U n abad de nuestra orden me contó una historia muy divertida sobre santo Tomás de Canterbury, quien se convirtió en mártir en nuestros tiempos; el suceso en cuestión no puede hallarse en su Pasión ni leerse en los libros que relatan sus milagros. Un clérigo tonto de su diócesis no sabía otra misa aparte de la de Nuestra Señora, y la celebraba todos los días. Por eso se presentó una queja ante el santo obispo, y por la honra del sacramento le prohibió al sacerdote que de allí en adelante dijera la misa. Ello motivó que el clérigo se empobreciera mucho; pero como invocaba apremiado a la Santa Virgen, ésta se le apareció y le dijo:
—Ve a ver al obispo y dile de mi parte que te devuelva tu ministerio.
El clérigo opinó:
—Señora, soy un hombre pobre y débil; no me escuchará; ni siquiera lograré que me reciba.
—Ve tranquilo —le dijo la Virgen—, te allanaré el camino.
—Señora —replicó el clérigo—, el obispo no dará crédito a mis palabras.
La Virgen dijo:
—Le darás el siguiente indicio: una vez, a tal y cual hora y en tal y cual lugar, remendó su cilicio, y yo le ayudé al sostenérselo de un costado. Entonces te creerá de inmediato.
A la mañana siguiente, el sacerdote pudo llegar sin inconvenientes hasta el obispo y le transmitió el mensaje de la Santa Madre de Dios.
—¿Cómo he de creerte que realmente has sido enviado por ella? —preguntó éste, y el clérigo le contó aquella señal del cilicio. Después de escucharle, el santo obispo dijo sorprendido y asustado:
—Te devuelvo tu ministerio y te prescribo que no digas ni celebres sino la misa de Nuestra Señora; pero además, reza por mi alma.