Capítulo 7

Tome —dije, y le entregué los libros—. ¿Por qué no los hojea mientras voy a lavarme las manos?

Antes de apresurarme hacia el pasillo que conducía al cuarto de baño, le vi apoyado sobre el diván, echando un vistazo a uno de los volúmenes.

Una vez en el lavabo, me lavé la cara y las manos. Me recogí la melena en una coleta y me cambié de camiseta. Pero en ningún momento me molesté en mirarme en el espejo. Suelo ser muy exigente conmigo misma, aunque soy consciente de mi atractivo. La gente me considera bastante guapa. Rubia, ojos azules, buena presencia y unos labios apetecibles. Soy una chica delgada, pero estoy en forma gracias a tantos años trabajando en cementerios. Reconozco que me gusta que me miren, pero en ningún caso soy exótica o voluptuosa, como la mujer que acechaba a Devlin. Pero no quería pensar en ella en ese momento.

Era imposible que hubiera estado en el baño más de diez minutos, pero, cuando regresé al despacho, me encontré a Devlin recostado sobre el diván, medio adormilado. Tenía uno de los libros apoyado sobre el pecho, y el otro en el suelo, junto a él.

Sin duda, esa imagen me dejó perpleja.

Me acerqué y le miré con detenimiento. Al ver que un mechón de cabello oscuro se le había deslizado sobre la frente, tuve que contener las ganas de apartarlo.

Tocarle estaba fuera de lugar, así que le llamé por su nombre, pero no se despertó.

Parecía estar sumido en un sueño tan profundo que temía sobresaltarle. Después de todo, era un detective de policía armado.

¿Debía dejarlo descansar o despertarlo? Probablemente estaba agotado, así que se merecía unos momentos de tranquilidad. Pero fue extraño. Al menos para mí.

Decidí aprovecharme de la situación y continué observándole. Tenía una cicatriz debajo del labio, en la que no había reparado antes. Aunque era minúscula, era obvio que algo muy afilado le había perforado la piel. Un cuchillo, quizá. La mera idea me hizo estremecer.

Arrastré la mirada hacia abajo, donde descansaba el medallón metálico, en el hueco de la garganta. Cuando me incliné para ver la insignia más de cerca, ocurrió algo curioso. De repente, me quedé sin respiración. No sentí la agitación que produce la emoción o el miedo, sino un efecto paralizante, como si alguien me hubiera cortado la respiración.

Retrocedí a trompicones y me llevé la mano al pecho. Guau.

Devlin murmuró algo entre sueños, y me alejé varios pasos más. Estaba tan desconcertada que choqué con el escritorio y, con las piernas temblorosas, me senté en la silla. Nerviosa, volví a mirarle mientras me colocaba un mechón de cabello detrás de la oreja. ¿Qué acababa de suceder?

No quería parecer una histérica, ni una exagerada, pero no podía soportar la presión que sentía sobre el pecho. No tenía ni la menor idea de lo que estaba ocurriendo.

Tras tranquilizarme y recuperar el aliento, decidí que debía tratarse de una consecuencia extraña de la ansiedad, o de una imaginación demasiado estimulada. Necesitaba dejar de prestar atención a Devlin, así que encendí el ordenador para mirar las respuestas a la entrada del blog de la semana pasada, titulada: «Detective de cementerios: un sabueso para los muertos». Resultó ser un artículo profético, lo cual me hizo dudar de si publicar mi siguiente entrada: «Sexo en el cementerio: tabúes lapidarios».

Miré a Devlin de reojo. Seguía dormido.

Después de una hora, por fin se desperezó. Abrió los ojos y miró a su alrededor, confundido. Cuando me pilló mirándole, se incorporó de inmediato y se frotó los ojos con ambas manos.

—¿Cuánto tiempo llevo dormido?

—Una hora, más o menos.

—Maldita sea —murmuró, y comprobó la hora. Después, se pasó la mano por la cabeza y añadió—: Lo siento. No suelo hacerlo. No sé qué me ha pasado.

Encogí los hombros.

—La verdad es que es un rincón muy acogedor, y más ahora, que le da el sol. Siempre que me siento ahí, me adormezco un poco.

—Pero estaba más que adormecido. Estaba desconectado del mundo. No había dormido tan profundamente desde… —Hizo una pausa, frunció el ceño y miró hacia otro lado.

Me pregunté qué había estado a punto de decir.

—Anoche se quedó despierto hasta tarde. Estaría agotado.

—No ha sido eso. Es este lugar —adivinó. Sacudió la cabeza, como si quisiera despejar las ideas—. Aquí, uno se siente en paz.

Al cruzarnos la mirada, sentí una descarga eléctrica en todas y cada una de mis terminaciones nerviosas.

—No había descansado tanto desde hacía años —susurró.

Quizá fuera mi imaginación, pero tenía un aspecto distinto. Las ojeras se le habían atenuado y parecía tranquilo y sereno. Rejuvenecido, me atrevería a decir.

En cambio, a mí me temblaban las rodillas y, aunque la presión del pecho se había suavizado, sentía un vacío desagradable en la boca del estómago y un letargo general que me resultaba desconocido. Al sentarnos, uno frente al otro, tuve la repentina sensación de que Devlin se había nutrido de mi energía mientras dormía.

Pero eso era imposible, por descontado. No era un fantasma.

En aquel momento, no recordaba a nadie que pareciera más vivo que él.

—¿Se encuentra bien? Está un poco pálida —apuntó.

Tragué saliva.

—¿Ah, sí?

—Quizá sea por la luz. —Recogió los libros que le había prestado y se levantó—. ¿Le importa que me los quede un par de días? Se los devolveré en perfecto estado.

—No, quédeselos —respondí. Y me puse en pie, aunque reconozco que me costó mantener el equilibrio—. ¿Sabe cuándo podré volver al cementerio?

—Mañana por la tarde volveremos a rastrear el terreno. Me gustaría que viniera, si tiene tiempo, claro.

Las reglas de mi padre cruzaron mi cabeza como un rayo.

—¿No estaría fuera de lugar?

—Al contrario. Usted está más familiarizada con ese cementerio que cualquiera de nosotros. ¿Quién mejor para reconocer cualquier detalle distinto?

—No sé si podré ir —farfullé.

—Si es por una cuestión económica…

—No lo es. Es una cuestión de horarios.

—A la una, si puede venir. Es posible que tardemos varias horas, para que lo tenga en cuenta.

Le acompañé por el mismo camino por el que habíamos entrado. Tras la despedida, corrí hacia una de las ventanas frontales para verle partir.

Cuando dobló la esquina, su aspecto volvió a dejarme atónita. Sus andares eran pesados, como si arrastrara los pies, y no pude evitar pensar en sus fantasmas. Los imaginé a su vera, invisibles bajo la luz del sol, uno en cada brazo, aferrados a él para siempre.

Pudiera verlos o no, los fantasmas de Devlin siempre le acompañaban. Y eso le convertía en el hombre más peligroso de Charleston para alguien como yo.

Ya no hubo más incidentes durante el resto del día… o casi.

Llevé el coche al mecánico para reparar la ventanilla rota y, mientras esperaba, no dejé de darle vueltas a mi encuentro con Devlin. Recordé la peculiar analogía de mi padre; los fantasmas eran como vampiros que, en vez de sangre, se alimentaban de nuestra vitalidad. Eso describía a la perfección cómo me había sentido antes, como si se me hubiera agotado la energía. Pero en mi despacho no había habido ningún fantasma. Tan solo Devlin.

Si el detective había conseguido alimentarse de mi energía, ¿era posible que estuviera, de alguna forma, unida a él, al igual que un vampiro a su víctima?

Era una idea descabellada, pero en aquellas circunstancias dejé volar mi imaginación. Sin embargo, tras unos minutos intenté darle sentido a aquella experiencia. Decidí coger el coche para visitar un sepulcro familiar, situado a las afueras de una antigua plantación de arroz.

Los nuevos propietarios de la finca me habían pedido un presupuesto para llevar a cabo una restauración completa. Me pareció que un buen paseo por un lugar de reposo como aquel sería una distracción agradable.

Y, puesto que estaba tan cerca de Trinity, tal vez fuera la oportunidad perfecta para hacerles una visita a mis padres. Hacía un mes que no veía a mi madre, y a mi padre mucho más.

Cuando aparqué el coche, mi madre y tía Lynrose estaban sentadas en el porche de nuestro precioso chalé blanco. Bajaron las escaleras entre exclamaciones y reprimendas. Al encontrarnos en el jardín, nos fundimos en un tierno abrazo.

Su aroma era maravilloso, como siempre. Una mezcla única de madreselva, familiar a la vez que exótica, madera de sándalo y fragancia de Estée Lauder White Linen. Yo era la más bajita de las tres. Tenían una postura ejemplar, con la espalda recta y erguida, y seguían tan esbeltas y hermosas como el día en que me gradué en el instituto.

—Qué sorpresa encontraros aquí —dije abrazando a mi tía por la cintura.

—Afortunada, me atrevería a decir —bromeó mientras me acariciaba la mejilla—. Es una pena que haya tenido que venir hasta aquí para ver a mi única sobrina, que vive a cinco minutos de mi casa —protestó.

—Lo siento. De veras quería ir a verte, pero últimamente he estado muy atareada.

—¿Con un nuevo pretendiente?

—Me temo que no. Entre el trabajo y el blog, no tengo tiempo para vida social.

—Pues deberías encontrarlo. No querrás acabar siendo una solterona, como tu tía favorita, ¿verdad?

Sonreí.

—Se me ocurren futuros menos prometedores.

Mi tía no pudo evitar emocionarse.

—Sin embargo, siempre hay un tiempo para el trabajo y otro para el ocio.

—Déjala en paz, Lyn.

—¿Que la deje en paz? Etta, ¿has visto la piel de tu hija? Oscura y llena de pecas. ¿Qué te pones antes de acostarte? —preguntó.

—Lo que tenga más a mano.

—Bobadas —dijo tras chasquear la lengua para mostrar su desacuerdo—. Conozco a una mujer en Market Street que vende la mejor crema del mundo. No tengo ni idea de qué ingredientes utiliza, pero el olor es divino y la fórmula funciona como magia. La próxima vez que vengas a verme, te regalaré un bote.

—Gracias.

—Ahora deja que vea esas manos.

Las extendí para que pudiera inspeccionarlas, y mi tía soltó un suspiro.

—Siempre, repito, siempre ponte guantes. Es fundamental en un trabajo como el tuyo. Las manos traicionan la edad de cualquier mujer.

Me fijé en las palmas, llenas de callos.

No me había dado cuenta, pero mi madre había entrado en casa a buscar limonada casera. Me sirvió un vaso y me dejé caer en el escalón superior.

—Te quedas a cenar.

El modo en que arrastraba las vocales me seguía fascinando. Puesto que no era una pregunta, me limité a asentir.

—¿Qué has preparado?

—Pollo con puré de patatas y salsa, y panecillos. Col silvestre acompañada de rodajas de tomate. Maíz asado al horno. Y de postre, pastel de arándanos.

—Se me está haciendo la boca agua.

Y hablaba en serio, en especial por las verduras, porque eran de cosecha propia.

—Nunca he sido capaz de freír un pollo —murmuró Lynrose. Después se acomodó en la mecedora metálica, que, al balancearse, producía un sonido hipnótico bajo aquel calor tan adormecedor—. Es un arte, ¿sabes? He debido de probar cientos de recetas distintas a lo largo de los años. Masa a base de suero de leche, pan de harina de maíz. Al final me rendí. Ahora, cuando tengo antojo de muslos de pollo, los compro hechos, pero no es lo mismo —reconoció con un suspiro—. Etta se llevó los genes cocineros de la familia.

—Y tú te quedaste con el don de la conversación —rebatió mi madre.

Esbocé una sonrisa cómplice hacia tía Lynrose, que me respondió guiñándome un ojo. Era la única persona que conocía con quien podía bromear sobre el lúgubre y taimado sentido del humor de mi madre. Cuando era niña, me encantaba que viniera de visita. Mi madre siempre se comportaba de forma despreocupada con su hermana.

La última vez que las había visto juntas fue en el cumpleaños de mi madre, que vino en coche hasta Charleston para pasar el fin de semana con ella y celebrarlo. Nos tomamos varias copas de vino durante la cena. Cuando mi tía nos arrastró a ver una obra de teatro absurda, no pudimos contener la risa tonta. Nunca había visto a mi madre tan juguetona. Sin duda, mereció la pena. A pesar de cumplir los sesenta ese mismo día, no aparentaba más de cuarenta, al igual que mi tía. Desde niña, me habían parecido las mujeres más hermosas del mundo.

Observé sus rasgos, esperando encontrar un vestigio de la alegría de la que fui testigo aquel día de su cumpleaños. En lugar de eso, me topé con un aspecto frágil y demacrado. Parecía agotada. Las ojeras que le ensombrecían la mirada me recordaron a John Devlin.

Sentí un escalofrío y aparté la mirada.

—¿Dónde está padre? —pregunté.

—En Rosehill —contestó mi madre—. Le gusta pasar el tiempo allí, aunque el condado contrató a un vigilante a jornada completa el año pasado.

—¿Ha acabado los ángeles?

Sonrió.

—Sí. La verdad es que no están mal, ¿verdad, Lyn? Tendrás que bajar a verlos antes de irte.

—Lo haré.

—Y hablando de ángeles —dijo mi tía con voz perezosa—, ¿te acuerdas de Angel Peppercorn? ¿Un tipo alto con dientes de conejo? Me topé con él hace poco, en una pequeña tienda de té, en Church Street. Ya sabes cuál es, la de la marquesina negra y amarilla tan bonita. En fin, resulta que su hijo, Jackson, está metido en el negocio audiovisual. Por lo visto, es muy famoso en Hollywood, pero un pajarito me ha dicho que, en realidad, se dedica al entretenimiento de adultos. Mentiría si dijera que me sorprende. Ese chico siempre ha sido un pervertido —dijo con un regocijo malicioso.

Mientras mi tía seguía parloteando, empecé a relajarme. Mi preocupación por la salud de mi madre y los sombríos recuerdos de Oak Grove se desvanecieron. Pasamos una tarde de lo más agradable, contándonos chismes y anécdotas en el porche de casa, y tan solo nos movimos cuando mamá se levantó para preparar la cena. Mi tía y yo ofrecimos nuestra ayuda, pero la rechazó de plano.

—No sé quién es más inútil de las dos en la cocina —espetó—. Lo último que necesito es que me estorbéis.

Cuando entró en la cocina, volví a sentarme en el escalón, con la espalda apoyada en un poste, y mi tía se enfrascó en una nueva historia. En un momento de sosiego, le pregunté fingiendo desinterés:

—Tía Lynrose, ¿conoces a algún Devlin en Charleston?

—¿Te refieres a los Devlin que viven al sur de Broad Street? —comentó, refiriéndose a la mejor zona de la ciudad, la histórica.

—No creo. El Devlin que conozco es un policía.

—Entonces no es uno de esos Devlin, sin duda. A menos que sea un primo lejano, o algo así. Imagino que hay muchos Devlin en el condado, porque sus ancestros se instalaron en la zona en el siglo XVII. Aunque es un linaje que se está extinguiendo. El hijo único y la nuera de Benett Devlin murieron en un accidente de barco hace años. Su crío sobrevivió y se mudó a casa de su abuelo, pero tuvieron una gran discusión y me suena que el chico acabó implicado en un escándalo, o algo así.

Aquello me puso en alerta.

—¿Qué tipo de escándalo?

—Lo típico. Tenía malas compañías y escogió a la mujer equivocada —resumió—. He olvidado los detalles.

Intenté recordar si había visto una alianza en el dedo de Devlin. Estaba convencida de que me habría fijado en algo así.

—¿Y dices que el Devlin que has conocido es policía? No te habrás metido en un lío, ¿verdad? —bromeó mi tía.

—No, no. Estoy trabajando como asesora para el Departamento de Policía de Charleston.

—Santo Cielo, eso suena importante.

Me miraba con una curiosidad desvergonzada.

—De hecho, por eso he venido aquí esta tarde. Quería contárselo a mamá antes de que se enterara por otro lado. Han encontrado un cadáver en el cementerio donde estoy trabajando. Es una víctima de asesinato.

—Por el amor de Dios —dijo mi tía con una mano en el corazón—. Cariño, ¿estás bien?

—Sí, estoy bien. En ningún momento estuve en peligro —aseguré, y preferí callarme el detalle del maletín robado—. Aunque es una colaboración externa, mi nombre ha salido en el artículo del Post and Courier de esta mañana. Me sorprende que no lo hayas visto.

—He pasado la noche aquí, con Etta. No he leído ningún periódico.

—De todas formas, el detective Devlin me ha pedido que esté presente durante la exhumación, y he aceptado.

—¿Te refieres a que estarás allí cuando desentierren el cadáver? —parafraseó la tía Lynrose mientras estiraba el brazo—. Mira: me has puesto los pelos de punta.

—Lo siento.

Atisbé un movimiento extraño tras la rejilla metálica de la puerta y me pregunté cuánto tiempo llevaría mi madre escuchándonos.

—¿Mamá? ¿Necesitas que te echemos una mano?

—Ve a buscar a tu padre y dile que la cena está en la mesa.

—De acuerdo.

Crucé el jardín delantero, en dirección a la carretera, y oí el chirrido de la puertecilla metálica. Miré por encima del hombro y vi que mi madre se había sentado en el porche. Estaba charlando con su hermana entre susurros, tal y como solían hacer cuando era pequeña. Aunque, esta vez, estaba convencida de que hablaban de mí.

En lugar de caminar por la carretera principal, preferí tomar un atajo y atravesar el bosque. Así llegaría a la zona más antigua del cementerio en un santiamén. La valla estaba cerrada con llave, pero sabía dónde guardaba mi padre una copia.

Una vez dentro, cerré la puerta. Paseé por los senderos cubiertos de helechos y serpenteé por las cortinas plateadas de musgo negro que caían de los ángeles.

Había cincuenta y siete ángeles.

Cincuenta y siete esculturas que adornaban cincuenta y siete tumbas diminutas. Habían sido víctimas de un incendio que arrasó un orfanato en 1907.

Los vecinos del condado decidieron organizar una colecta para comprar el primer ángel y, desde entonces, cada año se añadía una escultura, con la excepción del periodo de las dos guerras mundiales y el de la Gran Depresión.

Cuando se colocó el último ángel en la tumba correspondiente, varias estatuas ya habían sufrido las inclemencias del tiempo y otras tantas habían sido víctimas del vandalismo urbano. Mi padre llevaba años restaurando las cincuenta y siete esculturas, con poco más que paciencia y un conjunto de herramientas de albañilería muy antiguas.

Cuando era una cría, aquellos ángeles habían sido mis únicos amigos. No había otros niños cerca de mi casa, pero, a decir verdad, no creo que la soledad tuviera mucho que ver con eso. Era algo inherente en mí. Cuando aparecieron los fantasmas, se convirtió en una constante.

El sol ya había comenzado a descender hacia el horizonte. Y en ese preciso momento encontré un claro repleto de tréboles, y no pude evitar tumbarme en el suelo. Me abracé las rodillas y esperé.

Tras unos instantes, el viento se quedó inmóvil, un preludio de que el verano estaba muy cerca.

Y entonces ocurrió.

Tras un hermoso destello de luz, el sol desapareció tras las copas de los árboles, lanzando flechas doradas entre las hojas. El resplandor titilaba sobre la piedra y, durante ese segundo, los ángeles parecieron cobrar vida. Esa imagen siempre me dejaba sin aliento.

Mientras el crepúsculo tapaba con su suave manto todos y cada uno de los ángeles, decidí esperar a mi padre. Al final, me levanté y me dirigí hacia la puerta principal. Advertí una silueta apoyada en la verja y empecé a llamarlo.

Me quedé helada cuando me di cuenta de que no era él, aunque sí que conocía a quien había estado llamando. Era el fantasma que había visto cuando tenía nueve años. Estaba en terreno sagrado, lo que significaba que no suponía una amenaza inmediata. Sin embargo, estaba aterrorizada. Después de tantos años, la presencia de aquel espíritu me resultaba amenazadora, una manifestación de la inquietud que había puesto patas arriba mi pequeño reino.

Era tal y como lo recordaba: alto, delgado y con el cabello blanco rozándole el cuello de su americana. Tenía una mirada glacial y un porte algo siniestro. Percibí otra presencia y miré por encima del hombro.

Mi padre estaba detrás de mí. También tenía el cabello blanco, pero lo llevaba muy corto. Su mirada era apagada; su aspecto, distante; sin embargo, en ningún caso resultaba amenazador.

Parecía estar concentrado en un punto lejano, pero sabía que el fantasma también había llamado su atención.

—Tú también puedes verlo, ¿verdad? —susurré, y volví a echar un vistazo a la valla.

—¡No lo mires!

Ese tono severo me sorprendió, pero fingí no reaccionar.

—No lo estoy mirando.

—Ven aquí —me ordenó. Me cogió del brazo y me giró hacia los ángeles—. Sentémonos un rato.

Nos sentamos sobre el suelo, de espaldas al fantasma, tal y como habíamos hecho cuando tenía nueve años. Durante un buen rato, ninguno de los dos articulamos palabra. Pero advertí que él estaba tenso y, quizás, asustado. Sumidos en una absoluta oscuridad, empecé a tiritar de frío, así que encogí las piernas y apoyé la barbilla en las rodillas.

—Padre, ¿quién es? ¿Qué es? —pregunté al fin.

Tenía la mirada pegada a los ángeles.

—Un presagio…, un mensajero. No lo sé.

El frío se intensificó. ¿Un presagio de qué? ¿Un mensajero de quién?

—¿Lo has visto antes? Me refiero… ¿desde aquel día?

—No.

—¿Y por qué ha regresado? ¿Por qué ahora, después de tantos años?

—Quizá sea una advertencia —dijo mi padre.

—¿Qué tipo de advertencia?

Poco a poco, se volvió hacia mí.

—Dímelo tú, cariño. ¿Ha ocurrido algo?

Y entonces lo supe. Algo había ocurrido. Algo había cambiado en este mundo, y también en el más allá. Todo había cambiado desde el momento en que John Devlin había aparecido entre la niebla.

Me abracé las piernas con más fuerza. No podía dejar de temblar.

Mi padre me rodeó el hombro con el brazo y me preguntó:

—¿Qué has hecho, Amelia?

En ese momento, era yo quien no podía mirarle a los ojos.

—He conocido a alguien. Se llama John Devlin. Es inspector de policía. Le acechan dos fantasmas, una mujer y una niña. Anoche la niña fantasma vino a mi jardín. Padre, sabía que podía verla y trató de comunicarse conmigo. Y esta mañana he encontrado un anillo diminuto justo donde la vi desaparecer.

—¿Qué has hecho con ese anillo?

—Lo enterré donde lo encontré.

—Tienes que deshacerte de él —dijo. Y en ese instante percibí un tono de voz que nunca antes había oído. No sabría cómo describirlo—. Tienes que devolverlo al lugar de donde salió.

Le miré sin dar crédito a lo que acababa de oír.

—¿Devolvérselo… al fantasma?

—Lleva el anillo a donde la niña murió. O a su tumba. Deshazte de él, y punto. Y prométeme que no volverás a ver a ese hombre nunca más.

—No es tan sencillo.

—Sí, sí lo es —insistió—. Si rompes las reglas, hay consecuencias. Y lo sabes.

La severidad de su voz hizo que me pusiera a la defensiva.

—Pero no he roto las reglas…

—Aléjate de todos los acechados —recitó—. Si tratan de localizarte, ignóralos y dales la espalda, pues son una terrible amenaza y no merecen tu confianza.

Recordé a Devlin, adormilado en el diván de mi despacho, nutriéndose de mi energía. No me atreví a contárselo.

—No debes permitir que ese hombre entre en tu vida —me advirtió—. No tientes al destino.

—Padre…

—Escúchame, Amelia: existen entes que nunca has visto. Fuerzas de las que ni siquiera me atrevo a hablar. Son seres más fríos, más fuertes y más hambrientos que cualquier otra presencia que puedas imaginar.

Contuve la respiración.

—¿De qué estás hablando? ¿Te refieres a… espectros?

—Los llamo «los otros» —susurró con una voz que destilaba pena y desesperación.

«Los otros». El corazón me latía tan rápido que incluso me dolía.

—¿Por qué no puedo verlos?

—Siéntete afortunada, cariño. Y procura no dejarlos entrar. Una vez que abras esa puerta… no podrás cerrarla.

Bajé la voz.

—¿Los has visto tú, padre?

Cerró los ojos.

—Sí —contestó—. Los he visto.