Hermann Hesse: Caesarius de Heisterbach

E ntre las fuentes más importantes de la historia eclesiástica y cultural del siglo XIII se encuentran los escritos del monje Caesarius de Heisterbach. En efecto, historiadores de la cultura, filólogos, teólogos católicos y protestantes se han ocupado de él con frecuencia y a veces en profundidad. Pero fuera de la reducida república de los sabios casi nadie conoce al humilde monje, excepto algunos silenciosos admiradores seculares. Como tal quiero hablar de él.

Estoy demasiado poco versado en las ciencias para poder dar una caracterización y critica detenidas. Pero le he ganado afecto a este homilético y fabulista de Heisterbach en horas de lectura amena e instructiva, y le cuento entre los tesoros ocultos de nuestra literatura antigua; hasta le considero un poeta, lamento que nadie le conozca y lamento más aún que rió hubiera podido escribir sino prédicas y libros doctrinales para conventos cistercienses.

Caesarius nació hacia 1180, probablemente en Colonia, que era en aquel momento una de las ciudades más ricas e importantes de Alemania. Murió hacia 1245 siendo prior (?) en el convento de Heisterbach. En su juventud visitó el colegio de San Andrés en Colonia y acumuló un saber bastante considerable; sobre todo, no aprendió sólo el latín litúrgico estereotipado, sino que también leyó a unos cuantos autores clásicos y se compenetró íntimamente de la lengua. Pero pese a su naturaleza modesta y pasiva recorrió la Colonia grandiosa y guerrera de entonces con los ojos y, además de su contacto con teólogos, sacerdotes y discípulos, observó muy bien la vida activa de la rica ciudad. Al menos sabe narrar expresivamente sobre el movimiento ciudadano de los comerciantes y joyeros, soldados, artesanos y abogados.

Pero pronto el clero mundano de Colonia le resultó demasiado ruidoso al tranquilo y probo joven; era un hombre sinceramente piadoso y fiel, sin grandes ambiciones ni un espíritu emprendedor dirigido hacia las cosas externas, sino más bien un silencioso observador y cavilador un poco ensoñado. Le producía placer la tranquilidad para componer e inventar fábulas e historias; su observación del mundo partía del deseo de no reducir a la teoría la multiplicidad de sucesos cotidianos, sino de armonizarla inalterada con los principios de su fe. Puesto que su fe no estaba filosóficamente modelada, sino que era una aceptación del dogma eclesiástico con algunos añadidos escolásticos, resulta claro que Caesarius tendiera a creer en los milagros justamente a consecuencia de su fuerte sentido de realidad. Si realmente existía un Dios personal omnipotente, si en verdad había santos que mediaban entre el Cielo y la Tierra, nada era más natural que el milagro.

Nada más lógico, por ende, que el hecho de que el joven se encaminara hacia la vida monacal. Ingresó en Heisterbach bajo el abad Gevard y fue durante toda su vida un hermano modesto, contento y piadoso. Heisterbach había sido fundado hacía muy poco tiempo por la orden de los cistercienses; sólo hacía diez años (1189) que lo habían poblado hermanos de Himmerode. El propio Caesarius cuenta su conversión: «Cuando el rey Felipe I devastó nuestro arzobispado, fui con el abad Gevard a Colonia. En el camino me recomendó fervientemente que me hiciera monje, pero no me convenció. Entonces me contó finalmente aquel precioso milagro, cuando una vez en Clairvaux, durante la época de la cosecha, mientras los monjes cortaban el trigo, la Madre de Dios, su madre Ana y la santa María Magdalena descendieron de la montaña y se dirigieron al valle en magnífica claridad, les secaron el sudor a los monjes y les hicieron llegar brisas frescas; y terminó su narración. Esta aparición me conmovió tan profundamente que le prometí al abad que no elegiría sino su convento, si Dios alguna vez me diera la voluntad. En aquella época aún no estaba libre, pues había prometido una peregrinación a la Virgen de Rocamadour. Tres meses después había cumplido mi promesa y, sin que lo supiera ninguno de mis amigos, fui a Heisterbach».

Aparte de algunos viajes al servicio de la orden, Caesarius permaneció desde entonces (1198) constantemente en Heisterbach, al que también llamaba Valle de San Pedro (Vallis Sancti Petri). Con el correr del tiempo obtuvo la función de maestro de novicios y tal vez también la dignidad de prior bajo los abates Gevard y Heinrich, hasta que murió a mediados de la década del cuarenta.

En Heisterbach comenzó, seguramente ya bastante temprano, sus trabajos literarios, y halló amplio reconocimiento. Además de tratados teológicos y de apreciadas homilías, escribió una Vida de San Engelberto de Colonia, una de la Santa Elisabeth, un escrito (no publicado) sobre los abades de Prüm, una obra (Diversarum visionum seu miraculorum libri ocio), de la que se conserva sólo un fragmento y, finalmente, el Dialogus Miraculorum, su obra principal, la única de la que ha de hablarse aquí. Existe una excelente edición en dos volúmenes de la misma: Caesarii Heisterbacensis monachi Dialogus miraculorum rec. Jos. Strange, Coloniae, 1851. En cuanto a literatura sobre Caesarius sólo conozco el libro de A. Kaufmann (2.a edición, Colonia, 1862). Contiene valiosas descripciones histórico-culturales, varios fragmentos traducidos del Dialogus y en el apéndice el texto latino de las primeras veintitrés partes de los ocho libri miraculorum. Les será indispensable a aquéllos que quieran conocer más detalles acerca de Caesarius.

Éste es, en breves palabras, el contenido de su vida. Parece muy poca cosa, pero al leer el Dialogus se convierte en algo rico, sorprendentemente delicioso y polifacético.

La magnífica obra tuvo su origen en la práctica como maestro de novicios. Fue escrita alrededor de 1122. Es una especie de libro didáctico para los novicios de la orden, a quienes intenta enseñar la cosmovisión y la teología de la misma. Lamentablemente, hoy día ya no se escriben tales libros de texto; al menos entre los de mi época escolar no hay ninguno con el que su autor pueda despertar interés o cubrirse de honor en siglos venideros. Si bien Caesarius da definiciones, formuladas a conciencia, de la conversión, contrición, y confesión, de los premios y castigos divinos, no se las introduce a sus alumnos en la garganta cruelmente y con aridez indigerible, sino que las ofrece como de paso y en dosis pequeñas y saludables.

Su Dialogus tiene doce secciones que consisten a su vez en breves capítulos, y cada sección trata una cuestión principal del dogma o de teología práctica. Por tanto, el libro debería ser para nosotros un monstruo de aburrimiento. Pero es lo contrario. Es una obra de un narrador ameno, de un solitario fabulador, la creación de un poeta, el espejo de una época vivamente agitada y a la vez de un ser humano puro y bueno. Pues los capítulos no contienen dogmas y tesis, sino cada uno una historia pequeña y muy bien narrada, ya una divertida y farsesca, ya una seria y amarga, ya una conmovedora y fina.

La forma de diálogo es una mera máscara. Las personas del diálogo son un monje y un novicio. El monje enseña, el novicio aprende, aquél instruye, éste pregunta o reflexiona. Pero el modo en que el monje enseña convierte el diálogo en algo superfluo. Enseña a través de ejemplos, historias, a las que luego se agregan dos, tres breves preguntas y respuestas teológicas, a veces ninguna. Se comienza con una distinctio, se parte de una cuestión a enseñar, pero con la narración de cuentos el monje entra en calor, el novicio se olvida de formular preguntas, y sólo después de un buen rato ambos recuerdan la cuestión, y el monje explica a posteriori hasta qué punto sus cuentos se relacionan con el tema teológicamente planteado.

Sin embargo, el libro doctrinal también es excelente en cuanto tal; pues por más que el autor se desvíe, sigue siendo el mismo hombre probo, bienintencionado y bueno, cuya naturaleza educa de por sí, y también sigue siendo un convencido creyente y monje. Aun cuando a veces llegue a lo burlesco, percibimos detrás del narrador que juega con las ideas al religioso serio e impertérrito, y cuando narra los milagros de la Virgen adquiere, además de la descripción siempre dominada y por completo plástica, una ternura fina y poética sencillamente conmovedora.

El contenido de la obra, como ya dice el título, lo constituyen sobre todo cuentos sobre milagros. El autor sea tal vez aun más milagrero que su época; nunca somete los milagros a una crítica. Para él, la diaria intervención de poderes suprasensoriales buenos y malos en la vida humana es algo demostrado y hasta evidente. Pero no pinta imágenes esquemáticas, no convierte a sus figuras en nubes ni en nubes de incienso, sino que hace que los hombres sigan siendo humanos, y describe a santos, ángeles y demonios de modo antropomórfico. Y sus narraciones son sólidas, sus representaciones no son ficciones sino recuerdos y observaciones. Habla sobre la vida de los monjes, comerciantes y seglares, sobre guerras y cruzadas, sobre mercados y viajes en barco, sobre sabios y necios, sobre historias de amor, de crímenes, de latrocinios. Tampoco oculta la existencia de situaciones graves ni de hombres malos en la Iglesia y en los conventos; a veces incluso acusa seriamente a la Iglesia secular, y cuando tiene que decir algo malo sobre los monjes, e incluso sobre los de su propio convento, lo hace con vergüenza y tristeza, y con toda discreción, pero honesta y objetivamente. Así nos proporciona cuadros valiosos de la vida de todos los estratos sociales, de la historia civil y de la historia eclesiástica, y siempre da la impresión de una veracidad incuestionable. Comparte la fe y también la superstición de su época; no sólo conoce milagros, ángeles y apariciones, sino que también sabe de nigromantes, adivinos, magos, demonios y artes diabólicas. Por cierto que la región de Alemania en la que vivía era especialmente fértil en estos terrenos y produjo, entre otras cosas, el mal reputado «martillo de las brujas». A Caesarius se le ha reprochado credulidad y demasiada ingenuidad. Incluso se le ha acusado de haber favorecido la superstición y de haber contribuido indirectamente a los posteriores y terribles procesos contra las brujas. No quiero defenderle, pero me parece un tanto exagerado, sobre todo cuando el propio Caesarius es al propio tiempo una de las fuentes más importantes del conocimiento del mundo de las ideas de entonces en aquellas tierras.

La cuestión se presenta de modo totalmente distinto cuando se considera a Caesarius sólo como escritor. Entonces se convierte en secundario lo que al teólogo o al historiador debe parecerle lo principal. Y visto así, el autor, que de por sí es simpático, honesto y apreciable, sale ganando aún más.

Sobre todo, escribe en un latín que nadie escribía mejor en su tiempo y región. No es latín clásico. Pero está tan alejado del esquemático latín promedio del lenguaje eclesiástico como del latín germanizado, torpemente violento, de algunos cronistas. En lo esencial, el relato está sentido y pensado en latín, por lo cual es claro y conciso; sobre todo, las construcciones son simples. Faltan por completo las construcciones sintácticas forzadas, y los medios retóricos sólo se emplean poco y de modo discreto. Como narrador, Caesarius puede ser llamado un artista, y algunos de sus cuentos pueden compararse con los buenos trabajos de tempranos novelistas románticos. De todos modos, por la tendencia y el objetivo didáctico, aquí se le imponen ciertos límites, que sólo pocas veces sobrepasa. Más importantes que la composición son la plasticidad, la honestidad y seguridad literaria de las narraciones. Casi siempre se informa, al principio y muy brevemente, de por quién y cuándo el autor se ha enterado de la historia, y a veces ya esta frase introductora tiene una fuerza tenue y sugestiva que despierta nuestra curiosidad y receptividad. Luego sigue la narración misma, breve y clara. Aquí no hay que buscar las culminaciones de las soluciones internas, que dan en la narración artística los puntos de cristalización, porque si bien las historias son independientes y completas, les sigue un discurso con una explicación de los procesos internos decisivos en forma de dialogus. En cambio, se describen con gran seguridad y convicción todas las acciones y sucesos. El lugar de la acción, los personajes, sus relaciones mutuas, el origen, desarrollo y solución de la intriga resultan limpios, breves y a menudo fascinantes. A pesar del latín, el discurso directo suele tener un sonido popular y vivo: oraciones breves, a menudo sin verbo, y a veces formulaciones jocosas.

Predomina la anécdota: breves ejemplos de una conversión o de un castigo, pequeñas escenas de la vida mundanal y conventual, agudezas, respuestas acertadas y también ilustraciones vivas de pasajes de la Biblia. A menudo no tienen más de diez líneas, y manan inagotables de una memoria inmensamente segura y cuidada, y de una observación realista y clara de la vida cotidiana… un cofrecillo de joyas de experiencias, ocurrencias y sabiduría de proverbios. Caesarius asegura solemnemente que no ha inventado o modificado voluntariamente ninguna historia. Podemos creerle sin vacilar, incluso cuando calla, con gran discreción, los lugares y nombres propios. También cita sus fuentes en casi todos los casos, y muchas de las personas a las que les debía tal o cual anécdota, aún estaban con vida y muy próximas a él en el momento de escribirse el libro. Algunas historias también tratan procesos que le resultaban psicológicamente incomprensibles al autor, de modo que se atiene aún más fielmente a los hechos, con lo cual a menudo obtiene sin proponérselo efectos de una doble fuerza: así sucede en los relatos conmovedoramente objetivos de suicidios de monjes y monjas, cuyas dudas religiosas y terribles tentaciones le resultaban extrañas y crueles a este narrador sereno y contemplativo.

Sería fácil explotar el material del Dialogus. Pero no me interesa hacerlo, y además se encuentran suficientes pruebas importantes para la historia de la cultura, diligente y bellamente escogidas, en el citado libro de Kaufmann sobre Caesarius.