E n la ciudad de Viena, en Austria, ocurrió una vez una historia muy rara. Quien conozca la ciudad sabe que en la misma puede vivirse bien y alegremente con tal de no ahorrar oro y plata. Hay un baño en el que el hombre que llegue allí como extraño se verá despojado inmediatamente de su dinero junto con sus ropas, de modo que saldrá verdaderamente desnudo, pero por lo demás, la ciudad es digna de toda alabanza: llena de caballos y de carruajes, hay allí todo tipo de diversiones, cantos, cuentos y música de cuerdas. No hay nada noble ni vulgar que no pueda comprarse por dinero: esturiones del Danubio, vino dulce de Hungría y una cuantas señoritas divertidas, bonitas y ricas.
Un día se había encontrado allí un grupo de ricos ciudadanos, que en parte ya se conocían de antes, en parte eran extranjeros recién llegados, para beber vino. Pronto se pusieron alegres, porque el vino que allí se sirve es bueno y fuerte y quiebra las penas. Se sirvieron tantas comidas que las mesas se doblaban, bien preparadas con especias y azafrán, para que el vino resultara tanto más dulce, y se chanceaba, reía y bebía sin interrupción. La francachela se celebró en una terraza con forma de cenador, cubierto de césped verde. Las copas pocas veces quedaban vacías, y bebían hasta que se les subía el vapor a la cabeza. Pero después tampoco se compadecieron. Copa tras copa se saboreaba hasta el fondo, de modo que al final ya no se reconocían mutuamente. Llegado el anochecer y encendidas las luces, comenzóse a beber y a empinar el codo verdaderamente, y una y otra vez clamaban por más vino, que el fondista, contento, les servía hasta que los pies comenzaron a rodarles cual esferas. Cada cual se convertía en hombre rico: quien normalmente se alimentaba de penas con su sopa matutina le prometía solemnemente a su amigo que le regalaría dinero y ropas; éste lamentaba sus pecados, aquél calculaba su árbol genealógico a partir de la costilla de Adán, por la cual su vecino guardaba con él un parentesco no más lejano que la distancia que media entre Acre en Palestina y Praga.
Y ambos se quedaban tan contentos. Otro narraba sus viajes por el mar y a Santiago de Compostela, otro la campaña militar contra los infieles prusianos, y un tercero se volvía tan ágil que saltaba tambaleante de la mesa al banco, para quedar rengo hasta el fin de sus días. Hasta los más fuertes quedaron tendidos debajo de los bancos, en tanto que el tonelero corría incesante con jarros llenos y vacíos.
De este modo pasaron un buen rato, hasta que uno de los ciudadanos dijo:
—Si quisierais seguirme, tendría una propuesta sobre lo mejor que podríamos hacer ahora.
—Haz traer vino —exclamaron todos—, que queremos escuchar tu maravillosa propuesta.
—Es hora de que aquí nos juntemos —dijo el ciudadano— y que crucemos el mar para honrar a Dios.
—Bien dicho, vecino —exclamó uno de ellos que estaba sentado al lado del primero, y pronto otros tres o cuatro comenzaron a alabar las indulgencias que se consiguen allende el mar, y finalmente toda la compañía gritó atronadoramente:
—¡Adelante! Viajemos con un grupo grande por la misericordia de Dios.
Se decidió elegir a Acre en Palestina como destino del santo viaje, y en seguida comenzaron con los preparativos. Todos se acercaron, el vino les nublaba el cerebro, y fantasearon todo lo que habrían de llevar: comida en cantidad, barriles enteros de buenas bebidas y montañas de oro y plata. El tonelero llenaba las jarras, y por la noche el fondista se acercó a los peregrinos e hizo traer una gran cantidad de electuarios. Este añadía nuez moscada, aquél, jengibre, este otro pasas de uva, un cuarto clavos de olor. Así bebían el vino, caliente y frío, de modo que los viejos rejuvenecían y los jóvenes envejecían. Tenían prisa con el viaje, pero el mar seguía lejano. Entonces comenzaron a cantar tan fuertemente que la terraza retembló, e inclinaron sus cabezas en señal de agradecimiento porque el vino dulce les daba tanta fuerza. Todos estaban ardiendo de ansiedad por llegar al mar, bebían y viajaban hasta que les parecía haber llegado a mitad de camino. Entonces gritaron que por Dios se conservara bien el barco, para que al final no les afectara el agua: así colocaron el velamen y levaron el ancla. La marea de vino se henchía cada vez más alta: se hablaba, se charlaba, se ensalzaba el sacro viaje, se empinaba el codo hasta reventar, y pronto se tenía la sensación de navegar realmente por mar abierto. Entonces comenzaron con alta voz su canto de peregrinos: «¡Viajamos en nombre de Dios!», de manera que la noche retemblaba con el canto desde la terraza. Uno dijo:
—Amigo, te entrego en alma y vida a mi mujer y a mis hijos, para que me los cuides, como corresponde a un amigo.
Ya no se reconocían entre ellos, y así siguieron viajando de muy buen ánimo, rezando para que los vientos les fueran favorables, y gritando o suplicando que el tonelero siguiera trayendo vino, más vino, del cual aspiraban el dulce perfume. Éste estaba tendido en el suelo y dormía, aquél gritaba y pataleaba, este otro se caía al suelo con gran estrépito.
—Es el barco el que se mueve tanto —dijo uno de ellos.
—Se viene una tempestad —gritó el otro. Ello le dio gran miedo a un tercero, que comenzó a santiguarse vehementemente ante el viento.
—¡Ay! —exclamó un cuarto—, cómo me duele la cabeza. Pero que sea lo que Dios quiera. Que venga una tormenta, pero ay, no nos causará mucho placer.
Entonces comenzó un general lamento y tristeza entre ellos, uno se arrepintió de su vida, otro de su mujer y sus hijos, un tercero de su alma, un cuarto de su dinero y bienes. Con manos y pies comenzaron a jurar y a prometer que harían penitencia por todos sus pecados, de modo que se produjo un general griterío, alboroto y ruido. Llegó la mañana, y seguían viajando preocupados, y sabe Dios que ni siquiera habían recorrido la mitad del camino hasta Brindisi. Y pese a que el mar del vino ahora se elevó al máximo, no veían tierra firme por ningún lado, de modo que comenzaron a suplicarle a Dios:
—¡Ayúdanos, Señor, ayuda a las pobres criaturas de tus manos, danos una enseñanza y un consejo, que en caso contrario pereceremos!
En ese momento, uno de ellos vio a un rico burgués que se había caído de la mesa al suelo debajo del banco.
—Compañeros —gritó—, demos las gracias a Dios por habernos auxiliado. Pues ahora nos libraremos de estas aguas. Aquí yace uno de los peregrinos muerto en el piso; él tenía la culpa de que el mar se enfadara tanto. Coged a este hombre muerto que en nada nos ayuda, y tiradlo por la borda al agua, para que ésta cese de agitarse.
—Que Dios nos ampare —gritaron todos a la vez—. Seguramente era un condenado, por lo cual el mar le quería tan mal.
Contentos por el consejo, los que aún podían caminar un poco acudieron y alzaron al que estaba en el suelo gritando enfadados hasta la ventana. El hombre comenzó a gritar:
—Dejadme, ya veréis que estoy vivo y tan sano como vosotros.
Pero uno tras otro gritó:
—Sois un condenado, vuestra vida de todos modos está malograda.
Y lo tiraron por la ventana; cayó a la calle, delante de la puerta, y precipitándose por piedras y palos se quebró los brazos y las piernas. Luego volvieron a sentarse alegremente y siguieron bebiendo. La terraza estaba nadando en vino, pero ellos habían dejado de lado toda disputa y pena y se decían:
—Ha sido una gran salvación el haber visto yacer al condenado antes de que fuera tarde. Pero Dios mismo lo ha expulsado y lo ha echado del barco con su mano divina, cuando el agua ya comenzaba a cubrir la nave. Agradezcamos que haya escuchado nuestras oraciones.
Y ahora comenzaron a cantarle alabanzas y glorias al Señor. El ciudadano tirado en la calle gritaba e insultaba con todas sus fuerzas, pero no le oían, pues estaban cantando y alegrándose más allá de todo límite por haber emprendido el viaje a Acre.
Entretanto había amanecido, y todos estaban echados como gavillas segadas, y también el fondista yacía con ellos igual que el tonelero, quien en vez de la cuenta, tenía el vino en la cabeza. Algunos vecinos que habían oído hablar de la fiesta se acercaron y les gritaron a los inconscientes:
—Eh, ¿no habéis velado lo suficiente tras haber bebido toda la noche con gran escándalo? ¡El sol ya está en medio del cielo!
—No nos envidiéis nuestro viaje —exclamaron los ebrios—, que hemos navegado toda la noche con gran alegría por el mar, majestuosos y sin armas. Dios nos ayudó y nos envió vientos favorables, pero después surgió una gran tempestad, de modo que el agua salvaje fluía dentro de la nave. Nos habríamos ahogado, si uno de nosotros no hubiera descubierto al hombre que yacía muerto en el barco. Por orden de Dios y del capitán lo arrojamos al mar, con lo cual, por suerte, se calmaron el viento y el trueno.
Entretanto el burgués que había volado por la ventana seguía gritando y quejándose. De todos lados acudía la gente y se agolpaba en torno suyo. Cuando sus amigos vieron el daño causado a su pariente, corrieron airados hacia arriba para matar a los que lo habían hecho. Pero los ebrios replicaron:
—¿Qué queréis de nosotros? ¿Le hemos servido a Dios y hemos comido en nuestra peregrinación todo lo que poseíamos, para que ahora os enemistéis con nosotros? Si el hombre no nos hubiera salvado, todos habríamos estado perdidos. Además no hemos hecho nada que no nos hubiera dicho el capitán. ¡Aleluya!
Pero los amigos no se contentaron y acudieron con sables exigiendo justicia. Eso habría tenido un mal final si alguno de los vecinos no se hubiera interpuesto y aconsejado la paz, puesto que todo era consecuencia de la embriaguez. Con esto cada cual cogió a su amigo del brazo y lo llevó a la cama, lo cual debe haber sido bastante curioso. Tres días enteros durmieron los beodos. Al despertar a la mañana del cuarto, se levantaron, no sospechando nada bueno, y se sonrojaron de vergüenza al ver el daño producido. El ciudadano, que necesitó mucho tiempo para curar sus miembros quebrados, les demandó, y tuvieron que estar contentos de que doscientas libras de plata se consideraran una indemnización suficiente. Con tanto dinero, por cierto no es difícil llegar hasta Acre en Palestina.