La retribución del mundo

H abía una vez un caballero que luchaba con todas sus fuerzas y de sol a sol por la retribución del mundo: honor, esplendor y servicio a las mujeres eran las obras por las que se preocupaba durante toda su vida, y todo lo alto y magnífico que hacía se le devolvía en forma de fama y alabanza; pues todas las lenguas lo elevaron muy por encima de sus congéneres y lo ensalzaban como el mejor hombre de todos los países alemanes. Él pensaba y conocía bien el mundo, y había aprendido muy temprano cómo elevarse a los ojos de los hombres y conquistar honores y dignidades. Nada le faltaba para conseguir las alabanzas, parecía perfecto en sus palabras y acciones, vivía generosamente, llevaba ropas escogidas, cazaba con perros y con halcones, jugaba al ajedrez y tenía los más preciados instrumentos de cuerda, participaba asiduamente en los torneos y lizas y amaba tanto a las mujeres que todas se le volvían devotas y elogiaban su cuerpo y su fidelidad. Su nombre era: Wirnt von Grafenberg.

Un buen día estaba sentado en su aposento y leyendo gozoso un libro en el que se describían toda suerte de aventuras amorosas. Con esto se distrajo todo el día hasta el atardecer, cautivado por el dulce lenguaje del libro. De pronto entró una mujer, más bella que cualquiera que hubiera visto antes, perfecta, con hermosos pechos y más preciosa que Venus y que Pallas y que todas las diosas que antaño estaban dedicadas al amor. Su rostro estaba iluminado como un espejo, su belleza irradiaba un reflejo tan claro y variopinto, que todo el palacio resplandecía con su cuerpo, y sus túnicas y su corona eran tan ricas, que no había oro en el mundo para equiparársele. Asustado con su impresionante aspecto, el señor Wirnt empalideció. Temblando y pálido saludó a la hermosa y le dijo con dulce voz:

—Bien venida a Dios, señora, jamás he visto a nadie como vos.

—Querido, ¿por qué te asustas de mí? —replicó la resplandeciente—. Soy la misma mujer por la que has jugado desde siempre con tu alma y tu vida. De mí te surgía el sentido, de mí has hablado y cantado cuando se te ocurría algo dulce. Eres como un ramo de mayo, que floreces con todos los bellos colores de la Tierra, tuya es la corona del honor desde tu niñez. Siempre me has servido, y tu ánimo era fiel y no se apartaba de mí. Por eso vengo aquí para que puedas observarme por completo y te des cuenta de cuán hermosa soy y cuán perfecta más allá de todo deseo; pues todo esto lo obtendrás como retribución y será tuyo, lo que tus ojos vean en mí.

Este discurso le resultó muy extraño al señor: pues la mujer dijo que él le había servido, pero jamás la había visto antes.

—Alta señora —le dijo—, si me queréis como siervo, os serviré hasta mi muerte. Pero realmente no sé nada de que haya sido vuestro criado, pues mis ojos jamás os han visto. ¿Quién sois, hermosa? ¿De dónde venís y cómo os llamáis? Decídmelo, para que sepa si en mis días he sentido alguna vez vuestras palabras.

—Así se hará —repuso la mujer maravillosa—. Te diré mi muy alabado nombre. No necesitas avergonzarte de que seas mi súbdito. Pues a mí me sirve todo el que vive en la Tierra, emperadores y reyes están bajo mi corona, condes, duques y marqueses se han arrodillado delante de mí y obedecen mis mandamientos. No temo a nadie salvo a Dios, pues él es el único que tiene poder sobre mí. Me llamo señora Mundo, a la que tanto has perseguido. Sé pues retribuida por mí, como te he de mostrar. ¡Mira!

Le volvió la espalda: allí vio que estaba lleno de horribles víboras, sapos y serpientes. Pestes y horribles tumores cubrían la piel, moscas y hormigas se alojaban en ella, y las larvas habían carcomido la carne hasta los huesos. Un olor terrorífico salía del repugnante cuerpo, y el rico vestido de seda parecía triste y gris cual ceniza.

Con estas palabras desapareció. Pero poco después Wirnt von Grafenberg ciñó la cruz y viajó a Tierra Santa, para conquistarse la salvación eterna como luchador de Cristo.