L o que sigue me lo ha contado repetidas veces nuestro anciano hermano Conrado, que tiene casi cien años. Puesto que él mismo proviene de Turingia y que antes de su conversión había hecho el servicio militar, conocía muchos detalles de la historia del landgrave Ludwig. Éste, al morir, dejó a dos hijos como herederos: Ludwig, que cayó en la primera cruzada bajo el emperador Federico, y Hermann, que devino sucesor del landgrave en el gobierno y murió hace poco.
Ludwig empero, que era un hombre recto y humano o, mejor dicho, menos malo que otros tiranos, publicó una vez el siguiente llamamiento: «Si alguna vez se encontrara quien pudiera decirme la verdad fidedigna sobre el alma de mi padre, le regalaría una hermosa casa». Llegó esto a oídos de un caballero pobre, que tenía por hermano a un clérigo muy versado en las artes negras. Tras haberle comunicado las palabras del soberano, el clérigo dijo:
—Querido hermano, antes solía conjurar con ciertos dichos al Diablo y le preguntaba lo que quería, pero hace tiempo que he renunciado a tales entrevistas y artes.
El caballero se lo pidió de mil maneras, le recordó su pobreza y el regalo prometido, y al final el clérigo cedió a sus ruegos y evocó a un espíritu del mal. El genio acudió y preguntó qué quería.
—Lamento haberme mantenido apartado tanto tiempo de ti —contestó el clérigo—. Te conjuro a que me digas dónde reposa el alma de mi señor, el landgrave.
—Si quieres venir conmigo te lo mostraré —dijo el demonio.
—Lo vería con gusto —contestó aquél— si pudiera hacerlo sin que peligre mi vida.
—Te juro por el Supremo y por su terrible juicio —dijo el demonio— que si te confías a mí, te llevaré hasta allí y te devolveré aquí sano y salvo.
Por su hermano, el clérigo se sometió y montó en la nuca del diablo. Éste lo llevó en poco tiempo hasta la puerta del infierno. El clérigo miró hacia dentro y vio lugares horrorosos y castigos de todo tipo, y también a un diablo de aspecto terrible, que estaba sentado sobre un agujero tapado. Al verlo, el clérigo tembló como un azogado. Este diablo le preguntó a aquél que llevaba al hombre:
—¿A quién llevas ahí en el cuello?
—Es un amigo nuestro —contestó éste—. Con tu alto poder le he prometido mostrarle el alma de su landgrave y retornarlo sano y salvo, para que proclame ante todos tu poder inconmensurable.
De inmediato, aquél quitó la tapa ardiente en la que había estado sentado, introdujo una trompeta de bronce en el agujero y la tocó con tanta fuerza que al clérigo le pareció que se estremecía todo el universo. Después de una larga hora que le pareció infinita, el abismo escupió llamas de azufre, y junto con las chispas se elevó el landgrave, de modo que el clérigo podía verlo hasta el cuello. Ludwig dijo:
—Mira, heme aquí, un pobre landgrave, antes tu soberano. Pero ahora preferiría no haber nacido jamás.
—Me envía vuestro hijo —dijo el clérigo— para que pueda informarle sobre vuestro estado; y debéis decirme si se os puede ayudar de algún modo.
Aquél contestó:
—Mi estado ya lo ves. Pero has de saber: si mis hijos devolvieran y dieran en herencia tales y cuales propiedades, de las que me he apoderado injustamente, a tales y cuales iglesias —las citó por sus nombres—, mitigarían en mucho los tormentos de mi alma.
Al replicar el clérigo ahora: «Señor, no me lo creerán», el landgrave dijo:
—Te diré una seña que sólo conocemos yo y mis hijos.
Le comunicó la seña y se hundió en el abismo ante los ojos del clérigo, a quien el diablo llevó de vuelta. No perdió la vida, pero estaba tan pálido y debilitado que apenas se le reconocía. Transmitió las palabras del padre a los hijos, pero de poco le sirvió al condenado. Ellos no querían entregar las propiedades. Pero el landgrave Ludwig le contestó al clérigo:
—Reconozco las señas y no dudo de que hayas visto a mi padre; no se te privará de la recompensa prometida.
Pero aquél dijo:
—Señor, conservad vuestra casa; de ahora en adelante sólo pensaré en la salvación de mi alma.
Se despojó de todo y se convirtió en monje cisterciense.