C uando yo era novicio, cierto monje me contó una historia de un fraile. Un día estaba rezando ante un altar, y el Señor le dotó de tal modo de la gracia de las lágrimas, que humedeció hasta el suelo. Entonces (luego se demostraría que fue por influencia del Diablo) un fatuo sentimiento de gloria se apoderó de él, de modo que se dijo a sí mismo: «¡Oh, ojalá alguien viera cuán agraciado estoy!».
Pronto se mostró aquél que le había inspirado esto, se paró a su lado y miró sus lágrimas muy compadecido. Pero apareció en la figura de un monje negro. Alzando los ojos, el orador, a partir de un terror interno y por la negrura del vestido, se dio cuenta de que el otro era un diablo y el causante de su presunción; y ahora echó con la virtud y con el signo de la cruz a quien había llamado con su pecaminosa vanidad. Por tales peligros, Dios ordena a los oradores encerrarse en su camarín a puertas cerradas, lo cual significa eludir los elogios humanos.