Las personas que dirigían el Campamento de la Liberación, el centro de rehabilitación, no veían la menor necesidad de ocultarse de los problemas. No hacían el mínimo esfuerzo por alejarse de la zona de guerra de la que procedían sus bajas. No era un centro tranquilo en el campo, ni una apartada clínica en alguna zona alta de la ciudad. Sus campistas procedían de las calles y a las calles volverían.
El Campamento daba a la calle W en Washington Norte y desde allí se podía ver una hilera de casas tapiadas de dos apartamentos utilizadas en ocasiones por los traficantes de crack. También se veía el célebre solar de una antigua estación de servicio donde los camellos se reunían con sus mayoristas y hacían sus intercambios sin que les preocupase el que los vieran. Según unos informes policiales oficiosos, aquel solar había producido más cadáveres acribillados a balazos que ninguna otra zona del Distrito de Columbia.
Clay bajó muy despacio por la calle W con el seguro de las portezuelas puesto, asiendo con fuerza el volante, mirando a un lado y a otro, esperando oír el inevitable fragor de un tiroteo. Un muchacho blanco en aquel gueto era un objetivo irresistible a cualquier hora del día.
El Campamento era un antiguo almacén abandonado desde hacía mucho tiempo por quienquiera que lo hubiera utilizado por última vez, condenado por la ciudad y vendido después en subasta por un puñado de dólares a una organización sin ánimo de lucro que había intuido en cierto modo sus posibilidades. Se trataba de una mole impresionante cuyos ladrillos rojos habían sido pintados de granate oscuro con pistola pulverizadora desde la acera hasta el tejado y cuyos niveles inferiores habían sido repintados por los especialistas en grafitos del barrio. Bajaba serpenteando por la calle y abarcaba una manzana entera. Todas las puertas y ventanas laterales habían sido cerradas con cemento y pintadas, por cuyo motivo no se necesitaban vallas ni alambre de espino. Si alguien quería escapar de allí necesitaría un martillo, un escoplo y una dura jornada de trabajo ininterrumpido.
Clay aparcó su Honda Accord directamente delante del edificio y dudó entre apearse o alejarse precipitadamente de allí. Había un pequeño letrero por encima de una gruesa puerta de doble hoja:
CAMPAMENTO DE LA LIBERACIÓN. PROPIEDAD PRIVADA.
Prohibida la entrada. Como si alguien pudiera entrar allí paseando como quien no quiere la cosa o tuviera algún interés en hacerlo. Merodeaba por los alrededores el habitual surtido de personajes callejeros: jóvenes matones sin duda en posesión de droga y de la suficiente cantidad de armas para mantener a raya a la policía, un par de borrachines que se tambaleaban al unísono y, al parecer, un grupo de familiares esperando para visitar a los internos del Campamento. Su trabajo lo había conducido a los lugares más indeseables del Distrito de Columbia, y a causa de ello había adquirido la habilidad de comportarse como si no tuviera miedo. «Soy un abogado. Estoy aquí por motivos de trabajo. Apártate de mi camino. No me digas nada». En los casi cinco años que llevaba en la ODO, todavía no le habían pegado un tiro.
Cerró el Accord y mientras lo hacía, reconoció tristemente en su fuero interno que muy pocos o tal vez ninguno de los matones de aquella calle se sentirían atraídos por su pequeño automóvil. Tenía doce años y llevaba a cuestas casi trescientos mil kilómetros. Ya os lo podéis llevar, si queréis.
Contuvo la respiración e hizo caso omiso de las miradas de curiosidad de los ocupantes de la acera. «Soy el único blanco en tres kilómetros a la redonda», pensó. Pulsó el timbre que había junto a la puerta y una voz rechinó a través del interfono:
—¿Quién es?
—Me llamo Clay Carter. Soy abogado. Tengo una cita a las once con Talmadge X.
Pronunció el nombre con toda claridad, convencido de que se trataba de un error. A través del teléfono le había preguntado a la secretaria cómo se escribía el apellido del señor X, y ella le había contestado en tono algo brusco que no se trataba de un apellido en absoluto. Lo toma o lo deja. La cosa no iba a cambiar.
—Un momento —dijo la voz, y Clay se dispuso a esperar.
Clavó la mirada en la puerta, procurando por todos los medios no prestar la menor atención a cuanto lo rodeaba. Fue consciente de un movimiento a su izquierda, algo muy cercano.
—Oye, tío ¿eres abogado? —fue la pregunta de la aflautada voz de un joven negro, hablando lo bastante alto como para que todo el mundo lo oyera.
—Sí —contestó él con la mayor frialdad posible.
—Tú no eres abogado —dijo el joven.
A su espalda se estaba congregando un pequeño grupo cuyos integrantes contemplaban la escena boquiabiertos de asombro.
—Vaya si lo soy —dijo Clay.
—Tú no puedes ser un abogado, tío.
—Por supuesto que no —terció alguien del grupo.
—¿Seguro que eres abogado?
—Sí —contestó Clay, siguiéndoles la corriente.
—Pues, si eres abogado, ¿por qué tienes esa mierda de coche?
Clay no supo muy bien qué fue lo que más le dolió, si las carcajadas que soltaron los que estaban en la acera o la verdad de la afirmación. En un torpe intento de sonar gracioso, dijo:
—El Mercedes lo lleva mi mujer.
—Tú no tienes mujer. No llevas ninguna alianza.
«¿Qué otra cosa habrán observado?», se preguntó Clay. Aún se estaban riendo cuando una de las hojas de la puerta se abrió con un chirrido. Consiguió entrar con indiferencia en lugar de correr a refugiarse dentro. La zona de recepción era un búnker de suelo de hormigón, paredes de bloques de cemento, puertas metálicas, ausencia de ventanas, techos bajos, poca luz y todo lo propio de un búnker excepto sacos terreros y armas. Detrás de una alargada mesa procedente de los suministros del Ejército, una recepcionista estaba atendiendo dos teléfonos. Sin levantar la vista, dijo:
—Sólo tardará un minuto.
Talmadge X era un fuerte y nervioso sujeto de unos cincuenta años sin un gramo de grasa en el cuerpo enjuto ni el menor atisbo de sonrisa en el rostro arrugado y envejecido. Tenía unos grandes ojos cuya mirada reflejaba las marcas de varias décadas en la calle. Era muy negro y su atuendo, muy blanco: camisa de algodón y mono muy almidonados. Las botas negras de combate relucían; al igual que su cabeza, sin el menor rastro de cabello.
Señaló la única silla que había en su improvisado despacho y cerró la puerta.
—¿Tiene papeles? —preguntó con aspereza.
Estaba claro que la charla intrascendente no era una de sus especialidades.
Clay le entregó los documentos necesarios, todos ellos con la indescifrable firma garabateada por el esposado Tequila Watson. Talmadge X leyó todas las palabras de todas las páginas. Clay observó que no llevaba reloj y que tampoco le gustaban los relojes de pared. El tiempo se había quedado en la puerta.
—¿Cuándo firmó todo eso?
—Los documentos llevan la fecha de hoy. Le he visto hace un par de horas, en la cárcel.
—¿Y usted es su abogado de oficio? —preguntó Talmadge X—. ¿Oficialmente?
El hombre había pasado por el sistema judicial penal más de una vez.
—Sí. Nombrado por el tribunal y asignado por la Oficina de la Defensa de Oficio.
—¿Glenda todavía sigue allí?
—Sí.
—Nos conocemos desde hace tiempo.
Fue el único comentario intrascendente que habría entre ellos.
—¿Se enteró usted del tiroteo? —preguntó Clay, sacando de su maletín un bloc de notas.
—No hasta que usted llamó hace una hora. Sabíamos que salió el martes y no regresó, sabíamos que algo había ocurrido, pero es que aquí siempre esperamos que ocurra algo. —Sus palabras eran lentas y precisas; parpadeaba a menudo, pero no desviaba la vista—. Cuénteme qué pasó.
—Todo eso es confidencial, ¿de acuerdo? —dijo Clay.
—Yo soy su asesor. Y también su pastor. Nada de lo que se diga en esta habitación saldrá de ella. ¿Vale?
—Muy bien.
Clay facilitó los detalles que había reunido hasta el momento, incluyendo la versión de los acontecimientos de Tequila. Tanto técnica como éticamente no debería haber revelado ningún dato que le hubiera facilitado su cliente. Pero ¿a quién le importaría realmente? Talmadge X sabía muchas más cosas acerca de Tequila Watson de las que Clay jamás lograría averiguar.
Mientras el relato seguía adelante y los acontecimientos se desarrollaban ante Talmadge X, éste apartó finalmente la mirada y cerró los ojos. Después ladeó y levantó la cabeza hacia el techo, como si quisiera preguntarle a Dios por qué había ocurrido todo aquello. Parecía profundamente sumido en sus pensamientos, y profundamente turbado.
Cuando Clay terminó, Talmadge X preguntó:
—¿Qué puedo hacer?
—Me gustaría ver su expediente. Me ha dado autorización.
El expediente descansaba sobre el escritorio, delante de Talmadge X.
—Más tarde —dijo éste—. Primero, hablemos. ¿Qué quiere saber usted?
—Empecemos por Tequila. ¿De dónde vino?
Talmadge volvió a mirarlo; estaba dispuesto a ayudar.
—De la calle, del mismo sitio de donde vienen todos. Nos lo envió el Servicio Social porque era un caso perdido. No tenía familia. Jamás conoció a su padre. Su madre murió de sida cuando él tenía tres años. Lo criaron una o dos tías, pasó por toda la familia, por hogares adoptivos de aquí y allá, entró y salió varias veces del juzgado y de varios reformatorios. Dejó el colegio. Un caso típico para nosotros. ¿Conoce usted el Campamento?
—No.
—Nos envían los casos más difíciles, los yonquis recalcitrantes. Los mantenemos encerrados varios meses, les proporcionamos un ambiente de campamento militar. Aquí somos ocho asesores, y todos somos adictos, porque cuando has sido adicto una vez, lo eres toda la vida, pero eso usted ya debe de saberlo. Ahora cuatro de nosotros somos pastores. Yo cumplí una condena de trece años por drogas y atracos, pero después encontré a Jesús. Sea como fuere, estamos especializados en los jóvenes adictos al crack a los que nadie más puede ayudar.
—¿Sólo al crack?
—El crack es la mejor droga. Es barato, lo hay en abundancia y durante unos minutos aparta de tu mente cualquier pensamiento sobre la vida. En cuanto empiezas, ya no puedes dejarlo.
—Él no me dijo gran cosa acerca de sus antecedentes penales.
Talmadge X abrió el expediente y empezó a hojearlo.
—Probablemente porque apenas recuerda nada. Tequila se pasó muchos años colocado. Aquí tiene. Montones de pequeños delitos cuando era menor de edad, atracos, robo de vehículos, las cosas habituales que todos hacíamos para poder comprar droga. A los dieciocho años cumplió una condena de cuatro meses por hurto en una tienda. El año pasado lo condenaron por tenencia y cumplió una condena de tres meses. No son unos antecedentes muy malos para uno de nosotros. Jamás cometió un acto violento.
—¿Cuántos delitos graves?
—No veo ninguno.
—Supongo que eso servirá de algo —dijo Clay—. Quizá.
—No parece que haya nada que pueda servir.
—Me han dicho que hubo por lo menos dos testigos presenciales. Pero no soy muy optimista.
—¿Ha confesado algo a la policía?
—No. Me han dicho que se cerró en banda cuando lo detuvieron y que no ha dicho nada.
—Es extraño.
—Sí que lo es —convino Clay.
—Lo condenarán a cadena perpetua sin libertad vigilada —dijo Talmadge X, la voz de la experiencia.
—Eso parece.
—Pero para nosotros no es el fin del mundo, ¿comprende, señor Carter? Por muchos motivos, la vida en la cárcel es mejor que la vida en estas calles. Tengo muchos amigos que la prefieren. Lo más triste es que Tequila era uno de los pocos que habría logrado rehabilitarse.
—¿Y eso por qué?
—El chico es listo. En cuanto lo desintoxicamos y le devolvimos la salud, no sabe usted lo a gusto que se sintió. Por primera vez en su vida de adulto estaba desenganchado. No sabía leer, y nosotros le enseñamos. Le gustaba dibujar, y lo alentamos en sus aficiones artísticas. Aquí nunca tenemos demasiadas satisfacciones, pero Tequila hizo que nos sintiéramos orgullosos. Incluso estaba pensando en cambiar de nombre, por razones obvias.
—¿Nunca tienen satisfacciones?
—Perdemos a un sesenta por ciento, señor Carter. Casi dos tercios. Los acogemos aquí hechos una ruina, colgados, con el cuerpo y el cerebro quemados por el crack, medio muertos de hambre, desnutridos, con sarpullidos cutáneos y el cabello cayéndoseles a mechones, los yonquis más irrecuperables que puede producir el Distrito de Columbia, y los engordamos y desintoxicamos, los encerramos abajo, en la sección de adiestramiento básico, donde se levantan a las seis de la mañana, limpian sus habitaciones y esperan a que se lleve a cabo la inspección. El desayuno es a las seis y media, y a continuación se procede a un lavado de cerebro ininterrumpido por parte de un severo grupo de asesores que han estado exactamente en los mismos lugares que ellos, dejémonos de puñetas, y disculpe mi lenguaje; y que no intenten siquiera engañarnos, porque todos hemos engañado. Al cabo de un mes, ya están desintoxicados y se sienten muy orgullosos de ello. No echan de menos el mundo exterior, porque aquí fuera no les espera nada bueno…, ni trabajo, ni familia, nadie los quiere. Es fácil lavarles el cerebro, y somos implacables. Pasados tres meses, y dependiendo del paciente, empezamos a dejarlos salir a la calle durante una o dos horas al día. Nueve de cada diez vuelven, ansiosos de regresar a sus pequeñas habitaciones. Permanecen un año aquí, señor Carter. Doce meses, ni un día menos. Procuramos facilitarles algunos conocimientos, como, por ejemplo, un poco de adiestramiento en el manejo de un ordenador. Nos esforzamos en encontrarles trabajo. Consiguen el diploma y todos nos echamos a llorar de emoción. Se van y, en cuestión de un año, dos tercios de ellos vuelven al crack y a delinquir.
—¿Los readmiten?
—Raras veces. Si saben que pueden regresar, es más fácil que vuelvan a caer.
—¿Qué ocurre con el tercio restante?
—Para eso estamos aquí, señor Carter. Por eso soy asesor. Estos chicos, como yo, sobreviven en el mundo y lo hacen con una dureza que nadie más puede comprender. Todos hemos estado en el infierno y hemos regresado, y le aseguro que el camino es muy desagradable. Muchos de nuestros supervivientes trabajan con otros adictos.
—¿Qué capacidad tiene el albergue?
—Disponemos de ochenta camas, todas ocupadas. Hay espacio para el doble, pero nunca hay suficiente dinero.
—¿Quién los subvenciona?
—El ochenta por ciento son subvenciones federales, pero no existe ninguna garantía de un año para otro. El resto lo sufragan varias fundaciones privadas. Estamos tan ocupados que no podemos dedicar el tiempo suficiente a conseguir dinero.
Clay pasó una hoja e hizo una anotación.
—¿No hay ni un solo familiar con quien yo pueda hablar? Talmadge X pasó las páginas del expediente y meneó la cabeza.
—Tal vez haya una tía en algún sitio, pero no espere demasiado. Aunque usted la encontrara, ¿cómo podría ella ayudarlo?
—No podría. Pero es bonito tener a un familiar con quien ponerse en contacto.
Talmadge X seguía pasando las páginas del expediente con expresión de estar maquinando algo. Clay sospechó que estaba buscando notas o apuntes para retirarlos antes de entregárselo.
—¿Cuándo podré examinar el expediente? —preguntó Clay.
—¿Qué le parece mañana? Primero me gustaría echarle un vistazo.
Clay se encogió de hombros. Si Talmadge. X decía mañana, tendría que ser mañana.
—Bueno, señor Carter, no entiendo su móvil. Dígame por qué.
—No puedo. Dígamelo usted a mí. Lo conoce desde hace casi cuatro meses. Carece de antecedentes de violencia o tenencia de armas. No era propenso a las peleas. Parecía un paciente modelo. Usted lo ha visto todo. Dígame usted por qué.
—Lo he visto todo —admitió Talmadge X con una mirada todavía más triste—, pero esto jamás lo había visto. El chico temía la violencia. Aquí no toleramos las peleas, pero los chicos son lo que son y siempre se producen algunos pequeños rituales de intimidación. Tequila era uno de los más débiles. Es imposible que saliera de aquí, robara un arma, eligiese una víctima al azar y la matara. Es imposible que se echara encima de un tío en la cárcel y lo enviara al hospital. Sencillamente no me lo creo.
—Pues entonces, ¿qué le digo al jurado?
—¿Qué jurado? Eso será una declaración de culpabilidad y usted lo sabe. El chico va a pasarse el resto de su vida en la cárcel. Estoy seguro de que conoce a un montón de gente de allí dentro.
Se produjo un prolongado silencio, una pausa que no pareció molestar en absoluto a Talmadge X. Éste cerró la carpeta y la dejó a un lado. La reunión estaba a punto de terminar. Pero Clay era el visitante. Había llegado el momento de marcharse.
—Regresaré mañana —dijo—. ¿A qué hora?
—Pasadas las diez —contestó Talmadge X—. Lo acompaño.
—No es necesario —dijo Clay, alegrándose de contar con su escolta.
El grupo era más numeroso y parecía estar esperando a que el abogado saliera del Campamento. Estaban sentados o apoyados en el Accord, que seguía en el mismo sitio, todavía intacto. Cualquier broma que se llevaran entre manos quedó inmediatamente olvidada ante la aparición de Talmadge X. Con un rápido movimiento de la cabeza, éste dispersó el grupo y Clay se alejó a toda prisa, incólume pero temiendo su regreso al día siguiente.
Recorrió ocho manzanas y encontró la calle Lamont y después la esquina de la avenida Georgia, donde se detuvo un momento para echar un rápido vistazo alrededor. No faltaban callejones en los que uno pudiera disparar contra alguien, y él no estaba dispuesto a buscar pelea. El barrio era tan desolado como el que acababa de dejar. Regresaría más tarde con Rodney, un auxiliar jurídico que conocía las calles, y juntos llevarían a cabo discretas averiguaciones y harían preguntas.