El club de campo Potomac, de McLean, Virginia, había sido fundado cien años atrás por unos acaudalados ciudadanos rechazados por otros clubes. Los ricos pueden tolerarlo casi todo, pero en modo alguno el desprecio. Los proscritos echaron mano de sus cuantiosos recursos para construir el Potomac y crearon el mejor club de toda el área del Distrito de Columbia. Se llevaron a unos cuantos senadores de otros clubes rivales, atrajeron a otros socios de relumbrón y, en muy poco tiempo, el Potomac adquirió respetabilidad. En cuanto alcanzó el número de socios suficiente para mantenerse, recurrió a la obligatoria práctica de la exclusión de otros. A pesar de que todavía le faltaba solera, parecía, se sentía y se comportaba como todos los demás clubes de campo.
Sin embargo, difería de los demás en un aspecto significativo. El Potomac jamás había negado el hecho de que si una persona disponía de dinero suficiente podía comprar de inmediato el carnet de socio. Nada de listas de espera, comités de selección o votaciones secretas del consejo de admisiones. Cualquiera que acabara de llegar al Distrito Federal o se hiciera rico de golpe podía adquirir prestigio y posición de la noche a la mañana siempre que su cuenta corriente fuera abultada. Como consecuencia de ello, el Potomac contaba con el mejor campo de golf de la zona, pistas de tenis, piscinas, sede social y todo lo que un ambicioso club de campo pudiera desear.
Que Clay supiera, Bennett Van Horn había firmado un jugoso cheque. Por muy caro que fuese el humo que en aquel momento él estuviera exhalando, los padres de Clay no tenían dinero, y estaba claro que jamás habrían sido aceptados en el Potomac. Dieciocho años atrás su padre había interpuesto una querella contra Bennett a causa de un contrato inmobiliario defectuoso en Alexandria. En aquel tiempo Bennett era un corredor de fincas fanfarrón con muchas deudas y muy pocos activos libres de gravámenes. Aunque entonces no era socio del club de campo Potomac, ahora se comportaba como si hubiera nacido allí.
Bennett el Bulldozer empezó a ganar dinero a finales de los años ochenta cuando invadió las onduladas lomas de la campiña de Virginia. Empezó a firmar contratos. Encontró socios. No fue quien inventó el deleznable estilo urbanístico del extrarradio, pero sí quien lo perfeccionó. En colinas de singular belleza construyó centros comerciales. Cerca de un sagrado campo de batalla levantó una urbanización. Arrasó un pueblo entero para dar forma a uno de sus proyectos: apartamentos, edificios de viviendas en propiedad horizontal, grandes mansiones, pequeños chalets, un parque en el centro con un somero y cenagoso estanque, dos pistas de tenis y un precioso y pequeño centro comercial que quedaba muy bonito en el estudio del arquitecto, pero jamás se llegó a construir. Por una curiosa ironía, aunque Bennett no la captaba demasiado, éste solía bautizar sus proyectos con el nombre del paisaje que estaba destruyendo: Los Prados de la Loma, El Robledal, El Bosque de la Colina, etcétera. Se asoció con otros artistas del caos urbanístico y consiguió, gracias a la influencia de su grupo de presión, que la Cámara Legislativa del Estado en Richmond asignara más dinero para el trazado de más carreteras a fin de que pudieran construirse más urbanizaciones y aumentara el tráfico. Y actuando de esta manera acabó por convertirse en una figura de la escena política y su ego adquirió proporciones gigantescas.
A principios de los años noventa, su BVH Group experimentó un fuerte desarrollo cuyos beneficios crecieron a un ritmo ligeramente más rápido que el del pago de los préstamos. Él y su mujer Barb se compraron una mansión en la zona más prestigiosa de McLean. Se hicieron socios del club de campo Potomac y se convirtieron en dos de las figuras más destacadas del mismo. Se esforzaron al máximo por dar la impresión de que siempre habían tenido dinero.
En 1994, según los datos de la Comisión del Mercado de Valores que Clay había estudiado atentamente y de los cuales había hecho copias, Bennett decidió lanzar su empresa al mercado y reunir doscientos millones de dólares. Quería utilizar el dinero para cancelar ciertas deudas, pero, sobre todo, para «invertir en el ilimitado futuro del norte de Virginia». En otras palabras, más bulldozers y más caóticos y deleznables proyectos urbanísticos. El hecho de saber que Bennett Van Horn contaba con semejante cantidad de dinero en efectivo debió de llenar de entusiasmo a los concesionarios de tractores de la zona. Y hubiera tenido que horrorizar a las administraciones locales, pero éstas estaban dormidas. Con el aval de una cuantiosa inversión bancaria, las acciones del BVHG subieron desde los diez dólares iniciales por acción a los 16,50, lo que no estaba nada mal, pero quedaba muy lejos de las previsiones de su fundador y director. Una semana antes de que se llevara a cabo la oferta pública, éste se había vanagloriado en el Daily Profit, una publicación económica sensacionalista de carácter local, de que «… los chicos de Wall Street están seguros de que se alcanzarán los cuarenta dólares por acción». En el mercado de valores no oficial, las acciones volvieron a bajar hasta estrellarse ruidosamente en la banda de los seis dólares. Bennett se había negado imprudentemente a desprenderse de algunas acciones, tal como hace cualquier buen empresario. Se mantuvo aferrado a sus cuatro millones de acciones y vio que su valor de mercado pasaba de sesenta y seis millones de dólares a casi nada.
Todas las mañanas de los días laborables, y por simple diversión, Clay consultaba única y exclusivamente el precio de cierto valor. BVHG cotizaba en aquellos momentos a 0,87 dólares la acción.
«¿Qué tal van tus acciones?» era la bofetada que Clay jamás había tenido el valor de soltar.
—Puede que esta noche —murmuró para sí mientras se acercaba con su vehículo a la entrada del club de campo Potomac. Dada la posibilidad de una boda en un futuro próximo, los inconvenientes de Clay eran blanco fácil para los comensales sentados en torno a la mesa. Pero no así los del señor Van Horn.
—Enhorabuena, Bennett, tus acciones han subido doce centavos en los últimos dos meses —dijo en voz alta—. Te estás forrando, ¿verdad? ¿Ya ha llegado la hora de comprarte un nuevo Mercedes?
Todas las cosas que estaba deseando decir.
Para evitar tener que darle una propina al aparcacoches, Clay ocultó su Accord en un apartado solar situado detrás de las pistas de tenis.
Mientras se dirigía a pie a la sede social del club, se enderezó el nudo de la corbata y siguió murmurando por lo bajo. Aborrecía aquel lugar, lo aborrecía porque todos sus socios eran unos hijos de puta, lo aborrecía porque estaba vedado para él, porque era el territorio de Van Horn y ellos querían que se sintiera un intruso. Por enésima vez aquel día, y tal como hacía cotidianamente, se preguntó por qué se habría enamorado de una chica con unos padres tan insoportables. Si tenía algún plan, era el de fugarse con ella y trasladarse a vivir a Nueva Zelanda, lejos de la Oficina de la Defensa de Oficio y a la mayor distancia posible de su familia.
«Sé que no es usted socio pero lo acompañaré de todos modos a su mesa», le dijo la mirada de la gélida recepcionista.
—Sígame —dijo la joven, haciendo un amago de falsa sonrisa.
Clay permaneció callado. Tragó saliva, miró directamente hacia delante y trató de no pensar en el pesado nudo que sentía en el estómago. ¿Cómo podía disfrutar de una comida en semejante ambiente? Él y Rebecca habían comido allí un par de veces; una de ellas con el señor y la señora Van Horn y otra sin ellos. La comida era cara y muy buena, pero es que Clay se alimentaba a base de fiambre de pavo, por lo que sus conocimientos gastronómicos eran muy limitados, y él lo sabía.
Bennett no estaba. Clay abrazó amablemente a la señora Van Horn, un gesto ritual que ambos detestaban, y después le dedicó un patético «Feliz cumpleaños». A continuación besó suavemente en la mejilla a Rebecca. Era una buena mesa, con una vista preciosa sobre el decimoctavo green, un lugar muy prestigioso donde comer, pues uno podía contemplar cómo los vejestorios caían en las trampas de arena sin reparar en sus putts de cincuenta centímetros.
—¿Dónde está el señor Van Horn? —preguntó Clay, confiando en que se encontrara fuera de la ciudad o mejor todavía, hospitalizado a causa de una grave enfermedad.
—Viene hacia aquí —contestó Rebecca.
—Se ha pasado el día en Richmond, reunido con el gobernador —añadió la señora Van Horn para redondear la información.
Eran implacables. Clay hubiera deseado gritar «¡Habéis ganado! ¡Habéis ganado! ¡Sois más importantes que yo!».
—¿En qué está trabajando? —preguntó con cortesía, cada vez más asombrado de su habilidad para la simulación. Clay sabía muy bien por qué razón el Bulldozer estaba en Richmond. El Estado no tenía un centavo y no podía permitirse el lujo de construir nuevas carreteras en el norte de Virginia, donde Bennett y los de su ralea estaban pidiendo que se construyeran. Los votos se encontraban en el norte de Virginia. La cámara legislativa estaba estudiando la posibilidad de convocar un referéndum local sobre los impuestos sobre las ventas para que las ciudades y los condados que rodeaban el Distrito de Columbia pudieran construir sus propias autopistas. Más carreteras, más viviendas de propiedad horizontal, más centros comerciales, más tráfico y más dinero para el achacoso BVHG.
—Asuntos políticos —dijo Barb.
En realidad, lo más probable era que no tuviese ni idea de lo que estaban hablando su marido y el gobernador. Clay dudaba que supiera a cuánto se cotizaban en aquel momento las acciones del BVHG. Sabía en qué días se celebraban las reuniones en su club de bridge y sabía lo poco que ganaba Clay, pero todos los demás detalles se los dejaba a Bennett.
—¿Qué tal te ha ido hoy? —preguntó Rebecca con fingida indiferencia, apartando rápidamente la conversación del tema de la política.
Clay había utilizado un par de veces la expresión «caos urbanístico» discutiendo con los padres de Rebecca, y la situación se había vuelto muy tensa.
—Como siempre —contestó Clay—. ¿Y a ti?
—Mañana tenemos unas vistas, así que el despacho echaba chispas.
—Rebecca me dice que tienes otro caso de asesinato —intervino Barb.
—Sí, es cierto —dijo Clay, preguntándose de qué otros aspectos de su actividad como abogado de oficio habrían estado hablando. Cada una de ellas tenía delante una copa de vino blanco. Cada copa estaba por lo menos a la mitad. ¿O acaso él estaba dando muestras de una suspicacia sin fundamento? Tal vez.
—¿Quién es tu cliente? —preguntó Barb.
—Un chico de la calle.
—¿A quién mató?
—La víctima era otro chico de la calle.
Eso la tranquilizó hasta cierto punto. Negros matándose entre sí. ¿A quién le importaba?
—¿Y lo hizo? —preguntó.
—En este momento goza de presunción de inocencia. Éste es el procedimiento.
—En otras palabras, lo hizo.
—Parece que sí.
—¿Y cómo puedes defender a esa clase de gente? Si sabes que son culpables, ¿cómo puedes esforzarte tanto en tratar de que los suelten?
Rebecca tomó un buen trago de vino, y decidió que en esta ocasión no intervendría. En los últimos meses se había mostrado cada vez más reacia a acudir en su auxilio. Clay pensaba con cierta inquietud que la vida con Rebecca sería mágica, pero que con los padres de ella sería una pesadilla. Las pesadillas estaban empezando a ganar la partida.
—Nuestra Constitución garantiza a todos los ciudadanos un abogado y un juicio justo —dijo en tono condescendiente, como si fuera algo que hasta los más tontos supieran—. Me limito a hacer mi trabajo.
Barb puso en blanco sus recientemente operados ojos y contempló el decimoctavo green. Muchas señoras del Potomac habían estado utilizando los servicios de un cirujano plástico cuya especialidad eran, evidentemente, los rasgos asiáticos. Tras la segunda sesión, los ángulos de los ojos se estiraban hacia atrás, y aunque las arrugas desaparecían, el aspecto resultaba exageradamente artificial. A la buena de Barb la habían recortado y estirado y la habían sometido a inyecciones de toxina botulínica sin seguir un plan a largo plazo, por lo que la transición no estaba dando el resultado apetecido.
Rebecca volvió a tomar un buen trago de vino. La primera vez que ambos habían comido allí con sus padres, Rebecca se había quitado un zapato debajo de la mesa y le había deslizado los dedos del pie arriba y abajo por la pierna, como diciendo: «Larguémonos de este antro y vámonos a la cama». Pero esa noche no. Estaba más fría que el hielo y parecía preocupada. Clay sabía que el motivo de esto último no eran las absurdas vistas que tendría que aguantar al día siguiente. Allí había algo justo por debajo de la superficie, y se preguntó si aquella comida sería el momento de la confrontación, si habría llegado la hora de conferenciar acerca del futuro.
Bennett llegó corriendo y musitó unas cuantas excusas falsas por su retraso. Le dio a Clay una palmada en la espalda como si fueran compañeros de una hermandad universitaria y besó a sus chicas en la mejilla.
—¿Cómo está el gobernador? —preguntó Barb, levantando la voz justo lo suficiente para que los comensales del otro lado de la estancia la oyeran.
—Estupendamente. Te envía saludos. El presidente de Corea estará en la ciudad la semana que viene. El gobernador nos ha invitado a una cena de gala en su residencia.
Eso también se dijo a todo volumen.
—¡No me digas! —exclamó Barb con afectación mientras su rostro recauchutado se contraía en una mueca de placer.
«Apuesto a que se sentirá en su elemento con los coreanos», pensó Clay.
—Será una fiesta sensacional —dijo Bennett, sacándose del bolsillo toda una colección de teléfonos móviles y alineándolos sobre la mesa. A los pocos segundos de su llegada, se acercó un camarero con un whisky doble, Chivas con muy poco hielo, como de costumbre.
Clay pidió un té frío.
—¿Cómo está mi congresista? —le gritó Bennett a Rebecca desde el otro lado de la mesa, desviando la mirada hacia la derecha para cerciorarse de que la pareja de la mesa de al lado lo había oído.
¡Tengo un congresista para mí solito!
—Está muy bien, papá. Te envía saludos. Está muy ocupado.
—Te veo cansada, cariño, ¿has tenido un día muy duro?
—No mucho.
Los tres Van Horn tomaron un sorbo. El cansancio de Rebecca era uno de los temas preferidos de sus padres, quienes pensaban que trabajaba demasiado y que no debería trabajar en absoluto. Estaba acercándose a los treinta años y ya era hora de que se casara con un joven como Dios manda con un trabajo bien remunerado y un brillante futuro para que pudiera darles unos nietos y pasarse el resto de la vida en el club de campo Potomac.
A Clay no le hubiera preocupado demasiado qué demonios querían ellos de no haber sido porque Rebecca tenía los mismos sueños. En cierta ocasión, ésta había hablado de una posible carrera en la Administración, pero tras haberse pasado cuatro años en la colina del Capitolio estaba hasta la coronilla de la burocracia. Quería tener un marido, unos hijos y una casa muy grande en un barrio residencial.
Se distribuyeron los menús. Bennett recibió una llamada y, con toda grosería, la atendió en la misma mesa. Un acuerdo corría peligro. Estaba en juego el futuro de la libertad económica de Estados Unidos.
—¿Qué voy a ponerme? —le preguntó Barb a Rebecca mientras Clay se escondía detrás de su menú.
—Algo nuevo —contestó Rebecca.
—Tienes razón —convino de buen grado Barb—. Vamos de compras el sábado.
—Buena idea.
Bennett salvó el acuerdo y pidieron los platos. Bennett les concedió la gracia de facilitarles los detalles de la llamada telefónica: un banco no estaba actuando con la suficiente rapidez, tendría que armar un escándalo, bla, bla, bla. La cosa se prolongó hasta que les sirvieron las ensaladas.
Tras tomar unos cuantos bocados, Bennett dijo con la boca llena, como de costumbre:
—En Richmond he almorzado con mi íntimo amigo Ian Ludkin, portavoz de la Cámara de Representantes. Te gustaría mucho este hombre, Clay, es todo un señor. Un perfecto caballero virginiano.
Clay siguió masticando y asintió con la cabeza como si se muriera de ganas de conocer a todos los amigos íntimos de Bennett.
—El caso es que Ian me debe unos cuantos favores, casi todos ellos por esta zona, y, por consiguiente, le he soltado la pregunta.
Clay tardó un segundo en advertir que las mujeres habían dejado de comer. Sus tenedores descansaban en el plato mientras ellas miraban y escuchaban con expresión expectante.
—¿Qué pregunta? —inquirió Clay, sencillamente porque le pareció que ellos esperaban que dijese algo.
—Bueno, pues le he hablado de ti, Clay. Un joven y brillante abogado, listísimo, trabajador, licenciado en la facultad de Derecho de Georgetown, apuesto y con mucho carácter, y entonces él me ha dicho que siempre andaba a la caza de nuevos talentos. Bien sabe Dios lo difícil que resulta encontrarlos. Me ha dicho que tiene una plaza para un abogado de plantilla. Le he dicho que no sabía si a ti te interesaría, pero que yo estaría encantado de comentártelo. ¿Qué te parece?
«Me parece que me han tendido una emboscada», estuvo a punto de soltar Clay. Rebecca lo miró fijamente, a la espera de su primera reacción.
De conformidad con el guión, Barb dijo:
—Suena estupendo.
Con talento, brillante, trabajador, muy bien preparado e incluso guapo. Clay se sorprendió de la rapidez con la que habían subido sus acciones.
—Es interesante —dijo con cierta dosis de sinceridad.
Todos los aspectos de la cuestión resultaban interesantes.
Bennett ya estaba preparado para echársele encima. Contaba, naturalmente, con la ventaja del factor sorpresa.
—Es un puesto sensacional. Un trabajo fascinante. Conocerás a los personajes más influyentes de allí abajo. No te aburrirás ni por un instante. Pero tendrás que trabajar largas horas, por lo menos mientras se celebren sesiones en la Cámara, pero yo le he dicho a Ian que estás capacitado para asumir muchas responsabilidades.
—¿Qué tendría que hacer exactamente? —consiguió preguntar Clay.
—Ah, yo no sé nada de todas estas cosas de abogados, pero, si te interesa, Ian me ha dicho que estará encantado de concertarte una entrevista. Es un puesto muy solicitado. Ian dice que están recibiendo muchísimos currículos. Hay que actuar con rapidez.
—Richmond tampoco está tan lejos —dijo Barb.
«Está mucho más cerca que Nueva Zelanda», pensó Clay. Barb ya estaba organizando los detalles de la boda. Clay no pudo adivinar los pensamientos de Rebecca. A veces, ésta se sentía estrangulada por sus padres, pero casi nunca manifestaba el deseo de apartarse de ellos. Bennett utilizaba su dinero, de modo que aún disponía de recursos para mantener a sus dos hijas cerca de casa.
—Bueno, pues supongo que tengo que dar las gracias —dijo Clay, hundiéndose bajo el peso de la ancha espalda que acababan de adjudicarle.
—El sueldo inicial es de noventa y cuatro mil dólares al año —dijo Bennett, bajando una octava o dos la voz para que los demás comensales no lo oyeran.
Noventa y cuatro mil dólares era más del doble de lo que ganaba en aquellos momentos, y Clay suponía que todos los de la mesa lo sabían. Los Van Horn adoraban el dinero y estaban obsesionados con los sueldos y los valores netos.
—Caramba —dijo Rebecca, como obedeciendo a una indicación.
—Es un buen sueldo —reconoció Clay.
—No está mal para empezar —apuntó Bennett—. Ian dice que conocerás a los grandes abogados de la ciudad. Los contactos lo son todo. Si te dedicas a ello unos cuantos años, conseguirás establecer tus propias condiciones en la especialidad de derecho de sociedades, que es donde está el dinero.
A Clay no le resultaba consolador saber que Bennett Van Horn había decidido, de repente, planificar el resto de su vida. Naturalmente, la planificación no tenía nada que ver con Clay y lo tenía todo que ver con Rebecca.
—¿Cómo vas a decir que no? —lo aguijoneó Barb sin disimulo.
—No lo agobies, mamá —pidió Rebecca.
—Es que se trata de una oportunidad extraordinaria —dijo Barb como si Clay fuese incapaz de ver lo evidente.
—Piénsalo bien y consúltalo con la almohada —dijo Bennett. El regalo ya había sido entregado. A ver si el chico era listo y lo aceptaba.
Clay devoraba su ensalada con renovado entusiasmo. Asintió con la cabeza como si no pudiera hablar. Llegó el segundo whisky e interrumpió la situación. Después Bennett les contó el último chisme de Richmond sobre la posibilidad de una nueva franquicia de béisbol profesional para el área del Distrito de Columbia, uno de sus temas preferidos de conversación. Formaba parte marginal de uno de los tres grupos de inversión que pugnaban por la franquicia en caso de que ésta efectivamente se aprobara, y disfrutaba averiguando las últimas noticias. Según un reciente artículo del Post, el grupo de Bennett ocupaba el tercer lugar y estaba cediendo terreno a cada mes que pasaba. Su situación económica no estaba clara; según una fuente anónima era decididamente frágil, y a lo largo del artículo el nombre de Bennett Van Horn no se mencionaba ni una sola vez. Clay sabía que tenía cuantiosas deudas. Varios de sus proyectos urbanísticos habían sido paralizados por distintos grupos ecologistas que trataban de conservar cualquier tierra que todavía quedara en el norte de Virginia. Tenía también varios pleitos pendientes contra antiguos socios. Sus acciones no valían prácticamente nada. Y, sin embargo, allí estaba, bebiendo whisky como si tal cosa y parloteando sobre un nuevo estadio de cuatrocientos millones de dólares y una franquicia de doscientos millones y una nómina de por lo menos cien.
Los bistecs llegaron justo cuando se acababan de terminar la ensalada, ahorrándole de este modo a Clay otro atroz momento de conversación sin nada que llevarse a la boca. Rebecca lo ignoraba y él también la ignoraba a ella. La pelea no tardaría en producirse.
Empezaron a contar cosas acerca del gobernador, otro amigo personal de Bennett. Ya estaba engrasando su maquinaria para la presentación de su candidatura al Senado y, naturalmente, quería que Bennett estuviera metido de lleno en el asunto. Éste reveló los detalles de dos de sus más interesantes proyectos. Se había hablado mucho de un nuevo modelo de avión, pero el plan ya llevaba bastante tiempo en marcha y Bennett no lograba encontrar el que quería. La cena pareció durar dos horas, pero sólo habían transcurrido noventa minutos cuando declinaron el postre y se dispusieron a dar por finalizada la reunión.
Clay agradeció a Bennett y a Barb la invitación y prometió una vez más que se prepararía cuanto antes para el empleo de Richmond.
—Es la oportunidad de tu vida —dijo Bennett en tono muy serio—. No la eches a perder.
Cuando Clay estuvo seguro de que ya se habían ido, le pidió a Rebecca que lo acompañara un momento al bar. Antes de hablar esperaron a que les sirvieran las bebidas. Cuando existía un motivo de tensión entre ellos, ambos solían esperar a que fuese el otro quien hablara primero.
—Yo no sabía nada de este trabajo de Richmond —empezó diciendo ella.
—Resulta difícil de creer. Me parece que toda la familia se ha confabulado. Está claro que tu madre lo sabía.
—Mi padre está preocupado por ti, eso es todo.
«Tu padre es un idiota», hubiera querido decir Clay.
—No, está preocupado por ti —replicó él—. No soporta que te cases con un tío sin futuro, y por eso quiere arreglarnos el futuro a los dos. ¿No te parece un poco presuntuoso llegar a la conclusión de que no le gusta mi trabajo y buscarme otro por su cuenta y riesgo?
—A lo mejor, sólo intenta ayudar. Le encanta el juego de los favores.
—Pero ¿por qué da por sentado que yo necesito ayuda?
—Puede que la necesites.
—Comprendo. Finalmente, la verdad.
—No puedes pasarte toda la vida trabajando allí, Clay. Lo haces todo muy bien y te preocupas por tus clientes, pero quizás haya llegado el momento de pasar a otra cosa. Cinco años en la ODO es mucho tiempo. Tú mismo lo has dicho.
—A lo mejor, no me gusta vivir en Richmond. A lo mejor, jamás he pensado en abandonar el Distrito de Columbia. ¿Y si no me apetece trabajar con uno de los amigotes de tu padre? ¿Y si no me atrajera la idea de estar rodeado por toda una serie de políticos locales? Soy un abogado, Rebecca, no un burócrata.
—Muy bien. Como quieras.
—¿Este empleo es un ultimátum?
—¿En qué sentido?
—En todos los sentidos. ¿Y si digo que no?
—Creo que ya has dicho que no, lo cual, por cierto, es muy típico. Una decisión precipitada.
—Las decisiones precipitadas resultan muy fáciles cuando la elección es obvia. Ya me buscaré yo los trabajos, y está claro que no le pedí a tu padre que me hiciera un favor. Pero ¿qué ocurrirá si digo que no?
—Estoy segura de que el sol volverá a salir.
—¿Y tus padres?
—Estoy segura de que sufrirán una decepción.
—¿Y tú?
Rebecca se encogió de hombros y bebió un sorbo de su copa. Habían hablado varias veces de la boda, pero no habían llegado a ningún acuerdo. No existía ningún compromiso, y mucho menos una fecha. Si uno de ellos quería dejarlo tendría espacio suficiente para escabullirse, aunque la maniobra le resultaría un tanto complicada. Porque, después de cuatro años de (1) no salir con nadie más, (2) confirmar a cada paso su amor mutuo, y (3) acostarse juntos por lo menos cinco veces a la semana, la relación empezaba a adquirir un carácter permanente.
Sin embargo, ella no estaba dispuesta a reconocer que deseaba hacer una pausa en su profesión, tener un marido y unos hijos y, tal vez, no reemprender después su carrera. Ambos seguían compitiendo entre sí, jugando al juego de cuál de los dos era más importante. No podía reconocer que quería un marido que la mantuviese.
—No me importa, Clay —dijo—. Es sólo una oferta de trabajo, no un nombramiento para el Gabinete. Di que no, si quieres.
—Gracias.
De repente, Clay se sintió un gilipollas. ¿Y si Bennett sólo hubiera estado intentando echarle una mano? Le gustaban tan poco los padres de Rebecca que todo lo que hacían le atacaba los nervios. Ése era el problema, ¿verdad? Tenían derecho a estar preocupados por el futuro compañero de su hija, el padre de sus nietos.
Y Clay reconoció a regañadientes que cualquier padre se habría preocupado con un yerno como él.
—Tengo ganas de irme —dijo Rebecca.
—Muy bien.
La siguió mientras salían del club y la estudió desde atrás casi como si pensara que aún le daría tiempo a correr a su apartamento para un polvo rápido. Pero el estado de ánimo de Rebecca le decía que no y, dado el tono de la velada, seguramente ella estaría encantada de rechazarlo. Y entonces él se sentiría un estúpido incapaz de controlarse, justo lo que era en aquel momento. Por consiguiente, se atrincheró en sí mismo, apretó fuertemente las mandíbulas y dejó pasar el momento.
Mientras la ayudaba a subir a su BMW, ella le dijo en voz baja:
—¿Por qué no te pasas un ratito por casa?
Clay corrió a su automóvil.