E n el convento del santo Pantaleón en Colonia había cierto abad que tenía un hermano carnal, un ciudadano de precisamente esa ciudad. Como le profesaba un amor terrenal, a menudo y en secreto le entregaba dinero del convento. El hermano agregaba este dinero al suyo propio, comerciaba con él y lo malograba, emprendiera lo que emprendiere. Sin que supiera cómo el dinero del convento parecía convertírsele en fuego y el suyo en paja. Y puesto que estaba bastante versado en negocios y era más prudente que sus colegas, no podía sino sorprenderse en gran modo del florecimiento de aquéllos y de su propio fracaso. Como el abad, movido por la compasión, le daba dinero una y otra vez, y el hermano, en vez de progresar, sufría pérdidas cada vez mayores, el propio abad comenzó a empobrecerse y le dijo:
—Hermano, ¿qué haces, por qué malgastas así tu fortuna en perjuicio tuyo y mío?
Aquél respondió:
—Vivo muy modestamente, comercio con la mayor prudencia. No puedo entender qué sucede conmigo.
Por fin se arrepintió y se apresuró a ver a un clérigo, a quien en la confesión le contó lo que le había ocurrido. El clérigo le dijo:
—Atente a mi consejo, y pronto te enriquecerás. El dinero de tu hermano es dinero robado, por lo cual ha devorado el tuyo. En el futuro no aceptes nada más de él; por el contrario, comercia con lo poco que te queda, y verás que te protege la mano bondadosa de Dios. Pero de todo lo que ganes, devuélvele la mitad a tu hermano y vive del resto, hasta que hayas devuelto todo el dinero que habías recibido del convento.
¡Maravillosa es la gracia de Dios! El hombre siguió el consejo de su padre confesor y al poco tiempo se había enriquecido tanto, que no sólo tenía él mismo más que suficiente, sino que incluso pudo devolverle a su hermano lo que éste le había dado. Cuando el abad le preguntó:
—¿De dónde te viene esta riqueza, hermano?
Éste le contestó:
—Mientras cogía del dinero de tus hermanos del convento, siempre fui pobre y miserable, y tú cometías un grave pecado dándome lo que no era tuyo, y yo actuaba con la misma maldad al aceptar lo que era de otros. Desde que me arrepentí y abominé del latrocinio, la bendición de Dios me ha dado la abundancia.
Tan valioso es el buen consejo en la confesión.