C ierto caballero llamado Heinrich, de Bonn, participó una vez en nuestros ejercicios cuaresmales de contrición. Regresado a su tierra, se encontró un día con nuestro abad Gevard y le dijo:
—Señor abad, vendedme la piedra que está entre tal y cual columna de vuestro oratorio; por ella os daré todo lo que me pidáis.
—¿Para qué la necesitáis? —preguntó el abad.
—Quiero colocarla en mi cama —contestó aquél—. Pues tiene la propiedad de que un insomne no necesita más que poner su cabeza en ella para dormirse de inmediato.
Eso se lo había infligido el Diablo durante aquella penitencia cuaresmal: toda vez que al ir a la iglesia para rezar y se sentaba en aquella piedra, le asaltaba el sueño. De modo similar, un noble que había estado en Himmerode con el mismo fin penitente, habría dicho:
—Las piedras del oratorio del convento son más blandas que todas las almohadas de mi casa.