U n caballero, según me lo ha dicho un hombre piadoso, había cometido muchas vilezas. Movido finalmente por los remordimientos se allegó a un clérigo, se confesó, y éste le impuso una penitencia que no logró cumplir. Luego de haberle sucedido esto repetidas veces, el clérigo le dijo un día:
—Así no llegaremos a nada. Dime, pues: ¿hay alguna penitencia que puedas cumplir?
El caballero replicó:
—En mi finca hay un manzano que da unos frutos tan ácidos y miserables que jamás pude comerlos. Si estáis de acuerdo, sea mi penitencia que durante mi vida no pruebe una sola de esas manzanas.
El clérigo sabía que a menudo una cosa sólo necesita ser prohibida para que, con la ayuda de la carne y del Diablo, se vuelva tentadora, y contestó:
—Por todos tus pecados te impongo que jamás comas a sabiendas los frutos de aquel árbol.
El caballero se marchó y estimó que la penitencia impuesta casi no era tal. Pero el árbol estaba en un sitio en que el caballero podía verlo cada vez que entraba o salía de su granja. Ello siempre le hacía recordar la prohibición, y con el recuerdo pronto sobrevino la más fuerte de las tentaciones. Un día pasó por delante del árbol y contempló las manzanas. Entonces aquél que tentó y sometió al primer hombre por medio del árbol prohibido le hizo caer en tal tentación que se acercó al manzano y, ya extendiendo su mano hacia una manzana, ya volviendo a retirarla, pasó casi todo el día entre impulso y retroceso. La Gracia le ayudó a que finalmente saliera vencedor. La lucha contra el deseo fue, empero, tan dura, que quedó yaciendo bajo el manzano con el corazón palpitante y murió.