E n la casa de un rico caballero vivía un caballero joven, vasallo suyo. Y pese a que el joven estaba ya en la flor de la juventud, florecía aún más por la virtud de la castidad. Pero incitado por el envidioso Satán, comenzó a sentirse muy tentado por la esposa de su señor. Luego de haber soportado esta tentación durante un año y tras habérsele vuelto insufrible, superó su temor y le confesó su padecer a la señora. Al ser empero rechazado por ésta, se entristeció aún mucho más. Pues era ella una mujer honesta y fiel a su esposo. El joven fue a ver a un ermitaño cuyos consejos seguía al pie de la letra, y entre lágrimas le confesó su pesar. El santo hombre le contestó lleno de confianza:
—¿Nada más te aqueja? Te daré un consejo, de modo que tu aspiración se cumpla. Durante todo este año, y en lo posible todos los días, has de saludar en la iglesia cien veces a Nuestra Señora, la Madre de Dios, con cánticos y genuflexiones, y Ella te dará lo que ansias.
Pues sabía que la amante de la castidad no abandonaría a un joven casto, aunque se hubiera extraviado. El joven cumplió el servicio a la Madre de Dios con gran inocencia; sentado una vez a la mesa de su señor, recordó que aquel día se cumplía el año. Entonces se levantó de inmediato y montó en su caballo, fue a la iglesia vecina y rezó las oraciones acostumbradas. Al abandonar luego la iglesia, vio parada a una dama hermosísima, más hermosa que los mortales; la dama cogió las riendas del caballo del joven. Como él se preguntara quién sería, ella le dijo:
—¿Te gusta mi aspecto?
—Jamás he visto a una mujer más bella que tú —contestó el caballero, y ella replicó:
—¿Te haría feliz tenerme por esposa, o no?
—Verte haría feliz a cualquier rey, y se lo juzgaría dichoso por poseerte —contestó él. Entonces ella dijo:
—Quiero ser tu esposa. ¡Ven y dame un beso!
El tuvo que hacerlo. Ella dijo luego:
—Ahora nos hemos comprometido, y en tal y cual fecha se celebrará nuestro matrimonio ante mi hijo.
Ante estas palabras, el joven conoció que ella era la Madre de Dios, cuya castidad comparte la alegría de la pureza humana. Luego, la Virgen cogió el estribo del caballo, le hizo montar, y él le obedeció dócilmente. A partir de esa hora quedó tan liberado de la tentación, que hasta la esposa de su señor se sorprendió. El joven le narró al ermitaño todo lo sucedido; éste quedó muy admirado tanto por la gracia cuanto por la condescendencia de la Madre de Dios, y dijo:
—Quiero estar presente el día de tu casamiento; ocúpate entretanto de tus cosas.
Así lo hizo el joven, y el día fijado llegó el ermitaño y le preguntó:
—¿Sientes algún dolor?
Aquél dijo que no, pero cuando el ermitaño, una hora más tarde, volvió a preguntarle si sentía algún dolor, respondió:
—Sí, ahora lo siento.
Poco después cayó en agonía, entregó su alma a Dios y entró en la morada celestial para celebrar el casamiento prometido.