Tenía un poco de fiebre y experimentaba temblores y cefaleas, lo cual no era nada insólito en un yonqui. Aparte la desnutrición, una ligera gripe y un cuerpo devastado por la droga, no se observaba en él ningún otro detalle de interés, según el médico. Como a todos los pacientes, lo encerraron en el sótano durante los primeros treinta días y lo alimentaron sin cesar.

Según los apuntes de TX, Tequila había iniciado su caída a la edad de ocho años cuándo él y su hermano robaron una caja de cervezas del interior de una furgoneta de reparto. Se bebieron la mitad y vendieron la otra mitad y, con los ingresos obtenidos, se compraron cuatro litros de vino barato. Lo habían expulsado de distintas escuelas y hacia los doce años, coincidiendo con su descubrimiento del crack, dejó definitivamente los estudios. El robo se convirtió en su medio de vida.

La memoria le funcionó hasta que empezó a consumir crack, de manera que de los últimos años sólo conservaba una imagen borrosa. TX había comprobado los detalles, y había también varias cartas y e-mails que confirmaban algunas de las etapas oficiales de aquel desdichado camino. A los catorce años, Tequila se había pasado un mes en una unidad de rehabilitación del Correccional de Menores del Distrito de Columbia. Nada más salir a la calle fue directamente en busca de un camello para comprar crack. Los dos meses que había pasado en El Huerto, un conocido centro de rehabilitación para adolescentes enganchados al crack, le habían servido de muy poco. Tequila le confesó a TX que había consumido tanta droga dentro de EH como fuera. A los dieciséis años había ingresado en Calles Limpias, un centro muy duro de desintoxicación, muy parecido al Campamento. Su estancia allí duró cincuenta y tres días, tras los cuales se marchó sin pronunciar palabra. La nota de TX decía: «A las dos horas de salir estaba enganchado de nuevo al crack». A los diecisiete años el Tribunal de Menores lo había enviado a un campamento para adolescentes con problemas, pero las medidas de seguridad en éste eran muy deficientes y, de hecho, Tequila ganaba dinero vendiendo droga a los demás internos. El último intento de desintoxicación, antes de ingresar en el Campamento, había sido un programa de la Iglesia Greyson bajo la dirección del reverendo Jolley, un conocido asesor en materia de drogas. Jolley le envió una carta a Talmadge X, señalando que, en su opinión, Tequila era uno de aquellos trágicos casos «probablemente irremediables».

Lo que más llamaba la atención en su deprimente historia era su curiosa ausencia de actos violentos. Tequila había sido detenido y condenado cinco veces por atraco, una vez por robo en un establecimiento comercial y dos por una falta leve de tenencia. Tequila jamás había utilizado un arma para cometer un delito, por lo menos en ninguno de aquellos por los cuales había sido detenido. Semejante detalle no le había pasado inadvertido a TX, quien en la entrada correspondiente al día 39, había escrito: «Muestra tendencia a evitar la mínima amenaza de conflicto físico. Al parecer tiene auténtico miedo a los más grandes, e incluso a casi todos los pequeños».

El día 45 fue examinado por un médico. Pesaba unos saludables sesenta y tres kilos. Su piel ya no presentaba «erosiones ni lesiones». Había algunas notas acerca de sus progresos en el aprendizaje de la lectura y sus aficiones artísticas. Conforme pasaban los días, las notas eran cada vez más breves. La vida en el Campamento era sencilla y hasta vulgar. Algunos días pasaban sin ninguna anotación.

La entrada del día 80 era distinta: «Comprende que necesita ayuda espiritual para mantenerse limpio. Dice que quiere quedarse en el Campamento para siempre».

Día 100: «Hemos celebrado el centésimo día con brownies y helado. Tequila ha pronunciado un breve discurso. Ha llorado. Le han concedido un permiso de salida de dos horas».

Día 104: «Permiso de dos horas. Ha salido y ha regresado a los veinte minutos con un helado».

Día 107: «Lo hemos enviado a Correos, ha estado fuera casi una hora y ha regresado».

Día 110: «Permiso de dos horas, regreso sin problemas».

La última entrada correspondía al día 115: «Permiso de dos horas sin regreso».

Noland los miró mientras se acercaban al final del expediente.

—¿Alguna pregunta? —les dijo como si ya le hubieran robado suficiente tiempo.

—Todo es muy triste —repuso Clay, cerrando la carpeta con un profundo suspiro.

Tenía muchas preguntas, pero Noland no hubiera podido o querido responder a ninguna de ellas.

—En un mundo de desgracias, señor Carter, ésta es, en efecto, una de las más tristes. Raras veces me conmuevo hasta las lágrimas, pero Tequila me hizo llorar. —Noland se estaba levantando de su asiento.

—¿Desean copiar algo?

La reunión había terminado.

—Quizá más adelante —contestó Clay.

Le dieron las gracias por el tiempo que les había dedicado y lo siguieron hasta la zona de recepción.

Una vez en el interior del vehículo, Rodney se abrochó el cinturón de seguridad y miró alrededor.

—Bueno, chico, tenemos un nuevo amigo —dijo en tono muy pausado.

Clay estaba estudiando el indicador de gasolina, confiando en que les quedara suficiente para regresar al despacho.

—¿Qué clase de amigo?

—¿Ves aquel Jeep color granate a media manzana, al otro lado de la calle?

Clay miró y dijo:

—¿Y qué?

—Hay un negro sentado al volante, un tipo corpulento que lleva una gorra de los Redskins, creo. Está observándonos.

Clay forzó la vista y apenas logró distinguir la silueta del conductor; la raza y la gorra no pudo identificarlas.

—¿Cómo sabes que está observándonos?

—Lo he visto en la calle Lamont cuando estábamos allí, un par de veces. Ha pasado por nuestro lado como si nada, mirando sin mirar.

—¿Cómo sabes que es el mismo Jeep?

—El granate es un color muy raro. ¿Ves la abolladura del guardabarros delantero, en el lado derecho?

—Sí, es posible.

—Es el mismo Jeep, estoy seguro. Venga, vamos a verlo más de cerca.

Clay se apartó del bordillo y pasó por delante del Jeep granate. El conductor ocultó rápidamente el rostro detrás de un periódico. Rodney garabateó el número de la matrícula.

—¿Y qué interés podría tener alguien en seguirnos? —preguntó Clay.

—La droga. Siempre la droga. Tal vez Tequila fuese un camello. Quizás el chico al que mató tenía malas amistades. ¿Quién sabe?

—Me gustaría averiguarlo.

—No ahondemos demasiado, por el momento. Tú conduce y yo vigilaré la retaguardia.

Se dirigieron hacia el sur circulando durante treinta minutos por la avenida Puerto Rico y se detuvieron en una gasolinera cerca del río Anacostia. Rodney observó todos los automóviles mientras Clay llenaba el depósito.

—Ya no nos siguen —declaró Rodney cuando se pusieron nuevamente en marcha—. Vamos al despacho.

—¿Y por qué han dejado de seguirnos? —preguntó Clay, dispuesto a creerse cualquier explicación.

—No estoy muy seguro —contestó Rodney, sin apartar los ojos del espejo lateral—. A lo mejor, sólo tenían curiosidad por saber si íbamos al Campamento. O a lo mejor saben que los hemos visto. Por las dudas, comprueba si te siguen.

—Qué emoción. Jamás me habían seguido.

—Reza para que no se les ocurra atraparte.

Jermaine Vance compartía despacho con otro abogado novato que en aquellos momentos no se encontraba allí, por lo que Clay se sentó en su silla. Ambos compararon sus notas referentes a los últimos acusados por asesinato.

El cliente de Jermaine era un delincuente nato de veinticuatro años llamado Washad Porter que, a diferencia de Tequila Watson, tenía un largo y temible historial de actos violentos. Como miembro de la banda más grande del Distrito de Columbia, Washad había resultado gravemente herido un par de veces en el transcurso de tiroteos entre bandas rivales y había sido condenado una vez por intento de asesinato. Había pasado siete años entre rejas. Jamás había mostrado el menor interés por desengancharse; el único intento de rehabilitación había tenido lugar durante su permanencia en la cárcel, y estaba claro que había fracasado estrepitosamente. Se lo acusaba de haber disparado contra dos personas cuatro días antes del asesinato de Ramón Pumphrey. Una de las víctimas había muerto instantáneamente, mientras que la vida de la otra pendía de un hilo.

Washad se había pasado seis meses en Calles Limpias, donde había permanecido encerrado y había sobrevivido al duro programa de allí. Jermaine había hablado con el asesor y la conversación había sido muy similar a la que Clay había mantenido con Talmadge X. Washad se había desintoxicado, era un paciente modelo, gozaba de buena salud y estaba recuperando progresivamente su autoestima. El único obstáculo en el camino había sido un episodio inicial en que se había fugado y había consumido droga, pero había regresado y había pedido perdón. Después habían transcurrido cuatro meses prácticamente sin problemas.

Había dejado Calles Limpias en abril, y al día siguiente había disparado contra dos hombres con una pistola robada. Al parecer, las víctimas habían sido elegidas al azar. La primera fue un repartidor de fruta y verdura que estaba haciendo su trabajo cerca del hospital Walter Reed. Hubo algunas palabras seguidas de unos cuantos empujones y codazos, cuatro disparos en la cabeza y, a continuación, Washad huyó corriendo. El repartidor todavía estaba en coma. Una hora después, y a seis manzanas de distancia, Washad descargó las últimas dos balas que le quedaban contra un camello de poca monta con quien tenía una cuenta pendiente. Fue inmovilizado por unos amigos de la víctima que, en lugar de matarlo, lo retuvieron hasta que llegó la policía.

Jermaine había hablado brevemente con Washad una vez, en la sala del tribunal durante su comparecencia inicial.

—Lo negaba todo —dijo Jermaine—. Miraba con rostro inexpresivo y me repetía que no podía creer que hubiera disparado contra alguien, que eso era cosa del antiguo Washad, no del nuevo.