Los disparos de las balas que penetraron en la cabeza de Pumpkin fueron oídos por nada menos que ochenta personas. Tres de ellas cerraron instintivamente las ventanas, comprobaron las cerraduras de sus puertas y se retiraron a lugar seguro o, por lo menos, a la seguridad de sus pequeños apartamentos. Otras dos, ambas con experiencia en situaciones similares, se alejaron corriendo del lugar tan rápidamente como el propio pistolero, si no más. Otra, el fanático del reciclaje del barrio, estaba revolviendo la basura en busca de latas de aluminio cuando oyó muy cerca de allí los fuertes sonidos de las cotidianas escaramuzas. Se escondió de un brinco detrás de un montón de cajas de cartón y una vez que cesaron los disparos salió despacio a la calleja, donde descubrió lo que quedaba de Pumpkin.
Y dos lo vieron casi todo. Estaban sentadas sobre unas cajas de embalaje de plástico de leche en la esquina de Georgia y Lamont delante de una tienda de licores, parcialmente ocultas por un automóvil aparcado, por cuyo motivo el pistolero, que miró brevemente alrededor antes de seguir a Pumpkin al interior del callejón, no advirtió su presencia. Ambas personas declararían más tarde ante la policía que habían visto al chico de la pistola llevar la mano al bolsillo y sacarla de éste, y también habían visto el arma, una pequeña pistola negra, sin el menor asomo de duda. Un segundo después oyeron los disparos aunque no llegaron a ver cómo las balas alcanzaban a Pumpkin en la cabeza. Un segundo más y el chico de la pistola salió precipitadamente del callejón y, de forma inexplicable, echó a correr directamente hacia ellas. Corría agachado como un perro asustado, revelando bien a las claras su condición de culpable. Calzaba unas zapatillas de baloncesto rojas y amarillas que aparentaban ser cinco números más grandes y golpeaban pesadamente el suelo mientras él emprendía la huida.
Cuando el chico pasó corriendo por su lado, empuñaba todavía el arma, probablemente del calibre 38, y se echó momentáneamente hacia atrás al verlas y comprender que habían visto demasiado. Durante un aterrador segundo, pareció levantar el arma como si quisiera eliminar a los testigos, los cuales consiguieron apartarse de los embalajes de plástico de leche y alejarse de espaldas, caminando a gatas en un enloquecido revoltijo de brazos y piernas. Después, se esfumó. Uno de los testigos abrió la puerta de la tienda de licores y pidió a gritos que alguien llamara a la policía, pues acababa de producirse un tiroteo.
Treinta minutos más tarde, la policía recibió una llamada, según la cual un joven cuya descripción coincidía con la del que se había cargado a Pumpkin, había sido visto en dos ocasiones en la calle Nueve sosteniendo un arma en la mano a la vista de todo el mundo y comportándose de manera más rara aún que la mayoría de los transeúntes que circulaban por allí. Había intentado atraer por lo menos a una persona hacia un solar abandonado, pero la presunta víctima había escapado e informado del incidente.
La policía encontró al hombre una hora después. Se llamaba Tequila Watson, varón de raza negra y veinte años de edad, con los habituales antecedentes policiales relacionados con la droga. Sin familia ni domicilio conocido. El último lugar en el que había dormido era un centro de rehabilitación de la calle W. Había conseguido arrojar el arma en algún sitio y, en caso de que hubiera desplumado a Pumpkin, también se había deshecho del dinero, las drogas o lo que fuera. Sus bolsillos estaban tan limpios como sus ojos. Los agentes estaban seguros de que Tequila no se encontraba bajo los efectos de nada en el momento de su detención. Tras interrogarlo, de manera rápida y somera, en la misma calle, lo esposaron y lo metieron de un empujón en el asiento trasero de un coche patrulla de la policía del Distrito de Columbia.
Lo trasladaron de nuevo a la calle Lamont, donde improvisaron un encuentro con los dos testigos. Tequila fue conducido al callejón en el que había dejado a Pumpkin.
—¿Has estado aquí alguna vez? —le preguntó un agente.
Tequila no dijo nada, se limitó a contemplar el charco de sangre fresca sobre el sucio hormigón. Los dos testigos fueron acompañados al callejón y conducidos rápidamente a un lugar situado cerca de Tequila.
—Es él —dijeron al unísono.
—Lleva la misma ropa, las mismas zapatillas de baloncesto, todo menos el arma.
—Es él.
—No cabe la menor duda.
Tequila fue empujado una vez más al interior del vehículo y conducido a la cárcel. Por experiencia, o sencillamente por temor, no les dijo una sola palabra a los agentes mientras éstos lo aguijoneaban, trataban de engatusarlo e incluso lo amenazaban. Nada que pudiera inculparlo, nada que fuera útil. Ninguna alusión al motivo por el cual había asesinado a Pumpkin. Ninguna clave capaz de revelar algo acerca de la historia de ambos, en caso de que la hubiera. Un veterano investigador incluyó en la ficha una breve nota en la que señalaba que la muerte de Pumpkin parecía un poco más fortuita de lo habitual.
No se pidió permiso para efectuar una llamada telefónica. No se mencionó ningún abogado o garante de fianza. Tequila parecía aturdido, pero aceptó de buen grado el hecho de permanecer sentado en el interior de una celda abarrotada, mirando al suelo.
Pumpkin no tenía ningún padre localizable, pero su madre trabajaba como guardia de seguridad en el sótano de un gran edificio de oficinas de la avenida New York. La policía tardó tres horas en averiguar el verdadero nombre de su hijo —Ramón Pumphrey—, localizar su domicilio y encontrar a un vecino dispuesto a decirles si tenía madre.
Adelfa Pumphrey estaba sentada detrás de un mostrador situado justo en el interior de la entrada del sótano, observando, al parecer, una serie de monitores. Era una alta y corpulenta mujer enfundada en un ajustado uniforme caqui, con un arma remetida en la cinturilla y una expresión de pura indiferencia en el rostro. Los agentes que se acercaron a ella lo habían hecho centenares de veces. Le comunicaron la noticia y después fueron en busca de su jefe.
En una ciudad en la que los jóvenes se mataban entre sí todos los días, la carnicería había espesado los pellejos y endurecido los corazones, y todas las madres conocían a muchas otras que habían perdido a sus hijos. Cada pérdida acercaba la muerte un paso más, y todas las madres sabían que cualquier día podía ser el último. Habían visto a las otras sobrevivir al horror. Sentada junto al mostrador con el rostro oculto tras las manos, Adelfa Pumphrey pensó en su hijo y en su cuerpo exánime tendido en aquel momento en algún lugar de la ciudad mientras unos desconocidos lo examinaban.
Juró venganza contra quienquiera que lo hubiese matado. Maldijo al padre por haber abandonado a su hijo. Lloró por su niño. Y comprendió que sobreviviría. De alguna manera, conseguiría sobrevivir.
Adelfa acudió al juzgado para presenciar el auto de acusación. La policía le dijo que el miserable que había matado a su hijo tendría que comparecer por primera vez ante el tribunal, un rápido trámite de rutina en cuyo transcurso se declararía inocente y solicitaría un abogado. Estaba sentada en la última fila, flanqueada por su hermano y un vecino, llorando sobre un pañuelo húmedo de lágrimas. Quería ver al chico. También quería preguntarle por qué, pero sabía que jamás se le ofrecería la ocasión de hacerlo. Guiaban a los delincuentes como si fueran cabezas de ganado en una subasta. Todos eran negros, todos vestían unos monos de color anaranjado e iban esposados, todos eran jóvenes. Qué lástima.
Aparte las esposas, Tequila llevaba las muñecas y los tobillos encadenados, pues su delito había sido especialmente violento, a pesar de que su aspecto resultaba bastante inofensivo cuando entró en la sala junto con la siguiente remesa de delincuentes. Miró rápidamente al público para ver si reconocía a alguien, para comprobar si había alguien que estuviera allí por él. Lo sentaron en una silla de una fila y, como remate, uno de los alguaciles se inclinó hacia él diciendo:
—El chico que has matado… Aquélla del vestido azul de allí detrás es su madre.
Con la cabeza gacha, Tequila se volvió muy despacio y contempló directamente los llorosos e hinchados ojos de la madre de Pumpkin, pero sólo por espacio de un segundo. Adelfa miró fijamente al escuálido muchacho vestido con un mono demasiado grande para él y se preguntó dónde se encontraría su madre en ese momento, cómo lo habría educado, si tendría padre y, lo más importante, cómo y por qué su camino se había cruzado con el de su chico. Ambos eran aproximadamente de la misma edad que los otros, adolescentes o veinteañeros. Los policías le habían dicho que, al parecer, por lo menos en principio, la droga no había tenido nada que ver con el asesinato. Pero a ella no la engañaban. La droga impregnaba todas las capas de la vida callejera. Demasiado lo sabía Adelfa. Pumpkin había consumido marihuana y crack, y había sido detenido una vez por simple tenencia, pero jamás había sido violento. La policía decía que al parecer se había tratado de un homicidio fortuito. Todos los homicidios callejeros lo eran, solía decir el hermano de Adelfa, pero no había uno solo que no tuviese un motivo.
A un lado de la sala había una mesa en torno a la cual estaban reunidas las autoridades. Los policías hablaban en susurros con los abogados de la acusación, que estudiaban fichas e informes en un denodado intento de adelantarse con sus papeles a los delincuentes. Los abogados de la defensa iban y venían de la mesa que estaba al lado mientras la cadena de montaje avanzaba a paso de tortuga. El juez iba soltando rápidamente acusaciones sobre droga, un robo a mano armada, alguna que otra confusa agresión sexual, más acusaciones relacionadas con la droga y montones de incumplimientos de regímenes de libertad vigilada. Cuando los llamaban por su nombre, los acusados eran conducidos al estrado del juez, ante el que permanecían de pie en silencio mientras examinaba rápidamente los papeles. Después volvían a llevárselos para conducirlos de nuevo a la cárcel.
—Tequila Watson —anunció un alguacil.
Otro alguacil lo ayudó a levantarse de su asiento. Avanzó a trompicones en medio de un chirrido de cadenas.
—Señor Watson, está usted acusado de asesinato —anunció el juez, levantando la voz—. ¿Cuántos años tiene?
—Veinte —contestó Tequila, bajando la mirada.
La acusación de asesinato resonó en la sala y provocó un momentáneo silencio. Los otros delincuentes vestidos de anaranjado lo contemplaron admirados. Los abogados y los policías lo estudiaron con curiosidad.
—¿Puede permitirse contratar a un abogado?
—No.
—Ya me lo suponía —murmuró el juez, mirando hacia la mesa de la defensa.
La Oficina de la Defensa de Oficio, la red de seguridad de todos los acusados sin recursos, cultivaba a diario los fértiles campos de la División Criminal del Tribunal Superior del Distrito de Columbia, Sección de Delitos Graves. El setenta por ciento de la agenda de causas pendientes de juicio se encomendaba a letrados nombrados por el tribunal, y a cualquier hora del día solía haber media docena de abogados de oficio yendo de un lado para otro con sus trajes baratos, sus gastados mocasines y sus maletines repletos de expedientes. Sin embargo, en aquel instante sólo estaba presente el ilustre Clay Carter II, que se había dejado caer por allí para echar un vistazo a dos casos mucho menos graves y se encontraba completamente solo, deseando largarse cuanto antes de la sala. Miró a derecha e izquierda y se dio cuenta de que Su Señoría estaba mirándolo directamente a él. ¿Adónde demonios se habrían ido todos los demás defensores de oficio?
Una semana atrás, el señor Carter había terminado un caso de asesinato que había durado casi tres años y que al final se había cerrado con el envío de su cliente a una cárcel de la que jamás podría salir, al menos oficialmente. Clay Carter se alegraba mucho de que su cliente estuviera encerrado, y suspiraba de alivio por el hecho de no tener en aquel momento ningún expediente de asesinato sobre su escritorio.
Sin embargo, era evidente que la situación estaba a punto de cambiar.
—¿Señor Carter? —dijo el juez.
No era una orden sino una invitación a acercarse para hacer lo que se esperaba que hiciera cualquier defensor de oficio: defender a los delincuentes carentes de recursos, sin importar cuál fuera el caso. El señor Carter no podía dar la menor muestra de debilidad, y mucho menos en presencia de la policía y de los fiscales. Tragó saliva, consiguió reprimir su deseo de echarse atrás y se acercó al estrado como si estuviera sopesando la posibilidad de solicitar allí mismo y en aquel momento un juicio mediante el sistema de jurado. Tomó la carpeta que le ofrecía el juez, examinó rápidamente su breve contenido, hizo caso omiso de la suplicante mirada de Tequila Watson y dijo:
—Vamos a presentar una declaración de inocencia, Señoría.
—Gracias, señor Carter. ¿Damos, pues, por sentado que va a encargarse usted del caso?
—De momento, sí.
El señor Carter ya estaba tramando excusas para endilgárselo a otro abogado de la ODO.
—Muy bien. Muchas gracias —dijo el juez, haciendo ademán de alargar la mano hacia el siguiente expediente.
El abogado y su cliente se reunieron unos minutos junto a la mesa de la defensa. Carter recibió toda la información que Tequila estuvo dispuesto a darle, y que fue muy poca, por cierto. Prometió pasar por la cárcel al día siguiente para celebrar con él una entrevista más larga. Mientras ellos hablaban en voz baja, la mesa se llenó súbitamente de jóvenes abogados de la oficina de la ODO, compañeros de Carter aparecidos de pronto como por arte de magia.
Carter se preguntó si no se habría tratado de una encerrona. ¿Se habrían largado porque sabían que en la sala había un acusado de asesinato? En el transcurso de los últimos cinco años, él mismo había recurrido en más de una ocasión a semejantes ardides. Eludir los casos peliagudos era todo un arte en la ODO.
Cogió su maletín y se marchó a toda prisa por el pasillo central entre las filas de preocupados familiares, pasando por delante de Adelfa Pumphrey y su pequeño grupo de apoyo hasta salir al vestíbulo abarrotado de muchos otros delincuentes con sus madres, novias y abogados. Algunos letrados de la ODO juraban que sólo vivían para el caos del Palacio de Justicia H. Carl Moultrie, la presión de los juicios, la sombra de peligro que se cernía sobre las personas que compartían el mismo espacio con tantos hombres violentos, el doloroso conflicto entre las víctimas y los agresores, el número irremediablemente elevado de juicios pendientes y la vocación de proteger a los pobres y garantizarles un trato justo por parte de la policía y el sistema.
Si Clay Carter se había sentido atraído alguna vez por una carrera en la ODO, ya no conseguía recordar por qué razón. Faltaba una semana para que se cumplieran cinco años desde que trabajaba allí, aniversario que pasaría fugazmente y sin la menor celebración, en la esperanza de que nadie se enterara. Clay ya estaba quemado a la edad de treinta y un años, encerrado en un despacho que se avergonzaba de mostrar a sus amigos, buscando una salida pero sin ningún lugar a dónde ir, y ahora, por si fuera poco, abrumado por un nuevo y absurdo caso de asesinato cuyo peso le resultaba cada vez más agobiante.
En el ascensor se maldijo por haberse dejado atrapar. Había sido un error de novato; llevaba demasiado tiempo allí como para caer en una trampa, tendida nada menos que en un terreno con el que estaba tan familiarizado. Lo dejo, se prometió, como hacía casi a diario.
Había otras dos personas en el ascensor. Una era una secretaria de alguna ignota sección judicial, cargando una pila de carpetas. La otra era un caballero cuarentón vestido con unas prendas negras de diseño, pantalones vaqueros, camiseta, chaqueta y botas de piel de cocodrilo. Sostenía un periódico en la mano y daba la impresión de estar leyéndolo a través de unas gafitas apoyadas en la punta de su aristocrática y un tanto larga nariz; pero, en realidad, estaba estudiando a Clay, quien no se había percatado de nada. ¿Por qué razón podía alguien prestar atención a otra persona en el ascensor de aquel edificio?
Si Clay Carter se hubiera mantenido ojo avizor en lugar de permanecer sumido en sus pensamientos, habría observado que aquel hombre iba demasiado bien vestido para ser un acusado, pero demasiado informal para tratarse de un abogado. No llevaba más que un periódico, lo cual era un poco raro, pues el Palacio de justicia H. Carl Moultrie no era conocido precisamente como un lugar de lectura. No parecía un juez, un administrativo, una víctima ni un acusado, pero Clay ni siquiera se fijó en él.