El edificio era, a fin de cuentas, una cárcel. Aunque lo hubiesen construido recientemente y su solemne inauguración hubiese sido motivo de inmenso orgullo para un puñado de dirigentes ciudadanos, no por ello dejaba de ser una cárcel. Diseñado por unos vanguardistas asesores de defensa urbana y provisto de toda suerte de artilugios de seguridad de alta tecnología, seguía siendo una cárcel. Era eficiente, seguro y respetuoso con los derechos humanos, pero, a pesar de haber sido construido con vistas al siglo venidero, estuvo superpoblado ya a partir del primer día. Por fuera parecía un inmenso bloque de hormigón rojo apoyado sobre uno de sus extremos, sin ventanas, irremediable, lleno de delincuentes y de las numerosas personas que los vigilaban. Para que alguien se sintiera un poco mejor, lo habían etiquetado como Centro de Justicia Penal, un moderno eufemismo utilizado ampliamente por los arquitectos de semejantes proyectos. Pero era una cárcel.
Y constituía una parte considerable del territorio de Clay Carter. Allí se reunía con casi todos sus clientes tras su detención y antes de su puesta en libertad bajo fianza, en caso de que pudieran pagarla. Muchos no podían. Muchos eran detenidos por delitos no violentos y, tanto si eran culpables como inocentes, permanecían encerrados hasta su comparecencia ante los tribunales. Tigger Banks se había pasado casi ocho meses en la cárcel por un robo que no había cometido. Y había perdido sus dos empleos a tiempo parcial, además de su apartamento y su dignidad. La última llamada telefónica que le hizo Tigger a Clay había sido una desgarradora petición de dinero. Había vuelto a engancharse al crack, se encontraba en la calle y estaba rodando cuesta abajo sin remedio.
Todos los abogados criminalistas de la ciudad tenían una historia similar a la de Tigger Banks; el final era indefectiblemente desgraciado y no se podía hacer nada por evitarlo. El coste de un recluso ascendía a cuarenta y un mil dólares anuales; ¿por qué tenía tanto empeño el sistema en malgastar el dinero?
Clay estaba harto de aquellas preguntas y harto de los Tiggers de su carrera, harto de la cárcel y de los mismos malhumorados guardias que lo saludaban a la entrada del sótano que utilizaban casi todos los abogados. Y estaba harto del olor de aquel lugar y de los estúpidos y ridículos procedimientos ideados por los burócratas que leían manuales acerca de la mejor manera de garantizar la seguridad en las cárceles. Eran las nueve de la mañana de un miércoles, aunque para Clay todos los días eran iguales. Se acercó a una ventanilla deslizante bajo un rótulo que rezaba ABOGADOS, y cuando la funcionaria estuvo segura de que ya le había hecho esperar lo suficiente, abrió la ventanilla y no dijo nada. No era necesario, pues ella y Clay llevaban casi cinco años mirándose el uno al otro con expresión ceñuda, sin pronunciar palabra. Clay firmó en un registro, se lo devolvió y ella volvió a cerrar la ventanilla, sin duda a prueba de balas para protegerla de los abogados desmadrados.
Glenda se había pasado dos años tratando de poner a punto un sencillo método de llamada previa, a fin de que los abogados de la ODO, y cualquier otra persona que lo necesitara, pudieran llamar con una hora de antelación, de tal manera que, cuando ellos llegaran, sus clientes se encontraran más o menos cerca de la sala de reuniones. Se trataba de una petición muy sencilla, y precisamente por su sencillez había acabado muriendo en el infierno burocrático.
Había una hilera de sillas adosadas a una pared en las que los abogados tenían que esperar sentados mientras sus peticiones eran transmitidas a paso de tortuga a alguien de arriba. A las nueve de la mañana siempre había unos cuantos abogados jugueteando con sus carpetas, hablando en susurros a través de sus móviles sin prestarse la menor atención los unos a los otros. En determinado momento de su joven carrera, Clay solía llevar consigo textos jurídicos que leía y destacaba en amarillo para impresionar a sus colegas con la intensidad de su concentración. Sacó el Post y se puso a leer la sección de deportes. Como de costumbre, consultó su reloj para ver cuánto tiempo perdería esperando a Tequila Watson.
Veinticuatro minutos. No estaba mal.
Un guardia lo acompañó por un pasillo hasta llegar a una espaciosa sala dividida por una gruesa lámina de plexiglás. El guardia señaló la cuarta cabina contando desde el final y Clay se sentó. A través del cristal vio que la otra mitad de la cabina estaba vacía. La espera aún no había terminado. Sacó unos papeles de su maletín y empezó a pensar en las preguntas que le formularía a Tequila. La cabina de su derecha estaba ocupada por un abogado en medio de una tensa pero muda conversación con su cliente, una persona a la que Clay no podía ver.
El guardia regresó y se dirigió a él hablando en voz baja como si semejante conversación estuviera prohibida.
—Su chico ha tenido una mala noche —dijo, agachando la cabeza y levantando la vista hacia las cámaras de seguridad.
—De acuerdo —dijo Clay.
—Se echó encima de un chaval sobre las dos de la mañana, le arreó una paliza tremenda y armó un alboroto terrible. Tuvieron que intervenir seis de nuestros muchachos para reducirlo. Es un desastre.
—¿Tequila?
—Watson, ése es. Han tenido que llevar al otro chico al hospital. Cuente con otras acusaciones.
—¿Está usted seguro? —preguntó Clay, mirando por encima del hombro.
—Está todo grabado en vídeo.
Final de la conversación.
Ambos levantaron la vista cuando aparecieron dos guardias conduciendo a Tequila a su asiento, cada uno de ellos sujetándolo por un codo. Iba esposado y, aunque por regla general solía soltarse a los reclusos para que hablaran con sus abogados, a Tequila no le quitaron las esposas. El chico se sentó. Los guardias se apartaron, pero sin alejarse demasiado.
Su ojo izquierdo estaba hinchado y cerrado, y tenía sangre reseca en ambos ángulos. El derecho estaba abierto, pero inyectado en sangre. En el centro de la frente llevaba una gasa sujeta con esparadrapo y una tirita en la barbilla. Tenía los labios y las mandíbulas tumefactos y tan hinchados que Clay no estuvo muy seguro de tener delante al cliente que le correspondía. Alguien en algún lugar había propinado una soberana paliza al chico que permanecía sentado a algo menos de un metro de distancia al otro lado de la lámina de plexiglás.
Clay tomó el auricular negro y le indicó a Tequila por señas que hiciera lo mismo. Éste sujetó torpemente el aparato con ambas manos.
—¿Es usted Tequila Watson? —preguntó Clay, procurando establecer el mayor contacto visual posible.
El chico asintió muy despacio con la cabeza, como si unos huesos sueltos se estuvieran moviendo dentro de su cráneo.
—¿Lo ha visto un médico?
Una inclinación de la cabeza para responder que sí.
—¿Eso se lo han hecho los de la policía? El chico meneó la cabeza sin vacilar. No.
—¿Se lo han hecho los otros chicos de la celda? Una inclinación de la cabeza para responder que sí.
Costaba imaginar a Tequila Watson con sus sesenta kilos de peso avasallando a la gente en una abarrotada celda de la cárcel del Distrito de Columbia.
—¿Conocía usted al chico?
Movimiento lateral. No.
Por el momento, el auricular no le había servido de nada, y Clay se estaba cansando del lenguaje de los signos.
—¿Por qué razón exacta atacó usted al chico?
Al final, y con un supremo esfuerzo, los hinchados labios se abrieron.
—No lo sé —consiguió mascullar lenta y dolorosamente.
—Estupendo, Tequila. Con eso ya podré empezar a trabajar.
¿Defensa propia tal vez? ¿El chico lo agredió? ¿Le pegó primero?
—No.
—¿Lo amenazó, lo insultó, algo de este tipo?
—Estaba durmiendo.
—¿Durmiendo?
—Sí.
—¿Roncaba muy fuerte? No, no me haga caso.
El abogado desvió la vista de Tequila, pues de repente necesitaba escribir algo en su bloc de notas de color amarillo. Clay garabateó la fecha, la hora, el lugar y el nombre del cliente, y a continuación se quedó sin datos importantes que anotar. Almacenaba cien preguntas en su memoria, y otras cien una vez formuladas las anteriores. En las entrevistas iniciales, las preguntas raras veces variaban, y solían remitirse a datos esenciales de la miserable vida de su cliente y las circunstancias en que ambos se habían conocido. La verdad se guardaba como una joya preciada que sólo se transmitía a través de la lámina de plexiglás cuando el cliente no estaba amenazado. Las preguntas acerca de la familia, la escuela, el trabajo y los amigos solían contestarse con cierto grado de sinceridad, pero las referidas al delito se contestaban con astucia de tahúr. Todos los criminalistas sabían que no tenían, durante las primeras entrevistas, que centrarse demasiado en el delito. Era mejor averiguar los detalles por otros medios. E investigar prescindiendo de la guía del cliente. La verdad tal vez llegara más tarde.
Sin embargo, Tequila parecía muy distinto de los demás. Hasta aquel momento no había mostrado el menor temor a la verdad. Clay decidió ahorrarse muchísimas horas de su valioso tiempo. Se inclinó hacia delante y, bajando la voz, dijo:
—Dicen que mató a un chico, que le disparó cinco veces a la cabeza.
La hinchada cabeza se inclinó muy levemente.
—Un tal Ramón Pumphrey, también llamado Pumpkin —añadió Clay—. ¿Conocía a ese chico?
Una inclinación de la cabeza para responder que sí.
—¿Disparó contra él?
La voz de Clay era casi un susurro. Los guardias estaban durmiendo, pero la pregunta era de esas que los abogados no suelen formular, y mucho menos en la cárcel.
—Sí —contestó Tequila en voz baja.
—¿Cinco veces?
—Pensaba que habían sido seis.
«Vaya, ahí se acabó el juicio. Cerraré este caso en sesenta días —pensó Clay—. Un rápido acuerdo extrajudicial. Una declaración de culpabilidad a cambio de cadena perpetua».
—¿Ajuste de cuentas por algo relacionado con drogas?
—No.
—¿Lo atracó usted?
—No.
—A ver si me echa una mano, Tequila. Tenía usted algún motivo, ¿verdad?
—Lo conocía.
—¿Fue por eso? ¿Porque lo conocía? ¿Ésta es su mejor excusa? Tequila asintió con la cabeza sin decir nada.
—Por una chica, ¿verdad? ¿Lo sorprendió con su novia? Tiene usted novia, ¿verdad?
Meneó la cabeza. No.
—¿Tuvieron los disparos algo que ver con el sexo?
—No.
—Dígame algo, Tequila. Soy su abogado. Soy la única persona del planeta que está trabajando ahora mismo para ayudarlo. Déme algo con que poder trabajar.
—Le compraba droga a Pumpkin.
—Ya era hora. ¿Cuánto tiempo hace?
—Un par de años.
—Muy bien. ¿Le debía él alguna cantidad de dinero o tal vez un poco de droga? ¿Le debía usted algo a él?
—No.
Clay respiró hondo y, por primera vez, reparó en las manos de Tequila. Estaban cubiertas de pequeños cortes y tan hinchadas que no se distinguían los nudillos.
—¿Se pelea usted mucho?
Puede que inclinara la cabeza o puede que la meneara.
—Ya no.
—¿Pero antes sí?
—Cosas de niños. Una vez me peleé con Pumpkin.
Clay volvió a respirar hondo y levantó el bolígrafo.
—Gracias por su ayuda. ¿Cuándo se peleó exactamente con Pumpkin?
—Hace mucho tiempo.
—¿Cuántos años tenían ustedes?
Un encogimiento de hombros en respuesta a una pregunta estúpida. Clay sabía por experiencia que sus clientes no tenían noción del tiempo. Los habían atracado la víspera o los habían detenido el mes anterior, pero si uno indagaba más allá de treinta días, todas las historias se mezclaban. En la actualidad la vida callejera era una lucha por la supervivencia, sin tiempo para recordar ni nada del pasado que añorar. Como el futuro no existía, el punto de referencia no se conocía.
—Unos niños —dijo Tequila. Dar respuestas tan escuetas quizá fuese algo habitual en él, tanto si tenía las mandíbulas rotas como si no.
—¿Cuántos años tenían?
—Puede que doce.
—¿Estaban en la escuela?
—Jugando al baloncesto.
—¿Fue una pelea violenta, con cortes, huesos rotos y cosas por el estilo?
—No. Los chicos mayores la interrumpieron.
Clay soltó el auricular un momento y resumió su defensa: «Señoras y señores del jurado, mi cliente disparó cinco o seis veces a bocajarro contra el señor Pumphrey (que iba desarmado) en un sucio callejón por dos motivos; primero, porque lo reconoció; segundo, porque hace unos ocho años ambos se liaron a tortazos y empellones en un patio de recreo. Puede que eso no sea gran cosa, señoras y señores, pero todos nosotros sabemos que en Washington, Distrito de Columbia, estos dos motivos son tan válidos como cualquier otro».
Volvió a coger el auricular y preguntó:
—¿Veía usted a menudo a Pumpkin?
—No.
—¿Cuándo fue la última vez que lo vio antes de disparar contra él?
Un encogimiento de hombros. Otra vez el problema del tiempo.
—¿Lo veía una vez a la semana?
—No.
—¿Una vez al mes?
—No.
—¿Dos veces al año?
—Quizá.
—Cuando le vio hace un par de días, ¿discutió usted con él? A ver si me ayuda un poco, Tequila, me está costando mucho averiguar los detalles.
—No discutimos.
—¿Por qué entró en el callejón?
Tequila soltó el auricular y empezó a mover muy despacio la cabeza hacia delante y hacia atrás como si tratara de resolver alguna dificultad. Estaba claro que sufría. Las esposas se le estaban clavando en la piel. Cogió otra vez el auricular y dijo:
—Le diré la verdad. Tenía una pistola y quería pegarle un tiro a alguien. A cualquiera, daba igual. Salí del Campamento y eché a andar sin rumbo fijo, buscando a alguien a quien dispararle. Estuve a punto de hacerlo contra un coreano en la entrada de su tienda, pero había demasiada gente alrededor. Vi a Pumpkin. Lo conocía. Nos pasamos un minuto hablando. Le dije que tenía un poco de crack, a precio de ganga. Entramos en el callejón. Y le pegué un tiro al chico. No sé por qué. Sencillamente quería cargarme a alguien.
Cuando estuvo claro que el relato ya había terminado, Clay preguntó:
—¿Qué es el Campamento?
—El centro de rehabilitación. Es el sitio donde yo vivía.
—¿Cuánto tiempo llevaba allí?
Otra vez el problema del tiempo; pero la respuesta constituyó toda una sorpresa.
—Ciento quince días.
—¿Llevaba ciento quince días desenganchado?
—Sí.
—¿Estaba desenganchado cuando disparó contra Pumpkin?
—Sí. Y sigo estándolo. Ciento dieciséis días.
—¿Había disparado anteriormente contra alguien?
—No.
—¿Cómo obtuvo la pistola?
—La robé en casa de mi primo.
—¿El Campamento es un centro cerrado?
—Sí.
—¿Y usted se escapó?
—Me habían concedido dos horas. Después de cien días, puedes salir un par de horas y volver.
—¿O sea que usted salió del Campamento, se dirigió a la casa de su primo, robó el arma y empezó a recorrer las calles en busca de alguien a quien pegarle un tiro y se tropezó con Pumpkin?
Hacia el final de la pregunta, Tequila empezó a asentir con la cabeza.
—Eso es lo que ocurrió. No me pregunte por qué. No lo sé. Sencillamente no lo sé.
A Clay le pareció que el enrojecido ojo derecho de Tequila se humedecía levemente, a causa tal vez de la culpa y el remordimiento, pero no pudo asegurarlo. Sacó unos papeles de su maletín y los deslizó a través de la abertura que había en la lámina de plexiglás.
—Fírmelos al lado de las marcas de control en rojo. Regresaré dentro de un par de días.
Tequila no prestó la menor atención a los papeles.
—¿Qué me va a pasar? —preguntó.
—Ya hablaremos de eso más adelante.
—¿Cuándo podré salir?
—Es probable que tarde mucho tiempo.