El guerrero Julianus

H abía una vez un guerrero llamado Julianus, quien, sin saberlo, mató a sus padres. Pues cuando este joven noble un cierto día estaba cazando y perseguía un ciervo avistado, éste de pronto se dio la vuelta y le dijo:

—Tú, que me persigues, serás el asesino de tu padre y de tu madre.

Cuando aquél hubo oído esto, temió mucho que pudiera ocurrirle lo que había dicho el ciervo. Por eso abandonó a todos, se marchó y llegó a una región muy lejana, donde se unió al séquito de cierto príncipe. Allí se comportó tan valientemente tanto en el campo como en el palacio, que el príncipe le nombró comandante del ejército, le dio por esposa a la viuda de un castellano y el joven recibió por tanto el castillo de ella como dote. Pero los padres de Julianus, muy acongojados por la pérdida de su hijo, viajaban por doquier y le buscaban afanosamente, hasta que por último llegaron al palacio en el que se hallaba Julianus. La esposa de Julianus, al verles y, como éste no se encontraba en su casa, tras haberles preguntado quiénes eran y éstos haber narrado todo lo que le había sucedido a su hijo, se dio cuenta de que éstos debían de ser los padres de su esposo, por cuanto había oído estas cosas ya repetidas veces de boca de su cónyuge. Por tanto les acogió con gran amistad, y por amor a su esposo les cedió su propia cama e hizo prepararse una en otro sitio. A la madrugada siguiente la castellana fue a la iglesia, y también Julianus llegó temprano a su dormitorio para despertar a su esposa; y al ver a dos personas juntas yaciendo en su cama, creyó que se trataba de su esposa con un amante, sacó sigilosamente su espada y traspasó a los dos a la vez. Pero al salir de su casa vio que su esposa regresaba de la iglesia; se sorprendió mucho y le preguntó quién estaba durmiendo en su cama. Aquélla dijo entonces:

—Son vuestros padres, que os han estado buscando durante tanto tiempo; a ellos les he cedido nuestro lecho.

Al oír esto, se cayó al suelo casi muerto de impresión y comenzó a llorar amargamente y a decir:

—Ay, mísero de mí, ¿qué he de hacer? ¡He matado a mis padres! Y, mira, así se ha cumplido la palabra del ciervo; quise huir, y justamente con mi huida la he convertido en realidad. Adiós, dulce hermana, ahora no descansaré hasta saber si Dios ha aceptado mi arrepentimiento.

Pero ella le dijo:

—Querido hermano, no ha de suceder que me abandones y te marches solo, pues como participé de tus alegrías quiero compartir también tus pesares.

Con lo cual ambos se dirigieron a un gran río, adonde solían ir muchas personas en peligro de muerte, y construyeron allí un gran hospicio para hacer penitencia, ayudando a cruzar el río a todos los que así lo quisieran y amparando a todos los pobres en su hospicio. Después de largo tiempo, en una ocasión en que Julianus acababa de dormirse muy cansado, cerca de la medianoche y haciendo afuera un frío atroz, oyó una voz que gritaba lastimosamente y que con un tono triste le suplicaba que la buscara. Julianus se levantó al poco rato y encontró a un hombre que ya estaba casi pasmado de frío, lo llevó a su casa, encendió fuego y trató de calentarlo; pero no lo lograba, y como Julianus temió que el hombre se le muriera en sus brazos, lo llevó a su propia cama y lo tapó con suma diligencia. Pero poco rato después aquél que le había parecido enfermo y leproso se alzó rodeado de una luz brillante y le habló así al que le había hospedado.

—Julianus, el Señor me envió hacia ti y me encomendó revelarte que ha aceptado tu penitencia y que pronto moriréis ambos en la gloria del Señor.

Con estas palabras desapareció, y Julianus con su esposa, ricos en buenas obras y en caridad, murieron poco tiempo después en la gloria de Dios.