U n joven fue admitido en el noviciado de un convento de nuestra orden. Pero después de muy poco tiempo este novicio enfermó gravemente y se acercó a la muerte. Ahora bien: aún no había hecho confesión general ante el abad, como es costumbre en nuestra orden, porque éste se hallaba ausente. Como esperaba anheloso al abad, pero éste no venía, le confesó todos sus pecados al prior. Y así llegó su última hora antes de que regresara el abad. Pero esa misma noche, en que el abad dormía en una posada, se le apareció ante su cama el espíritu del difunto, implorándole humildemente que se le concediera confesarse ante el abad.
—Gustoso te escucharía —le contestó el abad al novicio; entonces el joven confesó todos sus pecados en el mismo modo y orden que al prior. Su arrepentimiento era tan grande que hasta parecían caer lágrimas de los ojos del novicio en el pecho del abad, pues durante su confesión el novicio estaba inclinado por sobre el abad. Una vez finalizada la confesión, pronunció estas palabras:
—Ahora, padre, me alejo con tu bendición; si no me hubiera confesado a ti, jamás habría podido salvarme.
Con estas palabras el abad se despertó y quiso comprobar si esta aparición había sido real o si, como a menudo ocurre, no había sido un engaño de la imaginación. Palpó el hábito en su pecho, hallándolo completamente mojado y humedecido por derramamientos de lágrimas. Se sorprendió mucho, y al narrarle su sueño al prior en el convento, éste le contestó:
—La aparición ha sido real, y la confesión literalmente verdadera.