Capítulo 6

Nada ha muerto —dije con tono distraído para disimular los nervios. A base de práctica, había aprendido a ocultar mis sentimientos y a controlar mi expresión. No podía permitirme que un tic nervioso me traicionara y revelara a cualquier fantasma que podía verlo.

Y, hablando de fantasmas, Devlin estaba solo. No era sorprendente, pues el sol brillaba con toda su fuerza en el cielo. Sus acompañantes del más allá habrían cruzado el velo para regresar a su mundo. En ese instante, estarían esperando el crepúsculo, ansiando que llegara ese momento en que ambos mundos están tan cerca, ese momento que les permitiría volver.

—Pensé que podía invertir mi día libre en arreglar un poco el jardín —le dije—. En un día normal, a estas horas estaría en el cementerio tratando de soportar el calor.

—Un asesinato suele fastidiar todos los planes —contestó, sin una pizca de ironía o una sonrisa. Señaló el corazón de guijarros y añadió—: ¿Qué significa ese corazón?

—Tan solo es un símbolo decorativo. Puede significar lo que uno quiera. Paz. Amor. Armonía.

Le miré con los ojos entornados. Era la primera vez que le veía a plena luz del día; me pareció mayor de lo que había imaginado en un primer momento, pero, tras una segunda ojeada, cambié de opinión. Tenía la tez tersa, excepto por las pequeñas arrugas que le rodeaban los ojos y la boca. A pesar de llevarlo corto, era evidente que tenía el cabello espeso y oscuro. Le otorgaba un estilo propio, al igual que el tipo de pantalón y el patrón de la camisa. Daba la impresión de ser un hombre que cuidaba su apariencia, y tenía motivos para hacerlo. Era muy atractivo, de esos tipos que parecen melancólicos y que tanto gustan a mujeres de todas las edades. Y yo no era ninguna excepción, por supuesto.

Debía de rondar los treinta años, pero las ojeras y los pómulos algo hundidos le envejecían al menos una década, en función de la luz y el ángulo. Su mirada tenía algo alarmante, algo que me hacía pensar que sabía ciertas cosas. Era alguien que había sido testigo de episodios muy oscuros.

Pero esa especulación tan morbosa no encajaba con el escenario donde nos encontrábamos, en mitad de un jardín con aroma a magnolias.

Me ofreció la mano y, a regañadientes, la acepté, permitiendo que me ayudara a levantarme. Sentí un escalofrío por todo el brazo, una descarga eléctrica que detuvo mi mundo por un instante.

Me solté enseguida y me pregunté si él también había sentido lo mismo.

O si bien no había notado nada en absoluto, o si era todo un experto, como yo, en ocultar sus sentimientos.

Entonces ladeó la cabeza y advertí una curiosa vibración en la sien, lo cual me hizo pensar que algo había notado.

Estuve dándole vueltas al asunto un buen rato. ¿Su reacción me había hecho sentir mejor o peor? Sin duda, me había puesto más nerviosa. El corazón me latía a mil por hora y respiré hondo en un intento de calmarme.

Con torpeza, me sacudí las manos en los pantalones.

—¿Cómo es que ha venido tan temprano? No ha encontrado mi maletín, ¿verdad?

—No, lo siento. Quisiera comentar esto con usted —dijo, y después sacó las copias de las imágenes que le había enviado la noche anterior. Reconocí la primera fotografía de inmediato. Era la tumba donde habían enterrado a la víctima—. ¿Les ha echado un vistazo?

—Sí, de hecho, ayer mismo analicé esa foto en particular con una lupa. No encontré ninguna prueba que demostrara que alguien había removido la tierra.

—¿Cuándo tomó estas fotografías?

—El viernes pasado. Tendré que consultar la copia digital para poder facilitarle la hora exacta, pero, teniendo en cuenta la ubicación de la tumba, fue por la tarde. Terminé el trabajo en esa zona sobre las tres de la tarde y, justo cuando iba a trasladarme a la sección más antigua, el cielo se tapó y perdí toda la luz, así que recogí mis cosas y me fui antes de las cuatro. ¿Eso ayuda a su cronología?

—Es un inicio.

Echó un vistazo a la imagen y aproveché para observar sus manos. Eran fuertes y elegantes a la vez. Y cálidas. Todavía notaba el calor de nuestro contacto anterior. Empecé a hacerme otro tipo de preguntas. Si el mero roce de su piel había provocado en mí una reacción tan intensa, ¿qué pasaría si me besaba?

No es que fuera a ocurrir. De hecho, no podía permitir que sucediera. Por muy atractivo que me pareciera.

Me estudió con sus ojos, tan oscuros. Me alegré de que no pudiera adivinar las ideas tan inapropiadas que se me pasaban por la cabeza, aunque me hubiera gustado mucho leerle la mente.

—Dice que no ha encontrado señales de que la tumba fuera manipulada, pero ¿ha visto algo extraño? ¿Algo poco habitual o fuera de lugar en esta o en cualquiera de las otras fotografías?

—¿Como qué? —pregunté mientras me inclinaba para coger la bolsita de caracolas y guijarros.

Se cayeron unas cuantas al suelo. Devlin se agachó para ayudarme a recogerlas. Volví a advertir un destello plateado alrededor de su cuello, pero esta vez vislumbré un medallón oscuro que se balanceaba bajo su camisa.

Al incorporarse, el medallón volvió a desaparecer bajo la tela.

—Usted es la experta.

—No he tenido tiempo de examinar las demás imágenes con tanta minuciosidad, así que no puedo asegurarle nada. Lo único que me llamó la atención sobre esa tumba es la situación de la lápida. La inscripción no está orientada hacia el cadáver.

Echó otro vistazo a la fotografía.

—¿Cómo lo sabe? En este cementerio las tumbas no están ordenadas por filas, y la vegetación es tan abundante que apenas pueden verse algunas de las lápidas.

—Porque, tal y como ya le he dicho, tomé esa fotografía por la tarde. Hacía un sol espléndido. La siguiente imagen es la cara de la lápida, y el sol está a mis espaldas.

—¿Y?

—Si la inscripción estuviera orientada hacia la tumba, el cadáver debería de estar mirando hacia el oeste. ¿Lo ve?

Cogí la fotografía, procurando no rozar sus dedos, y traté de explicarle a qué me refería.

—Lo más habitual en los cementerios del sur es que las tumbas estén enterradas hacia el este, por donde sale el sol. La gente suele pensar que la orientación es una tradición cristiana, pero, en realidad, proviene del antiguo Egipto.

—¿Esa disposición oeste-este es algo conocido o es un detalle en el que tan solo alguien como usted se fijaría?

—Desde luego, no es un secreto. Todo lo que acabo de contarle puede encontrarlo en Internet. Aunque dudo mucho que a la gente le interese la disposición de una lápida, ya sea reciente o antigua.

De forma distraída, cogí una de las piedrecitas de la bolsa y empecé a juguetear con ella.

—¿Cree que al asesino le interesan los cementerios?

—No descarto esa posibilidad. De todas las tumbas del cementerio, ¿por qué escogió esa en particular? ¿Qué significa una lápida mal orientada?

Encogí los hombros.

—En general, es una cuestión de preferencia. A veces, la disposición del cementerio dicta la ubicación de las lápidas, pero es evidente que ese no es el caso de Oak Grove. Por supuesto, también existe una vieja superstición que asegura que bajo una lápida mal orientada se esconde la tumba de una bruja. Pero no creo que debamos considerar esa opción —dije, y volví a mirar la fotografía—. Aquí estaba enterrada una niña de catorce años que había muerto a causa de la escarlatina a finales del siglo XIX. No encontré nada extraño sobre su muerte en los documentos del condado, ni tampoco en los archivos de la universidad.

—¿Y qué hay del epitafio? ¿O de los dibujos de la lápida? ¿Qué significan?

—El epitafio es un verso victoriano bastante habitual; los símbolos están abiertos a todo tipo de interpretaciones. Si pregunta a cinco expertos diferentes, es muy probable que obtenga cinco respuestas distintas. Además, los significados son muy cambiantes, en función del lugar, o incluso del año. A juzgar por la inscripción y la edad de la niña, me atrevería a decir que el sauce llorón simboliza la pena de una familia destrozada y que la enredadera con flores representa la resurrección. Este tipo de enredadera, llamada «mañana de gloria», también se utiliza como emblema de la juventud y la belleza.

—¿Y la pluma que hay sobre la piedra?

—Insinúa el vuelo del alma, aunque es un poco más ambigua que una paloma, o una efigie alada.

Me miró con extrañeza.

—¿Qué diablos es una efigie alada?

—Pues precisamente eso: un rostro con alas. A veces se utiliza una calavera. También las llaman «efigies del alma», o «cabezas de la muerte». Este tipo de símbolos son mucho más frecuentes en los cementerios de Nueva Inglaterra, porque los canteros más puritanos favorecían una representación más morbosa y literal, como la calavera con los huesos cruzados, cuerpos en ataúdes, esqueletos… —Me quedé callada y le miré—. Perdón, me he dejado llevar.

—No, está bien. Continúe.

Mi discurso, algo disperso e incoherente, no le impacientó en lo más mínimo, cosa que agradecí.

—No fue hasta finales del siglo XIX cuando el arte lapidario se volvió más etéreo y simbólico, más abierto a un sinfín de interpretaciones, como las de esta lápida.

—Lo que me está diciendo es que el significado de estos símbolos depende, casi siempre, de la persona que los mire —concluyó algo pensativo.

—Así es —confirmé, y guardé el guijarro dentro de la bolsa—. ¿Quiere entrar? Si de verdad quiere informarse sobre la simbología que llena los cementerios, tengo algunos libros que podrán serle de gran ayuda.

Sin duda, invitarle a entrar en casa no era buena idea, pero necesitaba mi ayuda y sabía que, en aquel momento, sus fantasmas estaban escondidos tras el velo.

Atravesamos el jardín lateral y entramos en casa. Pasamos por la cocina y por fin llegamos a mi despacho. La luz que se colaba por las ventanas superiores, agradable y amarillenta, titilaba en contacto con el polvo.

Escogí un par de volúmenes de mi colección privada y me giré para entregárselos a Devlin, pero se había quedado abstraído contemplando varias fotografías que había enmarcado y colgado en una misma pared.

Se acercó para verlas mejor.

—¿Las ha hecho usted?

—Sí.

Su análisis me ponía nerviosa. Aparte de las que colgaba en el blog, nadie había visto mis fotografías.

—Ha utilizado una doble exposición. Es muy curioso cómo ha sobrepuesto esos viejos cementerios sobre un paisaje urbano. Es un punto de vista distinto, sin duda. Aunque sospecho que también oculta un mensaje.

Me acerqué a él.

—En realidad, no. Al igual que el arte lapidario, el mensaje depende de quién lo observe.

Estudió las instantáneas unos segundos más.

—Me transmiten… soledad. Son hermosas, pero inmensamente desoladas. Me hacen sentir incómodo —confesó. Después me miró de reojo y añadió—: Lo siento. No pretendía insultarla.

—No me lo he tomado así. Me alegro de que le trasmitan algo.

Volvió a analizar las imágenes, como si buscara algo.

—Le gustan los cementerios, ¿verdad?

—Es a lo que me dedico —dije.

—Pero intuyo que hay algo más —murmuró. Se dio la vuelta, con el ceño fruncido—. Hay un toque de aislamiento, pero no en los cementerios, sino en las ciudades. Entre la gente. En mi opinión, estas imágenes son muy reveladoras.

Contuve la respiración. Su análisis me hacía sentir expuesta y, por lo tanto, vulnerable.

—No lea tanto entre líneas. Me gusta jugar con composiciones interesantes y utilizar técnicas distintas. Ahí no hay ningún mensaje profundo.

—Discrepo —dijo—, pero quizá sea mejor dejar esa discusión para otro día.