En una ciudad en la que había setenta y seis mil abogados, muchos de ellos enclaustrados en megadespachos a un tiro de rifle del Capitolio de Estados Unidos —unos prósperos y poderosos bufetes cuyos más brillantes asociados eran fichados por sumas obscenamente astronómicas, en los que los más ineptos ex congresistas cerraban lucrativos acuerdos por su condición de miembros de influyentes grupos de presión, y los más afamados letrados se presentaban con sus propios agentes—, la Oficina de la Defensa de Oficio ocupaba los últimos puestos en las ligas secundarias. Era la Tercera División.
Algunos abogados de la ODO estaban entregados en cuerpo y alma a la defensa de los pobres y los oprimidos, y para ellos su trabajo no constituía un escalón para ascender en la escala profesional. A pesar de lo poco que ganaban y de lo menguados que eran sus presupuestos, vivían exclusivamente de la independencia de su trabajo y de la satisfacción que les deparaba la protección de los desvalidos.
Otros defensores de oficio se decían a sí mismos que su trabajo era provisional, sencillamente el imprescindible y necesario adiestramiento para poder acceder a carreras más prometedoras. Aprende el oficio a pulso, ensúciate las manos, examina y haz cosas a las que jamás se acercaría un asociado de un despacho importante, y algún día un bufete con auténtica visión te recompensará el esfuerzo. Una ilimitada experiencia judicial, un amplio conocimiento de los jueces, de los secretarios judiciales y de la policía, capacidad para afrontar cantidades ingentes de trabajo, habilidad en el trato con los clientes más difíciles…, éstas eran algunas de las muchas ventajas que un defensor de oficio podía ofrecer al cabo de unos pocos años de permanencia en el puesto.
La ODO contaba con ochenta abogados, todos ellos apretujados en dos estrechos y asfixiantes pisos del edificio de Servicios Públicos del Distrito de Columbia, una pálida y cuadrada estructura de hormigón conocida como El Cubo, situada en la avenida Massachusetts cerca de Thomas Circle. Había unas cuarenta secretarias muy mal pagadas y tres docenas de auxiliares jurídicos repartidos por todo un laberinto de despachos que parecían chiribitiles. La directora era una mujer llamada Glenda, que se pasaba casi todo el tiempo encerrada en su despacho porque allí dentro se sentía más segura.
El sueldo inicial de un abogado de la ODO era de treinta y seis mil dólares. Los aumentos de sueldo eran minúsculos y tardaban mucho en producirse. El abogado de mayor antigüedad, un derrotado viejo de cuarenta y tres años, ganaba cincuenta y siete mil dólares y llevaba diecinueve años amenazando con marcharse. La cantidad de trabajo era impresionante, porque la ciudad estaba perdiendo la guerra que libraba contra el crimen. La provisión de delincuentes sin recursos era interminable. Cada año, desde hacía ocho, Glenda presentaba un presupuesto solicitando otros diez abogados y una docena más de auxiliares jurídicos. En cada uno de los últimos cuatro presupuestos le habían asignado menos dinero que el año anterior. Su dilema en aquel momento era establecer a qué auxiliares jurídicos despedir y a qué abogados obligar a trabajar a tiempo parcial.
Como casi todos los demás defensores de oficio, Clay Carter no había estudiado Derecho con la intención de dedicarse, ni siquiera durante un breve período, a la defensa de los delincuentes sin recursos. De eso, ni hablar. Cuando Clay estudiaba en el colegio universitario y más tarde en la facultad de Derecho de Georgetown, su padre tenía un bufete en el Distrito de Columbia. Clay se había pasado años trabajando allí a tiempo parcial y disponía de su propio despacho. Sus sueños eran entonces ilimitados, padre e hijo pleiteaban juntos y ganaban el dinero a espuertas.
Pero el bufete se vino abajo durante el último curso de Clay en la facultad y su padre había abandonado la ciudad. Eso, sin embargo, era otra historia. Clay se convirtió en defensor de oficio porque no había ningún otro trabajo disponible.
Le llevó tres años de maniobras y confabulaciones conseguir su propio despacho, uno que no tuviese que compartir con otro abogado o un auxiliar jurídico. Su tamaño era el de un modesto cuarto de planchar de una vivienda de las afueras, carecía de ventanas y tenía una mesa que ocupaba la mitad del espacio. El despacho que le habían asignado en el antiguo bufete de su padre era cuatro veces más grande y tenía unas preciosas vistas del monumento a Washington, y por más que él hubiera tratado de olvidar aquellas vistas, no podía borrarlas de su memoria. A pesar de los cinco años transcurridos, a veces aún permanecía sentado detrás de su escritorio contemplando las paredes que cada mes parecían estrechar más el cerco en torno a él, preguntándose cómo era posible que hubiera caído de una posición tan alta a otra tan baja.
Arrojó el expediente de Tequila Watson sobre la limpia y ordenada superficie de su escritorio y se quitó la chaqueta. En medio del deprimente ambiente que lo rodeaba, lo más fácil hubiese sido descuidar el lugar, dejar que los expedientes y los papeles se amontonaran, atestar el despacho de cosas y culpar de ello al exceso de trabajo y la escasez de personal. Pero su padre creía que un despacho ordenado era un reflejo de una mente ordenada. Si no podías encontrar algo en treinta segundos, estabas perdiendo dinero, le decía siempre su padre. Devolver de inmediato las llamadas telefónicas era otra regla que Clay había aprendido a cumplir.
Por consiguiente, era muy maniático con su escritorio y su despacho, para gran regocijo de sus agobiados colegas. Su diploma de la facultad de Derecho de Georgetown colgaba, elegantemente enmarcado, en el centro de una pared. Durante sus primeros dos años en la ODO se había negado a exhibirlo por temor a que otros abogados se preguntaran por qué razón alguien de Georgetown estaba trabajando a cambio de un sueldo tan bajo. Para adquirir experiencia, se decía, estoy aquí para adquirir experiencia. Un juicio cada mes…, pero enfrentándose a unos abogados de la acusación muy duros, en presencia de unos jurados que no les iban a la zaga. Por la preparación directa y a pecho descubierto que ningún despacho de campanillas podía ofrecer. El dinero ya vendría más tarde, cuando fuera un pleiteador curtido por las batallas libradas a muy temprana edad.
Contempló el delgado expediente de Watson que descansaba en el centro de su escritorio e intentó imaginar el modo de endosárselo a otro. Estaba hasta la coronilla de los casos difíciles y de la sensacional preparación que éstos le ofrecían y de todas las demás tonterías que tenía que aguantar en su calidad de mal pagado abogado de oficio.
Sobre la mesa había cinco hojitas de color rosado con mensajes telefónicos; cinco de ellos relacionados con su trabajo y uno de Rebecca, su novia de toda la vida. Fue a quien llamó en primer lugar.
—Estoy muy ocupada —le dijo ella tras el habitual intercambio de bromas.
—Me has llamado —dijo Clay.
—Sí, sólo puedo hablar un minuto, como mucho.
Rebecca trabajaba como ayudante de un congresista de segunda fila que era el presidente de algún inútil subcomité. Pero, por ser el presidente, disponía de otro despacho que exigía la presencia de personal como Rebecca, quien se había pasado todo el día trabajando con ahínco en la preparación de la siguiente tanda de vistas a las que nadie asistiría. Su padre había echado mano de su influencia para conseguirle aquel puesto.
—Yo también estoy un poco agobiado —dijo Clay—. Acabo de hacerme cargo de otro caso de asesinato.
Logró conferir a sus palabras un cierto tono de orgullo, como si constituyera un honor ser el abogado de Tequila Watson.
Solían entregarse a aquel juego: ¿cuál de los dos estaba más atareado?, ¿quién era el más importante?, ¿quién trabajaba más duro?, ¿quién estaba sometido a más presión?
—Mañana es el cumpleaños de mi madre —dijo ella, haciendo una breve pausa como si Clay tuviera que saberlo. No lo sabía. Y no le importaba. No le gustaba la madre de Rebecca—. Nos han invitado a cenar en el club.
El mal día acababa de empeorar. La única respuesta que se le ocurrió, y muy rápida, por cierto, fue:
—Claro.
—Sobre las siete. Chaqueta y corbata.
—Por supuesto.
«Preferiría cenar con Tequila Watson en la cárcel», pensó.
—Tengo que irme —dijo Rebecca—. Nos vemos mañana. Te quiero.
—Yo a ti también.
Era una típica conversación entre ambos, unas pocas frases apresuradas antes de salir corriendo a salvar el mundo. Clay contempló la fotografía de Rebecca que tenía en su escritorio. Su idilio había tropezado con complicaciones suficientes para hundir diez matrimonios. En una ocasión su padre había interpuesto una demanda contra el de Rebecca y nunca estuvo muy claro quién había ganado y quién había perdido. La familia de ella presumía de descender de la alta sociedad de Alexandria; él había sido un hijo de oficial, nacido y criado en un puesto militar. Ellos eran republicanos del ala derecha y él no. El padre de Rebecca era conocido como Bennett el Bulldozer por su implacable dedicación a la construcción de urbanizaciones de ínfima calidad en los barrios periféricos del norte de Virginia que rodeaban el Distrito de Columbia. Clay las aborrecía y abonaba en secreto su cuota a dos asociaciones ecologistas que luchaban contra los especuladores urbanísticos. La madre de Rebecca era una arribista agresiva que aspiraba a que sus dos hijas se casaran con hombres de dinero. Clay llevaba once años sin ver a su madre. No tenía la menor ambición social. Y carecía de dinero.
A lo largo de casi cuatro años, la relación había sobrevivido a razón de una pelea al mes, casi todas ellas orquestadas por la madre de Rebecca. La relación entre ambos se aferraba a la vida gracias al amor, el deseo y la firme decisión de triunfar a pesar de todos los factores en contra.
Pero Clay percibía cierto cansancio por parte de Rebecca, un progresivo agotamiento causado por la edad y la constante presión familiar. Tenía veintiocho años. No quería hacer carrera en su profesión. Quería tener un marido y una familia y pasarse los días en el club de campo mimando a sus hijos, jugando al tenis y almorzando con su madre.
Paulette Tullos apareció como llovida del cielo y lo sobresaltó.
—Te han pillado, ¿verdad? —dijo con una relamida sonrisa en los labios—. Un nuevo caso de asesinato.
—¿Estabas allí? —le preguntó Clay.
—Lo he visto todo. Lo he visto venir, lo he visto ocurrir y no te he podido salvar, amigo mío.
—Gracias. Te debo una.
Clay le hubiera ofrecido encantado un asiento, pero su despacho era tan pequeño que en él no había sillas, y, además, éstas no eran necesarias pues todos sus clientes estaban en la cárcel. Sentarse y charlar no formaba parte de la cotidiana tarea de un abogado de oficio.
—¿Qué posibilidades tengo de librarme de él? —inquirió.
—Prácticamente ninguna. ¿A quién vas a endosárselo?
—Estaba pensando en ti.
—Lo siento. Ya tengo otros dos casos de asesinato. Glenda no va a cambiártelo.
Paulette era su amiga más íntima dentro de la ODO. Era un producto del sector más bajo de la ciudad, se había abierto camino hasta el colegio universitario y la facultad de Derecho por las noches y parecía destinada a las clases medias hasta que conoció a un caballero griego de más edad con cierta predilección por las chicas negras. El hombre se casó con ella, la dejó cómodamente instalada en la zona noroeste de Washington y, al final, regresó a Europa, donde prefería vivir. Paulette sospechaba que tenía una o dos mujeres por allí, pero no estaba especialmente preocupada al respecto. Disfrutaba de una desahogada posición económica y raras veces estaba sola. Al cabo de diez años, aquel arreglo funcionaba muy bien.
—He oído hablar a los abogados de la acusación —dijo—. Otro asesinato callejero, pero el motivo no está claro.
—No es precisamente el primero en la historia del Distrito de Columbia.
—Pero no hay móvil aparente.
—Siempre hay un móvil…, dinero, droga, sexo, un nuevo par de zapatillas Nike.
—Sin embargo, el chaval era bastante tranquilo y no tenía ningún historial de violencia, ¿verdad?
—Las primeras impresiones raras veces coinciden con la realidad, Paulette, y lo sabes muy bien.
Jermaine tuvo un caso muy parecido hace un par de días. Sin móvil aparente.
—No me había enterado.
—¿Por qué no pruebas con él? Es nuevo y ambicioso y, ¿quién sabe?, podrías endilgárselo.
—Lo haré ahora mismo.
Jermaine no estaba, pero, inexplicablemente, la puerta de Glenda se encontraba entornada. Clay llamó con los nudillos mientras entraba.
—¿Tiene un minuto? —preguntó, consciente de que Glenda no soportaba dedicar ni un minuto a nadie de su equipo.
Dirigía la oficina de manera aceptable, conseguía hacer frente a la acumulación de casos, se atenía al presupuesto y, por encima de todo, hacía política en el Ayuntamiento. Pero no le gustaba la gente. Prefería desarrollar su trabajo detrás de una puerta cerrada.
—Pues claro —contestó de manera brusca, sin la menor convicción.
Estaba claro que no apreciaba aquella intrusión, y eso era exactamente lo que Clay esperaba.
—Esta mañana estaba casualmente en la División Criminal en el momento equivocado y me ha caído encima un caso de asesinato del que preferiría librarme. Acabo de terminar el caso Traxel que, como usted sabe, ha durado casi tres años. Necesito descansar un poco de los asesinatos. ¿Qué tal uno de los chicos más jóvenes?
—¿Me está pidiendo que se lo quite de encima, señor Carter? —preguntó Glenda, enarcando las cejas.
—Así es. Encárgueme casos de drogas y atracos durante unos cuantos meses. Es lo único que le pido.
—¿Y quién me aconseja usted que se encargue del…? ¿Cómo me ha dicho que se llama el caso?
—Tequila Watson.
—Tequila Watson. ¿Quién tendría que encargarse de él, señor Carter?
—Me da igual. Necesito un descanso, eso es todo.
Glenda se inclinó hacia delante en su asiento cual si fuera un viejo presidente de consejo y empezó a mordisquear el extremo de un bolígrafo.
—¿Acaso no necesitamos todos lo mismo, señor Carter? A todos nos encantaría un descanso, ¿no le parece?
—¿Sí o no?
—Aquí tenemos ochenta abogados, señor Carter, aproximadamente la mitad de los cuales está capacitada para encargarse de casos de asesinato. A todo el mundo se le han asignado por lo menos dos. Páselo a otro si quiere, pero yo no voy a reasignarlo.
Mientras se retiraba, Clay le dijo:
—Me vendría muy bien un aumento de sueldo, si tuviera usted la bondad de estudiarlo.
—El año que viene, señor Carter. El año que viene.
—Y un auxiliar jurídico.
—El año que viene.
El expediente de Tequila Watson se quedó en el muy pulcro y ordenado escritorio de Jarrett Clay Carter II, abogado.