P etrus Alphonsus narra que antiguamente hubo dos caballeros que vivían el uno en Egipto y el otro en Baldach. A menudo se enviaban mensajeros; pues el caballero de Egipto le informaba al de Baldach lo que en el país egipcio sucedía a través de mensajeros, y viceversa, y así había surgido entre ellos un fiel amor, aunque jamás se habían visto. Pero una vez el caballero de Baldach, yaciendo en su lecho, pensó para sí: «Mi compañero en Egipto me demuestra una gran amistad, y sin embargo jamás le he visto con mis propios ojos; emprenderé, pues, el viaje para visitarle». Luego alquiló un barco y viajó a Egipto; y cuando su amigo recibió la noticia, fue a su encuentro y le llevó muy feliz a su casa. Ahora bien: en su casa aquel caballero tenía una pequeña sierva muy bella, y al verla el caballero de Baldach, quedó prendado de sus ojos y enfermo de un amor demasiado grande por ella. Al notar esto el caballero egipcio, le dijo:
—Amigo, dime qué te ocurre.
—En tu casa —replicó aquél— hay una pequeña sierva que mi alma desea de todo corazón, de modo que moriré si no la obtengo.
Cuando el caballero hubo escuchado esto, le mostró a todas las mujeres de su casa excepto a aquella sierva. Tras haberlas visto, dijo el de Baldach:
—Todas éstas me ocupan poco o nada; pero hay otra más, a la que no veo aquí y que es la que mi corazón ama.
Le mostró finalmente también a aquella muchacha, y tras haberla mirado, el caballero dijo:
—Ésta sola es la que gobierna mi vida o mi muerte.
—También yo te digo —replicó el egipcio— que la eduqué en mi casa desde su infancia, para que fuera mi esposa y consiguiera con ella tesoros inconmensurables; pero tanto te quiero, que antes de verte muerto prefiero cedértela como esposa junto a toda la fortuna que ella hubiese obtenido.
El otro caballero, cuando le hubo escuchado, se puso muy contento, la tomó por esposa, obtuvo junto con ella grandes riquezas y regresó con ésta su mujer a su ciudad natal de Baldach.
Después de ello el caballero de Egipto de pronto pasó tales estrecheces, que no le quedó ni su casa ni propiedad alguna. Pensó entonces para sí: «A quién he de dirigirme sino a mi compañero de Baldach, a quien le he allanado el camino a la riqueza, para que ahora tenga consideración de mi pobreza». Se embarcó, pues, y tras la puesta de sol llegó después de Baldach a una ciudad en la que vivía su rico colega. Pero pensó para sí: «Ahora es de noche; si llego en este momento a la casa de mi camarada, no me reconocerá, porque estoy mal vestido y no tengo a nadie conmigo, mientras que acostumbraba llevar conmigo a una gran servidumbre y tener de todo en abundancia». Por tanto, se dijo: «He de descansar esta noche, e iré a verle mañana», miró en derredor y vio el cementerio; las puertas estaban abiertas y entró para pasar allí la noche. Pero después de un rato y mientras se aprestaba a dormir, unos hombres se batían en la calle, y finalmente uno de ellos mató al otro. El asesino huyó al cementerio y escapó por la otra puerta. Luego se alzó una gritería en la ciudad: «¿Dónde está el asesino, dónde está el traidor que ha matado a un hombre?». Dijo el caballero:
—¡Yo soy el asesino que ha matado a aquel hombre; cogedme y llevadme a la horca!
Aquéllos se apoderaron de él y le encerraron toda la noche en una cárcel. A la mañana temprano se tocó la campana de la ciudad, el juez dictó la sentencia contra él y lo llevaron a la horca. Pero entre los espectadores se hallaba también su compañero, el caballero a quien había ido a visitar. Al verlo en camino hacia la horca, se dijo: «Éste es mi colega de Egipto, que me ha dado a mi esposa junto con muchos tesoros; éste marcha a la horca, ¿y yo he de vivir?». Por lo tanto exclamó a voz en cuello:
—Queridos hermanos, no llevéis a la horca a un inocente; al que lleváis a la muerte no tiene culpa alguna; yo soy el traidor que ha matado al hombre, no él.
Al oír esto, le pusieron las manos encima y condujeron a ambos a la horca. Pero cuando ya estaban cerca de ella, el verdadero culpable se dijo: «Puesto que tengo la culpa del hecho, ¿he de permitir, acaso, que mueran estos inocentes? No podrá suceder sino que Dios alguna vez se vengue de mí por esto; es mejor que sufra aquí un castigo breve, que tener que sufrir la condena eterna en el infierno». Por tanto exclamó en alta voz:
—Queridos hermanos, por Dios, no ajusticiéis inocentes, que ninguno de ellos ha motivado por ningún signo, palabra o hecho que el asesinado muriera, sino que soy yo quien lo he matado con mi propia mano; por tanto colgadme a mí y dejad partir libremente a los inocentes.
Al oír esto cogieron también a aquél, pero se sorprendieron y llevaron a los tres ante el juez. Éste, al verlos, se sorprendió a su vez y les preguntó:
—¿Por qué habéis vuelto?
Éstos, empero, contaron todo lo sucedido de principio a fin, y el juez le preguntó al primer caballero:
—Amigo, ¿por qué dijiste que habías matado a ese hombre?
—Os lo diré sin mentir —contestó éste—. En mi patria, Egipto, era rico y tenía abundancia de todo; luego padecí grandes estrecheces y no poseía ni una casa, ni un sitio donde estar, ni ninguna otra cosa: por nostalgia, pues, me he dirigido a este país, para ver si podía conseguir alguna ayuda. Por eso he dicho que he muerto al hombre, pues prefiero morir a vivir, y en este momento sigo pidiéndote que, por Dios, me hagas ahorcar.
El juez le dijo al segundo caballero, el de Baldach:
—Y tú, ¿por qué has dicho que habías asesinado al hombre?
—Señor —contestó éste—. Este caballero me dio a mi mujer con sus muchos tesoros que guardaba para sí, y por él me he vuelto rico en todos los aspectos. Al ver pues llevar a la horca a este mi querido camarada, por el cual logré tantas y tan grandes cosas, exclamé de viva voz: «Yo soy culpable de la muerte de aquel hombre, y no él», porque con gusto habría muerto por mi amor hacia él.
Ahora le dijo el juez al asesino:
—Pero ¿por qué tú has afirmado que diste muerte a aquel hombre?
Éste replicó:
—Señor, no he dicho más que la verdad, pues habría sido un grave pecado si hubiera dejado morir a inocentes y quedado con vida. Por eso he preferido decir la verdad y sufrir un castigo aquí, a que se condenara a inocentes y me castigaran por ello en el infierno o en algún otro lugar.
Dijo entonces el juez:
—Porque has dicho la verdad y has salvado a inocentes, te regalo tu vida, siempre que en el futuro trates de mejorar tu conducta; ve en paz.
Todos los que oyeron las palabras del juez lo alabaron por haber dictado tan buena sentencia, porque el culpable había confesado la verdad.