E l abad Daniel Schönau me contó que un caballero honrado y conocido se había vuelto monje en Camp. Este caballero tenía por amigo a otro guerrero tan valiente como él, que aún pertenecía a la vida secular. Un día el primero instó al segundo a la conversión; a lo cual éste le contestó apocado:
—Por cierto, amigo mío, tal vez ingresaría a la orden, si no hubiera una cuestión que me atemoriza.
El monje preguntó de qué se trataba, y el caballero replicó:
—Las sabandijas en la ropa. Es que en los vestidos de lana hay muchos bichitos.
Aquél se rió y dijo:
—¡Oh, valiente caballero! Quien no teme las espadas en la diabólica guerra, ¿debe temer los piojos en el servicio a Cristo? ¿Los piojos te privarán del Reino de los Cielos?
Aquél calló, pero al poco tiempo su respuesta fue la acción. Movido por la exhortación y por el ejemplo del otro, también ingresó en la orden. Luego sucedió una vez que ambos se encontraran en la iglesia de San Pedro en Colonia. El monje de Camp saludó al otro según la regla de la orden y agregó sonriente:
—¿Qué hay, hermano? ¿Aún sigues temiendo a las sabandijas?
Aquél sabía muy bien cuál era el origen de esa pregunta, y contestó, sonriendo también él, con estas buenas y notables palabras:
—Créeme, hermano, y ten la plena seguridad de que aun cuando me picaran todos los piojos de todos los monjes juntos, no lograrían sacarme del monacato.